La Última Primavera
Rafael Barrett
Cuento
Yo también, a los veinte años, creía tener recuerdos.
Esos recuerdos eran apacibles, llenos de una melancolía pulcra.
Los cuidaba y hacía revivir todos los días, del mismo modo que me rizaba el bigote y me perfumaba el cabello.
Todo me parecía suave, elegante. No concebía pasión que no fuera digna de un poema bien rimado. El amor era lo único que había en el universo; el porvenir, un horizonte bañado de aurora, y, para mirar mi exiguo pasado, no me tomaba la molestia de cambiar de prisma.
Yo también tenía —¡ya!— recuerdos.
Mis recuerdos de hoy…
¿Por qué no me escondí al sentirme fuerte y bueno? El mundo no me ha perdonado, no. Jamás sospeché que se pudiera hacer tanto daño, tan inútilmente, tan estúpidamente.
Cuando mi alma era una herida sola, y los hombres moscas cobardes que me chupaban la sangre, empecé a comprender la vida y a admirar el mal.
Yo sé que huiré al confín de la tierra, buscando corazones sencillos y nobles, y que allí, como siempre, habrá una mano sin cuerpo que me apuñale por la espalda.
¿Quién me dará una noche de paz, en que contemple sosegado las estrellas, como cuando era niño, y una almohada en que reposar después mi frente tranquila, segura del sueño?
¿Para qué viajar, para qué trabajar, creer, amar? ¿Para qué mi juventud, lo poco que me queda de juventud, envenenada por mis hermanos?
¡Deseo a veces la vejez, la abdicación final, amputarme los nervios, y no sentir más que la eterna, la horrible náusea!
Desde que soy desgraciado, amo a los desgraciados, a los caídos, a los pisados.
Hay flores marchitas, aplastadas por el lodo, que no por eso dejan de exhalar su perfume cándido.
Hay almas que no son más que bondad. Yo encontraré quien me quiera.
Si esas almas no existen, quiero morir sin saberlo.
Dominio público
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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.