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autor: Rafael Barrett textos disponibles


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El Perro

Rafael Barrett


Cuento


Por los anchos ventanales abiertos del comedor del hotel, contemplaba desde mi mesa el horizonte marino, esfumado en el lento crepúsculo. Cerca del muelle descansaban las velas pescadoras a lo largo de los mástiles.

Una silueta elegante cruzaba a intervalos, subiendo la rampa: cocotte que viene a cambiar de toilette para cenar, sportman aguijoneado por el apetito.

El salón se iba llenando; el tintineo de platos y tenedores preludiaba; los mozos, de afeitado y diplomático rostro, se deslizaban en silencio.

La luz eléctrica, sobre la hilera de manteles blancos como la nieve, saltaba del borde de una copa a la convexidad de una pulsera de oro para brillar después en el ángulo de una boca sonriente.

La brisa de la noche movía las plumas de los abanicos, agitaba las pantallas de las pequeñas lámparas portátiles, descubría un lindo brazo desnudo bajo la flotante muselina, y mezclaba los aromas del campo y del mar a los perfumes de las mujeres, Se estaba bien y no se pensaba en nada.

De pronto entró un hermoso perro en el comedor, y detrás de él una arrogante joven rubia, que fue a sentarse bastante lejos de mí.

Su compañero se dio a pasear, pasándonos revista. Era una especie de galgo, de raza cruzada. El pelo, fino y dorado, relucía como el de un tísico. La inteligente cabeza, digna de ser acariciada por una de esas manos que sólo ha comprendido Van Dick, no se alargaba en actitud pedigüeña.

Al aristocrático animal no le importaba lo que sucedía sobre las mesas. Sus ojos altaneros, amarillos y transparentes como dos topacios, parecían juzgarnos desdeñosamente.

Llegado hasta mí, se detuvo. Halagado por esta preferencia, le ofrecí un bocado de fiambre. Aceptó y me saludó con un discreto meneo de cola.

No creí correcto seguir, y le dejé alejarse. Miré instintivamente hacia la joven rubia. El profundo azul de sus pupilas sonreía con benevolencia.


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3 págs. / 5 minutos / 129 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Maestro

Rafael Barrett


Cuento


Por treinta pesos mensuales el señor Cuadrado, a las cinco de la mañana incorporaba sobre el sucio lecho sus sesenta años de miseria, y empezaba a sufrir. Levantar a los niños de primer grado, vigilar su desayuno, meterles en clase, darles tres horas de aritmética y de gramática, llevarles a almorzar, presenciar su almuerzo, cuidar el recreo, propinarles otras tres horas de gramática y de aritmética, conservar orden en el estudio, servirles la cena, conducirles al dormitorio, estar alerta hasta las 10 de la noche, dormirse entre ellos para volver a comenzar al día siguiente... todo eso hacía el señor Cuadrado por treinta pesos al mes.

Y lo hacía bajo humillaciones perpetuas, obstinadas; los niños de primer grado eran un enjambre de mosquitos en cuyo centro el señor Cuadrado pasaba la vida. Cada instante estaba marcado por un pinchazo o por una puñalada, porque si el señor Cuadrado era blanco constante de las risas bulliciosas de los pequeños, también lo era de las risas malvadas de los grandes, de los que ya saben ¡ay!, herir certeramente. El profesor interno era el lugar sin nombre donde quien quería tenía derecho a descargar, a soltar su malhumor, su impaciencia, su deseo de hacer daño, de martirizar, de asesinar. Y el señor Cuadrado vivía entre el dolor del último salivazo y el terror al salivazo próximo. En su corazón no había más que odio y miedo. Se sentía vil. Era el maestro de escuela.


