Al Sr. Lic. Don Joaquín Baranda
I
El Dr. Fernández, levantándose y componiéndose las
gafas, dió a uno de los jóvenes la receta que acababa de firmar, y éste
la puso en manos de un lacayo que esperaba en la puerta.
—Estas enfermedades cardíacas, tan obscuras y tan misteriosas, son de las más traidoras.
Los cuatro mozos palidecieron.
El médico prosiguió:
—Paréceme que hemos llegado al principio… ¡del fin!… Debo ser franco:
haría muy mal en no decir la verdad, y en fomentar en ustedes ilusiones
y esperanzas que no deben abrigar. Mi pobre amigo no vivirá mucho…
Vamos muy de prisa…
—Pero, Doctor… —repuso el más joven— con eso ¿quiere usted decirnos
que ha llegado el momento de que papá haga testamento y de que dicte sus
últimas disposiciones, y, en pocas palabras, de que se prepare para
morir?
—¡Sí! —contestó tristemente el facultativo.
—Por mi parte… —exclamó el mayor—… no pienso ni en bienes ni en
intereses. ¡Si no hace testamento, que no le haga! ¡No es necesario! Y
así, como yo, piensan todos mis hermanos. ¿No es cierto?
—¡Sin duda! —dijo Luis.
—Pero un hombre de negocios, como el padre de ustedes, por bien
arreglados que tenga los suyos, necesita dar instrucciones y debe dejar
todo aclarado, a fin de que sus herederos no tropiecen mañana con
dificultad alguna. Además: las creencias religiosas de don Ramón exigen
que…
—¡Eso sí! —interrumpió Jorge—. En ellas hemos sido criados y
educados. Los intereses terrenos poco importan; pero hay otros de tejas
arriba…
—Está bien, Doctor no hablemos más; —dijo Alejandro—, pero ¿quién de
los cuatro tendrá valor para decir a papá que debe arreglar sus asuntos,
testar y prepararse para morir?
Los cuatro se miraron atónitos, llenos de lágrimas los ojos.
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