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autor: Rafael Barrett etiqueta: Cuento


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La Madre

Rafael Barrett


Cuento


Una larga noche de invierno. Y la mujer gritaba sin cesar, retorciendo su cuerpo flaco, mordiendo las sábanas sucias. Una vieja vecina de buhardilla se obstinaba en hacerla tragar de un vino espeso y azul. La llama del quinqué moría lentamente.

El papel de los muros, podrido por el agua, se despegaba en grandes harapos, que oscilaban al soplo nocturno.

Junto a la ventana dormía la máquina de coser, con la labor prendida aún entre los dientes. La luz se extinguió, y la mujer, bajo los dedos temblorosos de la vieja, siguió gritando en la sombra.

Parió de madrugada. Ahora un extraño y hondo bienestar la invadía.

Las lágrimas caían dulcemente de sus ojos entornados. Estaba sola con su hijo. Porque aquel paquetito de carne blanda y cálida, pegado a su piel, era su hijo…

Amanecía. Un fulgor lívido vino a manchar la miserable estancia. Afuera, la tristeza del viento y de la lluvia.

La mujer miró al niño, que lanzaba su gemido nuevo y abría y acercaba la boca, la roja boca ancha, ventosa, sedienta de vida y de dolor, Y entonces la madre sintió una inmensa ternura subir a su garganta. En vez de dar el seno a su hijo, le dió las manos, sus secas manos de obrera; agarró el cuello frágil, y apretó. Apretó generosamente, amorosamente, implacablemente. Apretó hasta el fin.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Margarita

Rafael Barrett


Cuento


Margarita era una niña ingenua.

Juan fue su primer enamorado. Con el corazón lleno de angustia, el afán en los ojos y la súplica temblorosa en las manos, Juan la confesó su amor profundo y tímido. Margarita, riendo, le contestó; «Eres feo y no me gustas». Con lo que Juan murió de sentimiento. Margarita era una niña ingenua.

Pedro se presentó después. Tenía bigotes retorcidos y mirada de pirata. Al pasar dijo a Margarita: «¿Quieres venir conmigo?». Margarita, palpitante, le contestó: «Eres hermoso y me gustas. Llévame».

Se poseyeron en seguida, y Margarita quiso desde entonces amar a Pedro a todas horas, sin sospechar que su pasión era exagerada. Pedro no pudo resistir, y murió extenuado en los brazos de Margarita, que era una niña ingenua.

La entusiasmaba lo que brilla, el sol, el oro, el rocío en las perfumadas entrañas de las flores y los diamantes en las vitrinas de los joyeros. Como era bella, un viejo vicioso la dio oro y diamantes.

El rocío y el sol no estaban a la venta. Margarita, volviendo la cara contra la pared, entregaba al vicio del viejo su cuerpo primaveral.

El viejo sucumbió pronto, dejando pegada para siempre a la fresca y pura piel de Margarita una enfermedad vergonzosa. Margarita era una mujer ingenua…

Creía en los Santos. La exaltaban las místicas volutas del incienso, las mil luces celestiales que centellean en el altar mayor; tragaba a su Dios todos los domingos, y una mañana de otoño le dió su alma, adornada con la bendición papal. Margarita era una viejecita ingenua…


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Ajenjo

Rafael Barrett


Cuento


Tres dedos de ajenjo puro —tres mil millones de espacios de ensueño.

El espíritu se desgarra sin dolor, se alarga suavemente en puntas rápidas hacia lo imposible. El espíritu es una invasora estrella de llama de alcohol fatuo. Libertad, facilidad sublime. El mundo es un espectro armonioso, que ríe con gestos de connivencia.

Ya sé… ¿Qué sé? No sé; lo sé todo. La verdad es alegre. Un horno que sacude en la noche su cabellera de chispas. Ráfagas de chispas veloces, onda de luego que se encabrita. Por todas partes la luz que abrasa. Arder, pasar, aullidos de triunfo…

La vida está desnuda. Me roza en su huida, me araña, la comprendo, la siento por fin. El torrente golpea mis músculos. ¡Dios mío! ¿Dios? Sí, ya sé. No, no es eso.

