No hay duda, está chiflado.
Lo repiten allí y pueden afirmarlo quienes le hayan oído. A lo mejor
sale con dichos y ocurrencias que no le acreditan de cuerdo, sino de
persona desequilibrada —como se dice ahora—, lo cual es tanto como
asegurar que tiene flojo alguno de los tornillos más importantes del
cerebro. Cervantes, el insigne manco, que no lo era para escribir de
locos en libros inmortales, diría de don Aristeo que va en camino de
parar en la casa del Nuncio.
¡Qué viejo tan afable y simpático! Dióle el Señor ingenio, viveza,
voladora fantasía, fácil palabra y cierta maliciosa intención, muy
alegre y donosa, para contar y referir. A cada momento da muestras de
ser discretísimo, de que posee criterio muy sólido, y de que, cuando se
mete en filosofías, no es brillo de oropeles su palabra conceptuosa.
Padece de cuando en cuando tristezas y mutismo, y nublos de la mente le
tornan, aunque por breves horas, huraño y desabrido.
Parlero y locuaz, si está de vena, es un gusto el oírle. De aquella
boca desdentada salen a porrillo anécdotas, cuentos, chascarrillos y
coplas, como guindas de cesta, enredados los unos en las otras.
No falta quien diga que el espiritismo le trastornó la cabeza.
¡Mentira y calumnia! Lo cierto, lo que nadie ignora, es que don Aristeo
no tiene vacíos los mejores aposentos del piso alto, y que, cuerdo o no
cuerdo, chiflado o no chiflado, el buen señor no es un bobo; que tiene
trastienda y que le sobra pesquis para manejar sus dinerillos y para
discurrir con acierto, y largo tendido, en muchas materias diferentes.
Todos le quieren, le llaman, le buscan y no hay en el pueblo
mentidero ni corrillo que no le cuente suyo, ni comilona, merienda,
jira, boda o baleo en los cuales no esté.
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