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2 págs. / 4 minutos / 262 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Leproso

Rafael Barrett


Cuento


Treinta años hacía que Onofre habitaba el país. Remontando los ríos quedó en seco al fin como escoria que espuman las mareas. ¿Siciliano, turco, griego?... Nunca se averiguó más; al oírle soltar su castilla dulzona rayada por delgados zumbidos de insectos al sol, se le adivinaba esculpido por el Mediterráneo.

Treinta años... Era entonces un ganapán sufrido y avieso. Pelaje de asno le caía sobre el testuz. Aguantaba los puntapiés sin que en su mirada sucia saltara un relámpago. Astroso, frugal, recio, aglutinaba en silencio su pelotita de oro.

Pronto se irguió. Puso boliche en el último rancho. Enfrente, una banderola blancuzca, a lo alto de una tacuara torcida por el viento y la lluvia, sonreía a los borrachines. Entraban al caer la noche, lentos, taciturnos; se acercaban con desdén pueril al mostrador enchapado; pedían quedos una copa de caña, luego otra; el patrón Camhoche, afable y evasivo, apaciguaba los altercados, favorecía las reconciliaciones regadas de alcohol. Saltó a relucir una baraja aceitosa, aspada, punteada; aparecieron dos o tres pelafustanes que ganaban siempre y bebían fiado. Después, de lance, trajo Onofre trapiche y alambique, destiló el veneno por cuenta propia. Tiró el bohío y levantó una casita de ladrillos. Apeteció instruirse, cosa que ennoblece; leyó de corrido, perfiló la letra; el estudio del derecho sobre todo le absorbía; al bamboleante alumbrar de una vela de sebo, devoraba en el catre, hasta la madrugada, procedimientos y códigos. Empezó a prestar.


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3 págs. / 6 minutos / 65 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Hijo

Rafael Barrett


Cuento


Hace muchos años vivía un matrimonio. Eran muy pobres: él, leñador; ella, lavandera. Eran muy feos, casi horribles; ella, con su enorme nariz y sus ojos de carbón, parecía una bruja; él, con su áspera pelambre, parecía un oso. Pero se amaban tanto, tanto, que tuvieron un niño más bello que la aurora.

No se atrevían a acariciar con sus manos rudas aquella carnecita en flor. Adoraban al hijo como a un Jesús.

Le pusieron una riquísima cuna; le alimentaron con la leche de la mejor cabra del valle. Creció y le vistieron y ataviaron lujosamente. Besaban la huella de sus pies, y se embriagaban con el eco de su voz. Necesitaron oro para el ídolo.

El padre cortaba leña de día, y de noche se dedicaba a faenas misteriosas, basta que le sorprendieren en ellas y le ahorcaron.

La madre, cuando no lavaba en el río, pedía limosna. A veces, a lo largo del camino, encontraba señores, que se detenían al verla, y se reían de la enorme nariz y de las cejas de carbón. «¡Bruja, móntate en este palo y vuela al aquelarre!».

Entonces la mujer hacía bufonadas, y recogía monedas de cobre.

Entretanto, el hijo se había transformado en un arrogante doncel.

Ocioso y feliz, paseaba su esbelta figura, adornada de seda y de encajes. En sus talones ágiles cantaban dos espuelas de plata, y sobre su gorro de terciopelo se estremecía una graciosa pluma de avestruz. Si le hablaban de la lavandera, respondía:

—No la conozco; no soy de aquí. ¿Mi madre esa vieja demente? Y todavía sospecho que es ladrona.

Sin embargo, iba en secreto al hogar, donde encontraba siempre un puñado de dinero, una mesa con sabrosos manjares, un lecho pulcro y dos ojos esclavos.

Una vez pasó la hija del rey por la comarca y se enamoró del mozo.

—¿Cuál es tu familia? —preguntóle.

—Soy el Príncipe Rubio —contestó—. Mi patria está muy lejos, a la derecha del fin del mundo.