¿Y debajo? Algo que duerme. La vuelta, la vuelta a la mentira laboriosa. El telón caerá. No quiero esa idea terrible. Desvanecerse en las tinieblas, mirar con los ojos inmóviles de la muerte el resplandor que camina, bien. Tornar al mostrador grasiento, al centavo, al sudor innoble…

Ajenjo, mi ajenjo. ¿Es de día? Horas de ociosidad, de amor, de enormes castillos en el aire: venid a mí. Mujeres, sonrisas húmedas, el estremecimiento de las palabras que se desposan, vírgenes, en las entrañas del cerebro, y cantan siempre…

Ajenjo, tu caricia poderosa abandona mi carne. Me muero, recobro la aborrecible cordura, reconozco las caras viles y familiares, las paredes sucias de la casa…

Las estrellas frías. Las piedras sonoras bajo mis talones solitarios. La tristeza, el alba. Todo ha concluido.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Sobre el Césped

Rafael Barrett


Cuento


Sobre el césped estábamos sentados, a la sombra de los altos laureles. De tiempo en tiempo una leve bocanada de aire cálido se obstinaba en desprender el suave mechón rubio que tus dedos impacientes habían contenido.

Nuestro primogénito jugaba a nuestros pies, incapaz de enderezarse sobre los suyos, carnecita redonda, sonrosada y tierna, pedazo de tu carne. ¡Oh tus gritos de espanto cuando veías entre sus dientecitos el pétalo de alguna flor misteriosa! ¡Oh tus caricias de madre joven, tus palmas donde duerme el calor de la vida, tus labios húmedos que apagan la sed!

Y mis besos, enardecidos por la voluptuosa pereza de aquella tarde de verano, apretaron a la dulce prisionera de mis deseos, y mis manos, extraviadas, temblaron entre las ligeras batistas de tu traje…

¡Y me rechazaste de pronto! Y un rubor virginal subió a tu frente.

Me señalaste nuestro hijo, cuyos grandes ojos nos seguían con su doble inocencia, y murmuraste:

—¡Nos está mirando!

—Tiene un año apenas…

—¿Y si se acuerda después?

Nos quedamos contemplando a nuestro pequeño juez, indecisos y confusos.

Pero yo te hablé en los siguientes términos:

—Amor mío, tesoro de locas delicias y de absurdos pudores, alma única, mujer de siempre, humanidad mía, no temas avergonzarte ante ese tirano querido, porque no te haré nada que no te haga él en cuanto te lo pide…

Y desabrochando tu corpiño, liberté la palpitante belleza de tu seno, y prendí mis labios en su irritada punta.

Y tú te estremeciste, y una divina malicia brilló en el fondo de tus ojos.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Amante

Rafael Barrett


Cuento


Secreto rincón del jardín florido, breve edén, relicario de nostalgias y deseos, nido de felicidad…

Noche tibia, cargada de los perfumes suspirados por corolas que se abren amorosamente en la sombra… Noche del verano dulce y maduro como la fruta que se inclina a tierra… noche de placer y de olvido…

Eulalia languidece en los brazos de su amante. ¿Es el leve soplo nocturno quien le acaricia los suaves cabellos de oro, o el aliento del hombre? Las hojas gimen quedamente…; pero no…, es la mano soñadora que se desliza temblando. No es una flor moribunda la que ha caído sobre los labios húmedos de Eulalia, sino la boca apetecida, deliciosa como la fuente en el desierto…

En el fondo del estanque, bajo los juncos misteriosos, pasan las víboras…

—¡Él! —grita sin voz Eulalia—. ¡Huye!

Los pasos vienen por el sendero. Rechinan sobre la arena. Los pasos vienen…

—No puedo huir… Me verá… me oirá…

—¡Escóndete!

—¿Dónde?

La luna enseña las altas tapias infranqueables, la superficie inmóvil del estanque, ensombrecida por los juncos…

Los pasos llegan…

Entonces el amante se hunde sigilosamente en el agua helada. Su cabeza y sus hombros desaparecen entre los juncos. Eulalia respira…

Ahora Eulalia languidece en los brazos de su marido… languidece de espanto. Piensa en las víboras.

—¡Vámonos!… —implora.

Pero él quiere gozar de la noche tibia, cargada de perfumes, de placer y de olvidó…

Y en el fondo del estanque, bajo los juncos misteriosos, junto al cadáver, pasan las víboras…


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Rosa

Rafael Barrett


Cuento


La ancha rosa abierta empieza a deshojarse. Inclinada lánguidamente al borde del vaso, deshace con lento frenesí sus entrañas purísimas, y uno a uno, en el largo silencio de la estancia, van cayendo sus pétalos temblando.

