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autor: Rafael Barrett


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La Cartera

Rafael Barrett


Cuento


El hombre entró, lamentable. Traía el sombrero en una mano y una cartera en la otra. El señor, sin levantarse de la mesa, exclamó vivamente:

—¡Ah!, es mi cartera. ¿Dónde la ha encontrado usted?

—En la esquina de la calle Sarandí. Junto a la vereda.

Y con un ademán, a la vez satisfecho y servil entregó el objeto.

—¿En las tarjetas leyó mi dirección, verdad?

—Sí, señor. Vea si falta algo…

El señor revisó minuciosamente los papeles. Las huellas de los sucios dedos le irritaron. «¡Cómo ha manoseado usted todo!». Después con indiferencia, contó el dinero: mil doscientos treinta; si, no faltaba nada.

Mientras tanto, el desgraciado, de pie, miraba los muebles, los cortinajes… ¡Qué lujo! ¿Qué eran los mil doscientos pesos de la cartera al lado de aquellos finos mármoles que erguían su inmóvil gracia luminosa, aquellos bronces encrespados y densos que relucían en la penumbra de los tapices?

El favor prestado disminuía. Y el trabajador fatigado pensaba que él y su honradez eran poca cosa en aquella sala. Aquellas frágiles estatuas no le producían una impresión de arte, sino de fuerza. Y confiaba en que fuese entonces una fuerza amiga. En la calle llovía, hacía frío, hacía negro.

Y adentro la llama de la enorme chimenea esparcía un suave y hospitalario calor. El siervo, que vivía en una madriguera, y que muchas veces había sufrido hambre, acababa de hacer un servicio al dueño de tantos tesoros… pero los zapatos destrozados y llenos de lodo manchaban la alfombra.

—¿Qué espera usted? —dijo el señor, impaciente.

El obrero palideció.

—¿La propina, no es cierto?

—Señor, tengo enferma la mujer. Deme lo que guste.

—Es usted honrado por la propina, como los demás. Unos piden el cielo, y usted ¿qué pide? ¿Cincuenta pesos, o bien el pico, los doscientos treinta?

—Yo…


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2 págs. / 3 minutos / 430 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Sobre el Césped

Rafael Barrett


Cuento


Sobre el césped estábamos sentados, a la sombra de los altos laureles. De tiempo en tiempo una leve bocanada de aire cálido se obstinaba en desprender el suave mechón rubio que tus dedos impacientes habían contenido.

Nuestro primogénito jugaba a nuestros pies, incapaz de enderezarse sobre los suyos, carnecita redonda, sonrosada y tierna, pedazo de tu carne. ¡Oh tus gritos de espanto cuando veías entre sus dientecitos el pétalo de alguna flor misteriosa! ¡Oh tus caricias de madre joven, tus palmas donde duerme el calor de la vida, tus labios húmedos que apagan la sed!

Y mis besos, enardecidos por la voluptuosa pereza de aquella tarde de verano, apretaron a la dulce prisionera de mis deseos, y mis manos, extraviadas, temblaron entre las ligeras batistas de tu traje…

¡Y me rechazaste de pronto! Y un rubor virginal subió a tu frente.

Me señalaste nuestro hijo, cuyos grandes ojos nos seguían con su doble inocencia, y murmuraste:

—¡Nos está mirando!

—Tiene un año apenas…

—¿Y si se acuerda después?

Nos quedamos contemplando a nuestro pequeño juez, indecisos y confusos.

Pero yo te hablé en los siguientes términos:

—Amor mío, tesoro de locas delicias y de absurdos pudores, alma única, mujer de siempre, humanidad mía, no temas avergonzarte ante ese tirano querido, porque no te haré nada que no te haga él en cuanto te lo pide…

Y desabrochando tu corpiño, liberté la palpitante belleza de tu seno, y prendí mis labios en su irritada punta.

Y tú te estremeciste, y una divina malicia brilló en el fondo de tus ojos.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Margarita

Rafael Barrett


Cuento


Margarita era una niña ingenua.

Juan fue su primer enamorado. Con el corazón lleno de angustia, el afán en los ojos y la súplica temblorosa en las manos, Juan la confesó su amor profundo y tímido. Margarita, riendo, le contestó; «Eres feo y no me gustas». Con lo que Juan murió de sentimiento. Margarita era una niña ingenua.

Pedro se presentó después. Tenía bigotes retorcidos y mirada de pirata. Al pasar dijo a Margarita: «¿Quieres venir conmigo?». Margarita, palpitante, le contestó: «Eres hermoso y me gustas. Llévame».