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2 págs. / 4 minutos / 287 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Antología

Rafael Barrett


Antología


Parte 1 — Ensayos

El esfuerzo

La vida es un arma. ¿Dónde herir, sobre qué obstáculo crispar nuestros músculos, de qué cumbre colgar nuestros deseos? ¿Será mejor gastarnos de un golpe y morir la muerte ardiente de la bala aplastada contra el muro o envejecer en el camino sin término y sobrevivir a la esperanza? Las fuerzas que el destino olvidó un instante en nuestras manos son fuerzas de tempestad. Para el que tiene los ojos abiertos y el oído en guardia, para el que se ha incorporado una vez sobre la carne, la realidad es angustia. Gemidos de agonía y clamores de triunfo nos llaman en la noche. Nuestras pasiones, como una jauría impaciente, olfatean el peligro y la gloria. Nos adivinamos dueños de lo imposible y nuestro espíritu ávido se desgarra.

Poner pie en la playa virgen, agitar lo maravilloso que duerme, sentir el soplo de lo desconocido, el estremecimiento de una forma nueva: he aquí lo necesario. Más vale lo horrible que lo viejo. Más vale deformar que repetir. Antes destruir que copiar. Vengan los monstruos si son jóvenes. El mal es lo que vamos dejando a nuestras espaldas. La belleza es el misterio que nace. Y ese hecho sublime, el advenimiento de lo que jamás existió, debe verificarse en las profundidades de nuestro ser. Dioses de un minuto, qué nos importan los martirios de la jornada, qué importa el desenlace negro si podemos contestar a la naturaleza: —¡No me creaste en vano!


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293 págs. / 8 horas, 33 minutos / 273 visitas.

Publicado el 28 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Fallecimiento

Rafael Barrett


Cuento


Se llamaba Carlos, tenía doce años y venía corriendo de la escuela. Su padre estaba enfermo. «Cuando llegue me dirán que está bien», pensaba el niño. «Le contaré como todos los días lo que ha pasado en clase, nos reiremos y almorzaré con más hambre que nunca».

Al subir las escaleras de la casa se encontró con el médico que bajaba despacio. Era un viejo de barba blanca, que tenía la costumbre de mirar por encima de los anteojos, inclinando su calva venerable. Pero esta vez su mirada huía, y su cuerpo procuraba descender deslizándose, pegado a la pared.

—¿Cómo está papá? —preguntó Carlos.

El doctor, muy fastidiado, muy serio, movió la cabeza de un lado a otro, sin una sola palabra.

—¿Está peor?

Igual gesto.

—¿Mucho peor? —insistió el pequeño con voz temblorosa.

De repente su corazón comprendió y le hizo precipitarse a grandes saltos por la escalera arriba. Delante de la puerta había un hombre que abrió los brazos.

—¿Dónde vas? No entres.

—Quiero ver a papá.

—No, ahora no. Ya lo verás después. Lo que vamos a hacer es marcharnos. Tengo que ir a un sitio.

—Quiero ver a papá.

—¡Te digo que no!

Carlos dio un paso y se sintió cogido. Entonces, con ira desesperada embistió el obstáculo, lo volcó contra el muro, y pasó.

Amarillo, inmóvil, con el cuello doblado, los ojos caídos y un pañuelo blanco debajo de la barba, anudado sobre el cráneo, estaba su padre.

—¡Papá! —sollozó el muchacho.

La madre, sentada a la cabecera, declamó:

—Bueno es que veas de cerca nuestra horrible desgracia. Acércate y besa a tu padre.

Dos o tres personas que había allí, callaban.

Carlos se arrojó llorando sobre el lecho, y apoyó su frente en el hombro del muerto. Una secreta repugnancia le hizo no besar la carne muerta.


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1 pág. / 2 minutos / 37 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Sobre el Césped

Rafael Barrett


Cuento


Sobre el césped estábamos sentados, a la sombra de los altos laureles. De tiempo en tiempo una leve bocanada de aire cálido se obstinaba en desprender el suave mechón rubio que tus dedos impacientes habían contenido.