Aquélla en quien se mezclaron los jugos tenebrosos de la tierra y el llanto cristalino del firmamento, yace aquí arrancada a su patria misteriosa; yace prisionera y moribunda, resplandeciente como un trofeo y bañada en los perfumes de su agonía.

Se muere, es decir, se desnuda. Van cayendo sus pétalos temblando; van cayendo las túnicas en torno de su alma invisible. Ni el sol mismo con tanto esplendor sucumbe.

En las cien alas de rosa que despacio se vuelcan y se abaten, palpita la nieve inaccesible de la luna, y el rubor del alba, y el incendio magnífico de la aurora boreal. Por las heridas de la flor sangra belleza.

Esta rosa, más bella, más aun al morir que al nacer, nos ofrece con su aparición discreta una suave enseñanza. Sólo ha vivido un día; un día le ha bastado para ocupar la más noble cumbre de las cosas. Nosotros, los privados de belleza, vivimos, ¡ay!, largo tiempo. Nos conceden años y años para que nos busquemos a tientas y avancemos un paso.

Y confiemos siquiera en que la muerte nos dará un poco más de lo que nos dió la vida. ¿A qué prolongaría la belleza su visita a este mundo extraño? No podemos soportar el espectáculo de la belleza sino breves momentos.

Los seres bellos son los que nos hablan de nuestro destino. La flor se despide; me habla de lo que me importa porque es bella. Se va y no la he comprendido. Desnuda al fin, su alma se desvanece y huye.

El crepúsculo se entretiene en borrar las figuras y en añadir la soledad al silencio. Entre mis dedos cansados se desgarran los pétalos difuntos. Ya no son un trofeo resplandeciente, sino los despojos de un sueño inútil.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Última Primavera

Rafael Barrett


Cuento


Yo también, a los veinte años, creía tener recuerdos.

Esos recuerdos eran apacibles, llenos de una melancolía pulcra.

Los cuidaba y hacía revivir todos los días, del mismo modo que me rizaba el bigote y me perfumaba el cabello.

Todo me parecía suave, elegante. No concebía pasión que no fuera digna de un poema bien rimado. El amor era lo único que había en el universo; el porvenir, un horizonte bañado de aurora, y, para mirar mi exiguo pasado, no me tomaba la molestia de cambiar de prisma.

Yo también tenía —¡ya!— recuerdos.

Mis recuerdos de hoy…

¿Por qué no me escondí al sentirme fuerte y bueno? El mundo no me ha perdonado, no. Jamás sospeché que se pudiera hacer tanto daño, tan inútilmente, tan estúpidamente.

Cuando mi alma era una herida sola, y los hombres moscas cobardes que me chupaban la sangre, empecé a comprender la vida y a admirar el mal.

Yo sé que huiré al confín de la tierra, buscando corazones sencillos y nobles, y que allí, como siempre, habrá una mano sin cuerpo que me apuñale por la espalda.

¿Quién me dará una noche de paz, en que contemple sosegado las estrellas, como cuando era niño, y una almohada en que reposar después mi frente tranquila, segura del sueño?

¿Para qué viajar, para qué trabajar, creer, amar? ¿Para qué mi juventud, lo poco que me queda de juventud, envenenada por mis hermanos?

¡Deseo a veces la vejez, la abdicación final, amputarme los nervios, y no sentir más que la eterna, la horrible náusea!

Desde que soy desgraciado, amo a los desgraciados, a los caídos, a los pisados.

Hay flores marchitas, aplastadas por el lodo, que no por eso dejan de exhalar su perfume cándido.

Hay almas que no son más que bondad. Yo encontraré quien me quiera.

Si esas almas no existen, quiero morir sin saberlo.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Risa

Rafael Barrett


Cuento


Se nos fue la risa de los niños, la risa de los dioses; ya no se desborda nuestra alma y nos tortura la sed.

La música de la risa se cambió en hipo; se cambió en mueca la onda pura que resplandecía sobre los rostros nuevos.

La risa ahonda nuestras arrugas, y revela mejor nuestra decrepitud.

La risa noble se volvió alevosa. El signo de la alegría plena se convirtió en signo de dolor. Si oís reír, es que alguien sufre.

Hemos hecho de la risa una daga, un tósigo, un cadalso. Se mata y se muere por el ridículo.

Nuestro patrimonio común parece tan ruin, que el poder consiste en la miseria ajena, y la dicha en la ajena desventura. Nos repartimos aviesamente la vida, y nos reconforta la agonía del prójimo.