Se poseyeron en seguida, y Margarita quiso desde entonces amar a Pedro a todas horas, sin sospechar que su pasión era exagerada. Pedro no pudo resistir, y murió extenuado en los brazos de Margarita, que era una niña ingenua.

La entusiasmaba lo que brilla, el sol, el oro, el rocío en las perfumadas entrañas de las flores y los diamantes en las vitrinas de los joyeros. Como era bella, un viejo vicioso la dio oro y diamantes.

El rocío y el sol no estaban a la venta. Margarita, volviendo la cara contra la pared, entregaba al vicio del viejo su cuerpo primaveral.

El viejo sucumbió pronto, dejando pegada para siempre a la fresca y pura piel de Margarita una enfermedad vergonzosa. Margarita era una mujer ingenua…

Creía en los Santos. La exaltaban las místicas volutas del incienso, las mil luces celestiales que centellean en el altar mayor; tragaba a su Dios todos los domingos, y una mañana de otoño le dió su alma, adornada con la bendición papal. Margarita era una viejecita ingenua…


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Madre

Rafael Barrett


Cuento


Una larga noche de invierno. Y la mujer gritaba sin cesar, retorciendo su cuerpo flaco, mordiendo las sábanas sucias. Una vieja vecina de buhardilla se obstinaba en hacerla tragar de un vino espeso y azul. La llama del quinqué moría lentamente.

El papel de los muros, podrido por el agua, se despegaba en grandes harapos, que oscilaban al soplo nocturno.

Junto a la ventana dormía la máquina de coser, con la labor prendida aún entre los dientes. La luz se extinguió, y la mujer, bajo los dedos temblorosos de la vieja, siguió gritando en la sombra.

Parió de madrugada. Ahora un extraño y hondo bienestar la invadía.

Las lágrimas caían dulcemente de sus ojos entornados. Estaba sola con su hijo. Porque aquel paquetito de carne blanda y cálida, pegado a su piel, era su hijo…

Amanecía. Un fulgor lívido vino a manchar la miserable estancia. Afuera, la tristeza del viento y de la lluvia.

La mujer miró al niño, que lanzaba su gemido nuevo y abría y acercaba la boca, la roja boca ancha, ventosa, sedienta de vida y de dolor, Y entonces la madre sintió una inmensa ternura subir a su garganta. En vez de dar el seno a su hijo, le dió las manos, sus secas manos de obrera; agarró el cuello frágil, y apretó. Apretó generosamente, amorosamente, implacablemente. Apretó hasta el fin.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Ajenjo

Rafael Barrett


Cuento


Tres dedos de ajenjo puro —tres mil millones de espacios de ensueño.

El espíritu se desgarra sin dolor, se alarga suavemente en puntas rápidas hacia lo imposible. El espíritu es una invasora estrella de llama de alcohol fatuo. Libertad, facilidad sublime. El mundo es un espectro armonioso, que ríe con gestos de connivencia.

Ya sé… ¿Qué sé? No sé; lo sé todo. La verdad es alegre. Un horno que sacude en la noche su cabellera de chispas. Ráfagas de chispas veloces, onda de luego que se encabrita. Por todas partes la luz que abrasa. Arder, pasar, aullidos de triunfo…

La vida está desnuda. Me roza en su huida, me araña, la comprendo, la siento por fin. El torrente golpea mis músculos. ¡Dios mío! ¿Dios? Sí, ya sé. No, no es eso.

¿Y debajo? Algo que duerme. La vuelta, la vuelta a la mentira laboriosa. El telón caerá. No quiero esa idea terrible. Desvanecerse en las tinieblas, mirar con los ojos inmóviles de la muerte el resplandor que camina, bien. Tornar al mostrador grasiento, al centavo, al sudor innoble…

Ajenjo, mi ajenjo. ¿Es de día? Horas de ociosidad, de amor, de enormes castillos en el aire: venid a mí. Mujeres, sonrisas húmedas, el estremecimiento de las palabras que se desposan, vírgenes, en las entrañas del cerebro, y cantan siempre…

Ajenjo, tu caricia poderosa abandona mi carne. Me muero, recobro la aborrecible cordura, reconozco las caras viles y familiares, las paredes sucias de la casa…

Las estrellas frías. Las piedras sonoras bajo mis talones solitarios. La tristeza, el alba. Todo ha concluido.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Maestro

Rafael Barrett


Cuento


Por treinta pesos mensuales el señor Cuadrado, a las cinco de la mañana incorporaba sobre el sucio lecho sus sesenta años de miseria, y empezaba a sufrir. Levantar a los niños de primer grado, vigilar su desayuno, meterles en clase, darles tres horas de aritmética y de gramática, llevarles a almorzar, presenciar su almuerzo, cuidar el recreo, propinarles otras tres horas de gramática y de aritmética, conservar orden en el estudio, servirles la cena, conducirles al dormitorio, estar alerta hasta las 10 de la noche, dormirse entre ellos para volver a comenzar al día siguiente... todo eso hacía el señor Cuadrado por treinta pesos al mes.

