Textos más populares esta semana de Rafael Barrett | pág. 2

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autor: Rafael Barrett


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El Maestro

Rafael Barrett


Cuento


Por treinta pesos mensuales el señor Cuadrado, a las cinco de la mañana incorporaba sobre el sucio lecho sus sesenta años de miseria, y empezaba a sufrir. Levantar a los niños de primer grado, vigilar su desayuno, meterles en clase, darles tres horas de aritmética y de gramática, llevarles a almorzar, presenciar su almuerzo, cuidar el recreo, propinarles otras tres horas de gramática y de aritmética, conservar orden en el estudio, servirles la cena, conducirles al dormitorio, estar alerta hasta las 10 de la noche, dormirse entre ellos para volver a comenzar al día siguiente... todo eso hacía el señor Cuadrado por treinta pesos al mes.

Y lo hacía bajo humillaciones perpetuas, obstinadas; los niños de primer grado eran un enjambre de mosquitos en cuyo centro el señor Cuadrado pasaba la vida. Cada instante estaba marcado por un pinchazo o por una puñalada, porque si el señor Cuadrado era blanco constante de las risas bulliciosas de los pequeños, también lo era de las risas malvadas de los grandes, de los que ya saben ¡ay!, herir certeramente. El profesor interno era el lugar sin nombre donde quien quería tenía derecho a descargar, a soltar su malhumor, su impaciencia, su deseo de hacer daño, de martirizar, de asesinar. Y el señor Cuadrado vivía entre el dolor del último salivazo y el terror al salivazo próximo. En su corazón no había más que odio y miedo. Se sentía vil. Era el maestro de escuela.


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2 págs. / 4 minutos / 276 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Madre

Rafael Barrett


Cuento


Una larga noche de invierno. Y la mujer gritaba sin cesar, retorciendo su cuerpo flaco, mordiendo las sábanas sucias. Una vieja vecina de buhardilla se obstinaba en hacerla tragar de un vino espeso y azul. La llama del quinqué moría lentamente.

El papel de los muros, podrido por el agua, se despegaba en grandes harapos, que oscilaban al soplo nocturno.

Junto a la ventana dormía la máquina de coser, con la labor prendida aún entre los dientes. La luz se extinguió, y la mujer, bajo los dedos temblorosos de la vieja, siguió gritando en la sombra.

Parió de madrugada. Ahora un extraño y hondo bienestar la invadía.

Las lágrimas caían dulcemente de sus ojos entornados. Estaba sola con su hijo. Porque aquel paquetito de carne blanda y cálida, pegado a su piel, era su hijo…

Amanecía. Un fulgor lívido vino a manchar la miserable estancia. Afuera, la tristeza del viento y de la lluvia.

La mujer miró al niño, que lanzaba su gemido nuevo y abría y acercaba la boca, la roja boca ancha, ventosa, sedienta de vida y de dolor, Y entonces la madre sintió una inmensa ternura subir a su garganta. En vez de dar el seno a su hijo, le dió las manos, sus secas manos de obrera; agarró el cuello frágil, y apretó. Apretó generosamente, amorosamente, implacablemente. Apretó hasta el fin.


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1 pág. / 1 minuto / 184 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Regalo de Año Nuevo

Rafael Barrett


Cuento


En aquella época éramos muy pobres todavía. A mí me habían dado un modesto empleo en el ministerio de las finanzas, a fuerza de intrigas y de súplicas. En las horas libres traducía del inglés o del alemán obras interminables, pagadas por término medio a cinco céntimos la página. París es terrible.

Mi mujer, cuando nuestros tres niños la dejaban tranquila, bordaba para fuera. De noche, mientras los niños dormían y mi pluma rascaba y rascaba el papel, la madre daba una lección de solfeo o de piano en la vecindad.

Y, con todo, estábamos siempre contentos. Éramos jóvenes.

Teníamos —y creo que los tenemos aún— dos tíos riquísimos, beatos, viejos, bien pensantes, con hotel frente al parque Monceau, fundadores de capillas, incubadores de seminarios, y que no hacían caridad más que a Dios.

Nos daban muchos consejos, procurando debilitar mis ideas liberales, y nos invitaban a cenar dos o tres veces al año. En su casa reinaba un lujo severo que nos cohibía, y nos aburríamos mucho con ellos.

El tío Grandchamp era flaco, amarillo, amojamado. En él brillaba la moderación. Se dignaba revelar al público sus millones mediante un signo discreto: llevaba en el dedo meñique un diamante enorme, que maravillaba a nuestros pequeños hijos. La tía Grandchamp era gorda, colorada, imponente.