Nuestro primogénito jugaba a nuestros pies, incapaz de enderezarse sobre los suyos, carnecita redonda, sonrosada y tierna, pedazo de tu carne. ¡Oh tus gritos de espanto cuando veías entre sus dientecitos el pétalo de alguna flor misteriosa! ¡Oh tus caricias de madre joven, tus palmas donde duerme el calor de la vida, tus labios húmedos que apagan la sed!

Y mis besos, enardecidos por la voluptuosa pereza de aquella tarde de verano, apretaron a la dulce prisionera de mis deseos, y mis manos, extraviadas, temblaron entre las ligeras batistas de tu traje…

¡Y me rechazaste de pronto! Y un rubor virginal subió a tu frente.

Me señalaste nuestro hijo, cuyos grandes ojos nos seguían con su doble inocencia, y murmuraste:

—¡Nos está mirando!

—Tiene un año apenas…

—¿Y si se acuerda después?

Nos quedamos contemplando a nuestro pequeño juez, indecisos y confusos.

Pero yo te hablé en los siguientes términos:

—Amor mío, tesoro de locas delicias y de absurdos pudores, alma única, mujer de siempre, humanidad mía, no temas avergonzarte ante ese tirano querido, porque no te haré nada que no te haga él en cuanto te lo pide…

Y desabrochando tu corpiño, liberté la palpitante belleza de tu seno, y prendí mis labios en su irritada punta.

Y tú te estremeciste, y una divina malicia brilló en el fondo de tus ojos.


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1 pág. / 1 minuto / 36 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

¿Recuerdas?

Rafael Barrett


Cuento


Era en el cariñoso silencio de nuestra casa. Por la ventana abierta entraba el aliento tibio de la noche, haciendo ondular suavemente el borde rizado de la pantalla color de rosa. La luz familiar de la vieja lámpara acariciaba nuestras frentes, llenas de paz, inclinadas a la mesa de trabajo.

Tú leías, y escribía yo. De cuando en cuando nuestros ojos se levantaban y se sonreían a un tiempo. Tu mano, posada como una pequeña paloma inquieta sobre mí, aseguraba que me querías siempre, minuto por minuto.

Y las ideas venían alegremente a mi cerebro rejuvenecido. Venían semejantes a un ancho río claro, nacido para aliviar la sed dolorosa de los hombres.

Las horas pasaron, y un vago cansancio bajó a la tierra. Cerraste el libro; mi pluma indecisa se detuvo. Concluía la jornada, y el sueño descendía sobre las cosas. Y el sueño era el reposo.

No teniendo nada que soñar, deseábamos dormir, dormir y despertar con la aurora para seguir viviendo el sueño real de nuestra vida.

Y nos miramos largamente, y vimos la vida en el hueco sombrío de nuestras órbitas.

La veíamos y no la comprendíamos. Por estrecharla nos abrazamos. Nuestras bocas al interrogarla chocaron una con otra, y no se separaron. La dulzura de tu piel languideció mi sangre. Tu corazón empezó a latir más fuertemente.

La vida se apoderaba de nosotros, estrujándonos con la voluptuosidad de sus mil garras. Inmóviles a la orilla del abismo, saboreábamos de antemano la delicia mortal…

De pronto un objeto minúsculo cayó sobre el disco del delgado bronce que tus cabellos rozaban.

Era una mariposilla de oro. Quedó yerta un momento. Y con repentina furia comenzó a agitarse contra el metal. Sus alas pálidas vibraban tan rápidas, que parecían un tenue copo de bruma suspendida. Su cabecita embestía el bronce y resbalaba por él, y la loca mariposa giró en giro interminable a lo largo del cóncavo y brillante surco.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Mi Zoo

Rafael Barrett


Cuento


En el verdadero campo. Un retacito de naturaleza, lo suficiente para revelar la sabiduría y la bondad de Dios. Animalitos vulgares, pero en libertad. Yo también ando suelto.