Y lo hacía bajo humillaciones perpetuas, obstinadas; los niños de primer grado eran un enjambre de mosquitos en cuyo centro el señor Cuadrado pasaba la vida. Cada instante estaba marcado por un pinchazo o por una puñalada, porque si el señor Cuadrado era blanco constante de las risas bulliciosas de los pequeños, también lo era de las risas malvadas de los grandes, de los que ya saben ¡ay!, herir certeramente. El profesor interno era el lugar sin nombre donde quien quería tenía derecho a descargar, a soltar su malhumor, su impaciencia, su deseo de hacer daño, de martirizar, de asesinar. Y el señor Cuadrado vivía entre el dolor del último salivazo y el terror al salivazo próximo. En su corazón no había más que odio y miedo. Se sentía vil. Era el maestro de escuela.


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Publicado el 3 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Rosa

Rafael Barrett


Cuento


La ancha rosa abierta empieza a deshojarse. Inclinada lánguidamente al borde del vaso, deshace con lento frenesí sus entrañas purísimas, y uno a uno, en el largo silencio de la estancia, van cayendo sus pétalos temblando.

Aquélla en quien se mezclaron los jugos tenebrosos de la tierra y el llanto cristalino del firmamento, yace aquí arrancada a su patria misteriosa; yace prisionera y moribunda, resplandeciente como un trofeo y bañada en los perfumes de su agonía.

Se muere, es decir, se desnuda. Van cayendo sus pétalos temblando; van cayendo las túnicas en torno de su alma invisible. Ni el sol mismo con tanto esplendor sucumbe.

En las cien alas de rosa que despacio se vuelcan y se abaten, palpita la nieve inaccesible de la luna, y el rubor del alba, y el incendio magnífico de la aurora boreal. Por las heridas de la flor sangra belleza.

Esta rosa, más bella, más aun al morir que al nacer, nos ofrece con su aparición discreta una suave enseñanza. Sólo ha vivido un día; un día le ha bastado para ocupar la más noble cumbre de las cosas. Nosotros, los privados de belleza, vivimos, ¡ay!, largo tiempo. Nos conceden años y años para que nos busquemos a tientas y avancemos un paso.

Y confiemos siquiera en que la muerte nos dará un poco más de lo que nos dió la vida. ¿A qué prolongaría la belleza su visita a este mundo extraño? No podemos soportar el espectáculo de la belleza sino breves momentos.

Los seres bellos son los que nos hablan de nuestro destino. La flor se despide; me habla de lo que me importa porque es bella. Se va y no la he comprendido. Desnuda al fin, su alma se desvanece y huye.

El crepúsculo se entretiene en borrar las figuras y en añadir la soledad al silencio. Entre mis dedos cansados se desgarran los pétalos difuntos. Ya no son un trofeo resplandeciente, sino los despojos de un sueño inútil.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Pozo

Rafael Barrett


Cuento


Juan, fatigado, hambriento, miserable, llegó a la ciudad; a pedir trabajo. Su mujer y sus hijos le esperaban extramuros, a la sombra de los árboles.

—¿Trabajo? —le dijeron—. El padre Simón se lo dará.

Juan fue al padre Simón.

Era un señor gordo, satisfecho, de rostro benigno. Estaba en mitad de su jardín. Más allá había huertos, más allá parques. Todo era suyo.

—¿Eres fuerte? —le preguntó a Juan.

—Sí, señor.

—Levántame esa piedra.

Juan levantó la piedra.

—Ven conmigo.

Caminaron largo rato. El padre Simón se detuvo ante un pozo.

—En el fondo de este pozo —dijo— hay oro. Baja al pozo todos los días, y traerme el oro que puedas. Te pagaré un buen salario.

Juan se asomó al agujero. Un aliento helado le batió la cara. Allá abajo, muy abajo, habla un trémulo resplandor azul, cortado por una mancha negra.

Juan comprendió que aquello era agua, el azul un reflejo del cielo, y la mancha su propia sombra.

El padre Simón se fue.