Su charla insulsa e incesante nos fastidiaba más que la solemne circunspección de su esposo. No hablaba sino de su inmensa posición, de sus empresas piadosas, de sus amistades episcopales, de su próximo viaje a Roma; cuando se refería al supremo instante en que habría Su Santidad de recibirla en audiencia, sus gruesos labios, un poco velludos y babosos, avanzaban ávidamente como si saboreasen ya las zapatillas del Pontífice.


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2 págs. / 3 minutos / 154 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Soñando

Rafael Barrett


Cuento


Era como un inmenso baile de personas y de cosas. Figuras de todos los siglos pasaban en calma o se precipitaban girando. Animales fantásticos y objetos sin nombre se mezclaban a los mil espectros de un Carnaval delirante.

El espacio infinito parecía iluminado por la fiebre. No había piso ni techo. Se adivinaba la noche más allá de la luz.

Yo me trasladaba de un punto a otro sin esfuerzo. Nada resistía ni entorpecía a nada. Flotábamos en un ambiente suave como el polvo de las mariposas. El mundo estaba vacío de materia y lleno de vida.

De un racimó de seres agitados se desprendió hacia mí un caballero vestido de frac. Venía tan de prisa, que atravesó en su carrera el cuerpo de una desposada melancólica.

Cuando llegó a mi lado observé la angustia de su rostro contraído.

—¿Qué le sucede, señor profesor? —pregunté.

—El chimpancé se ha vuelto loco. Ya sabe usted que era mi mejor sirviente. Hasta fumaba mis cigarrillos. Un mono admirable, superior al hombre, puesto que no habla. Imitaba perfectamente mis movimientos y aprendía cuanto se le enseñaba. Usted recordará mi última conferencia sobre los simios antropoideos. Él la inspiró. Pues bueno: ayer me entretuve tirando al blanco en el jardín delante del mono. ¡Nunca lo hubiera hecho! He querido meterme ahora en casa porque se hace tarde. ¿Creerá usted que el maldito chimpancé me ha recibido a tiros, confundiendo mi pechera con el blanco? Por poco no me acierta. ¿Cómo entrar en mi casa, Dios mío?

De lo alto del firmamento llovían pétalos rosados. Cerca de nosotros una niña rubia decía que no a un banquero.

—¡Una idea! —exclamó de pronto un poeta lírico que nos había quizá escuchado.


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2 págs. / 3 minutos / 152 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Amante

Rafael Barrett


Cuento


Secreto rincón del jardín florido, breve edén, relicario de nostalgias y deseos, nido de felicidad…

Noche tibia, cargada de los perfumes suspirados por corolas que se abren amorosamente en la sombra… Noche del verano dulce y maduro como la fruta que se inclina a tierra… noche de placer y de olvido…

Eulalia languidece en los brazos de su amante. ¿Es el leve soplo nocturno quien le acaricia los suaves cabellos de oro, o el aliento del hombre? Las hojas gimen quedamente…; pero no…, es la mano soñadora que se desliza temblando. No es una flor moribunda la que ha caído sobre los labios húmedos de Eulalia, sino la boca apetecida, deliciosa como la fuente en el desierto…

En el fondo del estanque, bajo los juncos misteriosos, pasan las víboras…

—¡Él! —grita sin voz Eulalia—. ¡Huye!

Los pasos vienen por el sendero. Rechinan sobre la arena. Los pasos vienen…

—No puedo huir… Me verá… me oirá…

—¡Escóndete!

—¿Dónde?

La luna enseña las altas tapias infranqueables, la superficie inmóvil del estanque, ensombrecida por los juncos…

Los pasos llegan…

Entonces el amante se hunde sigilosamente en el agua helada. Su cabeza y sus hombros desaparecen entre los juncos. Eulalia respira…

Ahora Eulalia languidece en los brazos de su marido… languidece de espanto. Piensa en las víboras.

—¡Vámonos!… —implora.

Pero él quiere gozar de la noche tibia, cargada de perfumes, de placer y de olvidó…

Y en el fondo del estanque, bajo los juncos misteriosos, junto al cadáver, pasan las víboras…


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1 pág. / 1 minuto / 149 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

De Cuerpo Presente

Rafael Barrett


Cuento


Sobre la cama sucia estaba el cuerpo de doña Francisca, víctima de cuarenta años de puchero y de escoba. Entraban y salían del cuartucho las hijas llorosas. Chiquillos de todas edades, casi harapientos, desgreñados, corrían atropellándose.

Una vieja, acurrucada, pasaba las cuentas de un rosario entre sus dedos leñosos.

El ruido de la ciudad venía como el rumor vago que sube de un abismo, y la luz desteñida, cien veces difusa sobre muros ruinosos, resbalaba perezosamente por los humildes muebles desportillados.

