El Caballerango
Rafael Delgado
Cuento
A Gilberto Galindo
I
—¿Ónde vas, hermano?
—Por áhi, hermano, al banco!
—Entra a encachártela; te la convido. Luego dices que yo nunca me abro, y va lo ves, soy parejo. Ora tengo mis níqueles… ¡oye!
Y al decir esto, quien así discurría, se golpeaba suavemente el bolsillo del pantalón, dejando oír el sonido argentino del dinero.
—Pero si el patrón me está aguardando y voy por el «Tordo».
—Ándale, entra; aquí está mi compadre Tiburcio. Anoche la corrimos juntos y ahoy venimos a rematarla.
—A curártela, manito; luego se te echa de ver que estás crudo.
—Anda, dijo el primero, empujando a su amigo, ¿de qué le la echas?
—Ya sabes… dulce; pero bien picadito…
Y lentamente, arrastrando los pies de un modo característico, y con ese bamboleo particular que tienen para caminar los jinetes consuetudinarios, semejante al que adquieren los marineros con el compasado movimiento del inestable bajel, nuestros interlocutores bajaron el quicio de una puerta y entraron en la tienda.
Esto pasaba en una de las más concurridas y de mejor parroquia, en la de «La Poblanita», calle de la Angostura, centro de reunión de artesanos que hacen san-lunes, de garroteros en descanso, de operarios cesantes y de corredores al por menor de mercancías y productos nacionales.
—Compadre, ¿de qué la toma?
—Yo, compadre, lo mesmo… «vaca».
—Ya lo oye, doña, dijo el que invitaba; mi compadre Tiburcio repite; para nosotros… ya sabe mi constelación: «beso»… bien picadito.
La expendedora se apresura a servirlos. Frente al compadre puso un gran vaso de fondo estrecho y ancha boca, lleno de plebeyo «tepache» mezclado con rompope, y ante los afectuosos amigos otro mediano, rebosando cierto líquido fragante y de color de topacio.
Dominio público
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Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.