Juan pensó que sus hijos tenían hambre, y empezó a bajar. Se agarraba a las asperezas de la roca, se ensangrentaba las manos. La sombra bailaba sobre el resplandor azul.

A medida que descendía, la humedad le penetraba las carnes, el vértigo le hacía cerrar los ojos, una enormidad terrestre pesaba sobre él.

Se sentía solo, condenado por los demás hombres, odiado y maldito; el abismo le atraía para devorarle de un golpe.

Juan pensó que sus hijos tenían hambre, y tocó el agua. La tuvo a la cintura. Arriba, un pedacito de cielo azul brillaba con una belleza infinita; ninguna sombra humana lo manchaba.

Juan hundió sus pobres dedos en el fango, y durante muchas horas buscó el oro.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

A Bordo

Rafael Barrett


Cuento


Remontando el Alto Paraná. Una noche cálida, perfecta, como si durante la inmovilidad del crepúsculo se hubiesen decantado, evaporado, sublimado todas las impurezas cósmicas; un cielo bruñido, de un azul a la vez metálico y transparente, poblado de pálidas gemas, surcado de largas estelas de fósforo.

Al ras del horizonte, el arco lunar esparcía su claridad de ultratumba.

La tierra, que ocupaba medio infinito, era bajo aquel firmamento de orfebre un tapiz tejido de sombras raras; las orillas del río, dos cenefas de terciopelo negro.

Las aguas pasaban, seda temblorosa, rasgada lentamente por el barco, y se retorcían en dos cóncavos bucles, dos olas únicas que parecían prenderse a la proa con un infatigable suspiro.

Los pasajeros, después de cenar, habían salido a cubierta. De codo sobre la borda, una pareja elegante, ella virgen y soltero él, discreteaba.

—¿La Eglantina está triste?

(Porque él la había bautizado Eglantina).

—Esta noche es demasiado bella —murmuró la joven.

—La belleza es usted…

Brilló la sonrisa de Eglantina en la penumbra. «Mis mayores me aprueban», pensó. En un banco próximo, tía Herminia, que conversaba con una señora de luto, dejaba ir a los enamorados su mirada santamente benévola, bendición nupcial. Roberto las acompañaría al Iguazú, luego a Buenos Aires, y después…

Sonaban guitarras y una voz española:


Los ojazos de un moreno
clavaos en una mujé…


Y palmaditas andaluzas. Debajo, siempre el sordo estremecimiento de la hélice, y la respiración de las calderas.

Dos fuertes negociantes de Posadas paseaban, anunciados por la chispa roja de sus cigarrillos.

—Si continúa la baja del lapacho, cierro la mitad de la obrajería —dijo el más grueso.

La brisa de la marcha movía las lonas del toldo. Eglantina contemplaba el lindo abismo.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Baccarat

Rafael Barrett


Cuento


Había mucha gente en la gran sala de juego del casino. Conocidos en vacaciones, tipos a la moda, profesionales del bac, reinas de la season, agentes de bolsa, bookmakers, sablistas, rastas, ingleses de gorra y smoking, norteamericanos de frac y panamá, agricultores del departamento que venían a jugarse la cosecha, hetairas de cuenta corriente en el banco o de equipaje embargado en el hotel, pero vestidas con el mismo lujo; damas que, a la salida del teatro, pasaban un instante por el baccarat, a tomar un sorbete mientras sus amigos las tallaban, siempre con éxito feliz, un puñado de luises.

Una bruma sutilísima, una especie de perfume luminoso flotaba en el salón. Espaciadas como islas, las mesas verdes, donde acontecían cosas graves, estaban cercadas de un público inclinado y atento, bajo los focos que resplandecían en la atmósfera eléctrica.

A lo largo de los blancos muros, sentadas a ligeros veladores, algunas personas cenaban rápidamente. No se oía un grito: sólo un vasto murmullo. Aquella multitud, compuesta de tan distintas razas, hablaba en francés, lengua discreta en que es más suave el vocabulario del vicio. Entre el rumor de las conversaciones, acentuado por toques de plata y cristal, o cortado por silencios en que se adivinaba el roce leve de las cartas, persistía, disimulado y continuo, semejante al susurro de una serpiente de cascabel, el chasquido de las fichas de nácar bajo los dedos nerviosos de los puntos. Hacía calor.

Los anchos ventanales estaban abiertos sobre el mar, y dos o tres pájaros viajeros, atraídos por las luces, revoloteaban locamente, golpeando sus alas contra el altísimo techo.


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3 págs. / 6 minutos / 117 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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