Siguiendo los declives del piso quebrado, fluían líquidos dudosos, aguas usadas. Una mesa sin mantel, donde había frascos de medicinas mezclados con platos grasientos, oscilaba al pasar de las personas, y parecía rechinar y gemir.

Todo era desorden y miseria. Doña Francisca, derrotada, yacía inmóvil.

Había sido fuerte y animosa. Había cantado al sol, lavando medias y camisas. Había fregado loza, tenedores, cucharas y cuchillos, con gran algazara doméstica. Había barrido victoriosamente. Había triunfado en la cocina, ante las sartenes trepidantes, dando manotones a los chicos golosos. Había engendrado y criado mujeres como ella, obstinadas y alegres. Había por fin sucumbido, porque las energías humanas son poca cosa enfrente de la naturaleza implacable.

En los últimos tiempos de su vida doña Francisca engordó y echó bigote. Un bigotito negro y lustroso, que daba a la risa de la buena mujer algo de falsamente terrible y de cariñosamente marcial. Sus manos rojas y regordetas, sanas y curtidas, se hicieron más bruscas. Su honrado entendimiento se volvió más obtuso y más terco.

Y una noche cayó congestionada, como cae un buey bajo el golpe de mazo.

Durante los interminables días que tardó en morir, la costura se abandonó; las hijas, aterradas no se ocuparon más que de contemplar la faz de la agonizante y de espiar los pasos de la muerte.


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2 págs. / 3 minutos / 141 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Perro

Rafael Barrett


Cuento


Por los anchos ventanales abiertos del comedor del hotel, contemplaba desde mi mesa el horizonte marino, esfumado en el lento crepúsculo. Cerca del muelle descansaban las velas pescadoras a lo largo de los mástiles.

Una silueta elegante cruzaba a intervalos, subiendo la rampa: cocotte que viene a cambiar de toilette para cenar, sportman aguijoneado por el apetito.

El salón se iba llenando; el tintineo de platos y tenedores preludiaba; los mozos, de afeitado y diplomático rostro, se deslizaban en silencio.

La luz eléctrica, sobre la hilera de manteles blancos como la nieve, saltaba del borde de una copa a la convexidad de una pulsera de oro para brillar después en el ángulo de una boca sonriente.

La brisa de la noche movía las plumas de los abanicos, agitaba las pantallas de las pequeñas lámparas portátiles, descubría un lindo brazo desnudo bajo la flotante muselina, y mezclaba los aromas del campo y del mar a los perfumes de las mujeres, Se estaba bien y no se pensaba en nada.

De pronto entró un hermoso perro en el comedor, y detrás de él una arrogante joven rubia, que fue a sentarse bastante lejos de mí.

Su compañero se dio a pasear, pasándonos revista. Era una especie de galgo, de raza cruzada. El pelo, fino y dorado, relucía como el de un tísico. La inteligente cabeza, digna de ser acariciada por una de esas manos que sólo ha comprendido Van Dick, no se alargaba en actitud pedigüeña.

Al aristocrático animal no le importaba lo que sucedía sobre las mesas. Sus ojos altaneros, amarillos y transparentes como dos topacios, parecían juzgarnos desdeñosamente.

Llegado hasta mí, se detuvo. Halagado por esta preferencia, le ofrecí un bocado de fiambre. Aceptó y me saludó con un discreto meneo de cola.

No creí correcto seguir, y le dejé alejarse. Miré instintivamente hacia la joven rubia. El profundo azul de sus pupilas sonreía con benevolencia.


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3 págs. / 5 minutos / 132 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Huelga

Rafael Barrett


Artículo


Huelgas por todas partes, de Rusia a la Argentina. ¡Y qué huelgas! Veinte, cincuenta mil hombres que de pronto, a una señal, se cruzan de brazos. Los esclavos rebeldes de hoy no devastan los campos, ni incendian las aldeas; no necesitan organizarse militarmente bajo jefes conquistadores como Espartaco para hacer temblar al imperio. No destruyen, se abstienen. Su arma terrible es la inmovilidad.

Es que el mundo descansa sobre los músculos crispados de los miserables. Y los miserables son muchos; cincuenta mil cariátides humanas que se retiran no es nada todavía. El año próximo serán cien mil, luego un millón. El edificio social no parece en peligro; está cerrado a todo ataque por sus puertas de acero, sus muros colosales, sus largos cañones; está rodeado de fosos, y fortificado hasta la mitad de la llanura. Pero mirad el suelo, enfermo de una blandura sospechosa; sentidlo ceder aquí y allí. Mañana, con suavidad formidable, se desmoronará en silencio la montaña de arena, y nuestra civilización habrá vivido.