Náufragos hambrientos, apiñados sobre una tabla en medio del mar, nos alivia el cadáver amigo que viene a refrescar las provisiones. Entonces reímos enseñando los dientes.

¿Dónde están las carcajadas que no rechinan y rugen y gimen, las que no hacen daño?

Es cómico perder el equilibrio, caer y chocar contra la realidad exterior, que, cómplice de los fuertes, siempre se burla.

Por eso el justo es risible: ignora la realidad, ya que ignora el mal. Por eso no es digna de risa a doblez, sino la confianza; no la crueldad, sino, la blandura de corazón.

Un loco malvado no será nunca tan grotesco como un loco generoso. ¿Quién lavará el celeste semblante de Don Quijote, escupido por las risotadas de los hombres?

También los hombres se rieron de Jesús, y le escupieron.

Aunque no sea más que en efigie, el público necesita risa, necesita sangre. La risa es casi todo el teatro.

Y siendo el dolor de cada uno el dolor de lo demás, manifestado fuera de ellos, la risa universal es un quejido. Escuchadla bien, y descubriréis en ella los espasmos del sollozo.


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La Puerta

Rafael Barrett


Cuento


—Sí… ¡márchate! ¡Déjame en paz!

—Alberto… ¿es posible?

Al verla tan débil, tan rubia, tan suave, un malvado deseo le hizo repetir:

—¿Qué?… ¡Que te vayas! ¡Que no vuelvas!

La arrojó del gabinete, y cerró la puerta.

Una satisfacción ácida alegraba sus venas de macho fuerte.

Había sentido bajo sus dedos, que mordían, doblarse la carne infantil y temblorosa de la mujer, y había mirado aquel cuerpecito estrecho, otras veces palpitante de caricias largas, desvanecerse lánguidamente en la sombra. Y como un eco salvaje oía aún el latigazo de su propia voz:

—¡Que te vayas! ¡Que no vuelvas!…

Pero también comenzó a oír lamentos que subían en su conciencia… ¿A ella, a su Mari, tan dulce, había él tenido valor de castigarla? ¿Y por qué? ¿Por qué, en medio de una disputa cariñosa y abandonada, le había ahogado de repente el ansia feroz de hacerla sufrir, de estrujar el corazoncito adorado? Y una gran extrañeza, una gran claridad, surgió de pronto.

No, no la amaba ya. Todo había acabado. Todo había muerto.

Se quedó contemplando la alta puerta inmóvil, y le pareció que no se abriría jamás.

Detrás de la puerta, apretándose el pecho con las manos moribundas, Mari escuchaba. Era muy de noche. Por las piedras de las calles se arrastraban los pasos de algún mendigo.


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La Oración del Huerto

Rafael Barrett


Cuento, Diálogo


EL POETA.—¡Amanece!

EL ALMA.—No. Aún es de noche.

EL POETA.—¡Amanece! Un suspiro de luz tiembla en el horizonte. Palidecen las estrellas resignadas. Las alas de los pájaros dormidos se estremecen, y las castas flores entreabren su corazón perfumado, preparándose para su existencia de un día. La tierra sale poco a poco de las sombras del sueño. La frente de las montañas se ilumina vagamente, y he creído oír el canto de un labrador entre los árboles, camino del surco. ¡Levántate y trabaja, alma mía! ¡Amanece!

EL ALMA.—En mí todavía es de noche. Noche sin estrellas, ciega y muda como la misma muerte.

EL POETA.—Despierta para mirar al sol cara a cara, para gritar tu dolor o tu alegría. Despierta para mover la inmensa red humana, y para fatigarte noblemente alimentando la vida universal. Dame tus recuerdos difuntos, tus esperanzas deshojadas. Dame tus lágrimas y tu sangre para embriagar al mundo.

EL ALMA.—La fuente se ha secado. Con barro amordazaron mi boca. Me rindo a las bestias innumerables que me pisotean. No queda en mí amargura, sino náuseas. No deseo más que descansar en la eterna frescura de la nada.

EL POETA.—Otros sucumben bajo el látigo del negrero. Otros se envenenan con estaño y con plomo, enterrados vivos. Hay inocentes que se arrancan los dientes y las uñas contra los hierros de su cárcel. Las calles están llenas de condenados al hambre y al crimen. Tu desgracia no es la única.

EL ALMA.—He saboreado toda la infamia de la especie.

EL POETA.—Algunos no son infames.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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