La Puerta
Rafael Barrett
Cuento
—Sí… ¡márchate! ¡Déjame en paz!
—Alberto… ¿es posible?
Al verla tan débil, tan rubia, tan suave, un malvado deseo le hizo repetir:
—¿Qué?… ¡Que te vayas! ¡Que no vuelvas!
La arrojó del gabinete, y cerró la puerta.
Una satisfacción ácida alegraba sus venas de macho fuerte.
Había sentido bajo sus dedos, que mordían, doblarse la carne infantil y temblorosa de la mujer, y había mirado aquel cuerpecito estrecho, otras veces palpitante de caricias largas, desvanecerse lánguidamente en la sombra. Y como un eco salvaje oía aún el latigazo de su propia voz:
—¡Que te vayas! ¡Que no vuelvas!…
Pero también comenzó a oír lamentos que subían en su conciencia… ¿A ella, a su Mari, tan dulce, había él tenido valor de castigarla? ¿Y por qué? ¿Por qué, en medio de una disputa cariñosa y abandonada, le había ahogado de repente el ansia feroz de hacerla sufrir, de estrujar el corazoncito adorado? Y una gran extrañeza, una gran claridad, surgió de pronto.
No, no la amaba ya. Todo había acabado. Todo había muerto.
Se quedó contemplando la alta puerta inmóvil, y le pareció que no se abriría jamás.
Detrás de la puerta, apretándose el pecho con las manos moribundas, Mari escuchaba. Era muy de noche. Por las piedras de las calles se arrastraban los pasos de algún mendigo.
Dominio público
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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.