Hay un ejército incomparablemente más mortífero que todos los ejércitos de la guerra: la huelga, el anárquico ejército de la paz. Las ruinas son útiles aún; el saqueo y la matanza distribuyen y transforman. La ruina absoluta es dejar el mármol en la cantera y el hierro en la mina. La verdadera matanza es dejar los vientres vírgenes. La huelga, al suspender la vida, aniquila el universo de las posibilidades, mucho más vasto, fecundo y trascendental que el universo visible. Lo visible pasó ya; lo posible es lo futuro. Asesinar es un accidente; no engendrar es un prolongado crimen.


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Publicado el 8 de octubre de 2019 por Edu Robsy.

La Muñeca

Rafael Barrett


Cuento


Se celebraba en el palacio de los reyes la fiesta de Navidad. Del consabido árbol, hincado en el centro de un salón, colgaban luces, cintas, golosinas deliciosas y magníficos juguetes. Todo aquello era para los pequeños príncipes y sus amiguitos cortesanos, pero Yolanda, la bella princesita, se acercó a la reina y la dijo:

—Mamá, he seguido tu consejo, y he pensado de repente en los pobres. He resuelto regalar esta muñeca a una niña sin rentas; creo oportuno que Zas Candil, nuestro fiel gentilhombre, vaya en seguida a las agencias telegráficas para que mañana se conozca mi piedad sobre el haz del mundo, desde Canadá al Japón y desde el Congo a Chile. Por otra parte, este rasgo no puede menos que contribuir a afianzar la dinastía.

La reina, justamente ufana del precoz ingenio de su hija la concedió lo que deseaba. Zas Candil se agitó con éxito. Jesús nos recomienda que cuando demos limosna no hagamos tocar la trompeta delante de nosotros, pero sería impertinente exigir tantas perfecciones a los que ya cumplen con pensar en los pobres una vez al año. ¡El año es tan corto para los que se divierten! Además, el divino maestro se refería sin duda a la verdadera caridad.

No faltaba sino regalar la muñeca. ¿A quién? Una marquesa anciana, ciega, casi sorda y paralítica, presidenta de cuanta sociedad benéfica había en el país, fue interrogada, sin resultado. Su secretaría y sobrina, hermosa joven, propuso candidato inmediatamente. Ella era activa: sabía bien dónde andaban los pobres decentes, religiosos; se consagraba en cuerpo y alma a sus honorarias tareas, que la permitían citarse sin riesgo con sus amantes.

He aquí que Yolanda, la bella princesita, se empeña en presentar su regalo en persona.

—¡Una muñeca! —refunfuña la marquesa—. Mejor sería un par de mantas.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Domingos de Noche

Rafael Barrett


Cuento


—Y usted, ¿no nos cuenta ninguna proeza amorosa, señor Martínez?

El famoso financista sacudió con el meñique, ensortijado de brillantes, la ceniza del magnífico veguero; sonrió con ese desdén que da a su grasiento rostro una expresión de desencanto fatuo, y nos dijo:

—Les contaré mi primera aventura. Era yo entonces estudiante, y mi familia me pasaba a Madrid una renta de veinte duros al mes, gastos pagados. Las facturas de alojamiento, ropa, libros, matrículas, se abonaban allá. Los veinte duros eran para el bolsillo. No había modo de aumentarlos, porque mi padre entendía de negocios tanto como yo, Mi presupuesto estaba distribuido así: cuatro reales diarios para café, propina incluida; dos de billar, entretenimiento imprescindible; uno de tranvía, término medio; tres de teatro, diversión que pagábamos a escote los de la pandilla. El resto era consagrado al amor. En aquellos tiempos compraba el amor hecho, como las camisas y los zapatos. Ahora me lo encargo todo a la medida.

»Devoraba con delicia, por extraño que les parezca, folletines de Escrich y novelones de Dumas y Sué, y soñaba con raptos y escalamientos, desafíos a la luz de la luna y frases generosas.

»Una madrugada, en lugar de acostarme después de la sesión del Levante, donde nos reuníamos, me dio por vagar solo, a semejanza de Don Quijote, buscando doncellas que desencantar a lo largo de las calles solitarias.

»Hacía frío. Mis pasos eran sonoros sobre las aceras, lisas y relucientes. Las estrellas, encaramadas hasta lo alto del espacio, centelleaban más que de costumbre a través del aire inmóvil y seco.

»Había poesía en mí y fuera de mí, o, por lo menos, tal me parecía. Con todos mis libros en la cabeza, me hallaba dispuesto a redimir definitivamente la primer pecadora que pasase.

»Y de pronto, saliendo de una bocacalle, cruzó delante de mí una mujer.


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2 págs. / 4 minutos / 118 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

1234