Es la hora de la siesta; arrastro mi butaca de enfermo al ancho corredor, al amparo de las madreselvas; me tiendo con delicia, y procuro no pensar en nada, lo que es muy saludable.

Un centenar de gallinas picotean y escarban sin cesar la tierra; los gallos padecen la misma voracidad incoercible; olvidan su profesional arrogancia, y hunden el pico. Esa gente no alza la cabeza sino cuando bebe; entonces miran hacia arriba con expresión religiosa.

Un tábano hambriento se me adapta a la piel; lo aplasto de una palmada, cae al suelo, y agonizante aún, se lo llevan las hormigas al tenebroso antro donde almacenan los víveres.

Los elásticos lagartos se fían de mi inmovilidad; densos, redondos, viscosos, avanzan en rápidas carreras, interrumpidas por largos momentos de espionaje petrificado.

Parece a primera vista que toman el sol; lo que hacen es cazar moscas. Las detienen al vuelo con su lengua veloz como el rayo, y sobre ellas se cierra instantáneamente la caja de las chatas mandíbulas. Es triste, en pleno siglo XX, dominar los aires y perecer entre las fauces de un reptil fangoso, anacrónico, pariente extraviado de los difuntos saurios de la época jurásica.

De pronto, un zumbar agudo me llama la atención. En el muro, cuyo revoque se ha desprendido a trechos, dejando a la intemperie el barro lleno de grietas profundas, un moscón azul, cautivo de telarañas, se agita con desesperadas convulsiones.

Los finísimos hilos grises, untados de una pérfida goma, le envuelven poco a poco, espesando su madeja infernal; y las pobres alas prisioneras vibran en un espacio cada vez más chico, lanzando un gemido cada vez más delgado y más débil.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Domingos de Noche

Rafael Barrett


Cuento


—Y usted, ¿no nos cuenta ninguna proeza amorosa, señor Martínez?

El famoso financista sacudió con el meñique, ensortijado de brillantes, la ceniza del magnífico veguero; sonrió con ese desdén que da a su grasiento rostro una expresión de desencanto fatuo, y nos dijo:

—Les contaré mi primera aventura. Era yo entonces estudiante, y mi familia me pasaba a Madrid una renta de veinte duros al mes, gastos pagados. Las facturas de alojamiento, ropa, libros, matrículas, se abonaban allá. Los veinte duros eran para el bolsillo. No había modo de aumentarlos, porque mi padre entendía de negocios tanto como yo, Mi presupuesto estaba distribuido así: cuatro reales diarios para café, propina incluida; dos de billar, entretenimiento imprescindible; uno de tranvía, término medio; tres de teatro, diversión que pagábamos a escote los de la pandilla. El resto era consagrado al amor. En aquellos tiempos compraba el amor hecho, como las camisas y los zapatos. Ahora me lo encargo todo a la medida.

»Devoraba con delicia, por extraño que les parezca, folletines de Escrich y novelones de Dumas y Sué, y soñaba con raptos y escalamientos, desafíos a la luz de la luna y frases generosas.

»Una madrugada, en lugar de acostarme después de la sesión del Levante, donde nos reuníamos, me dio por vagar solo, a semejanza de Don Quijote, buscando doncellas que desencantar a lo largo de las calles solitarias.

»Hacía frío. Mis pasos eran sonoros sobre las aceras, lisas y relucientes. Las estrellas, encaramadas hasta lo alto del espacio, centelleaban más que de costumbre a través del aire inmóvil y seco.

»Había poesía en mí y fuera de mí, o, por lo menos, tal me parecía. Con todos mis libros en la cabeza, me hallaba dispuesto a redimir definitivamente la primer pecadora que pasase.

»Y de pronto, saliendo de una bocacalle, cruzó delante de mí una mujer.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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