Al incomparable novelista
Don José María de Pereda
I
Cerca de un cerrito boscoso, en lo alto de una loma
está el rancho. Del otro lado de la hondonada, a la derecha, una selva
impenetrable, secular, donde abundan faisanes, perdices y chachalacas. A
la izquierda, profundísimo barranco. Una sima de obscuro fondo, en
cuyos bordes despliegan sus penachos airosos los helechos arborescentes,
mecen las heliconias sus brillantes hojas, y abre sus abanicos el
rispido huarumbo; un desbordamiento magnífico de enredaderas y
trepadoras, una cascada de quiebra-platos, rojos, azules, blancos,
amarillos-copas de dorada seda que la aurora llena de diamantes. En el
punto más estrecho de la barranca, sobre el abismo, un grueso tronco
sirve de puente.
Allá muy lejos, muy lejos, cañales y plantíos, los últimos bastiones
de la Sierra, el cielo de la costa poblado de cúmulos, en el cual
dibujan los galambaos cintas movibles, deltas voladoras. Más acá
sombríos cafetales, platanares rumorosos, milpas susurrantes, grandes
bosques de cedros, ceibas y yoloxóchiles, sonoros al soplo de las auras
matutinas, musicales, armónicos. Allí zumban las chicharras ebrias de
luz, y deja oír el carpintero laborioso, los golpes repetidos de su pico
acerado.
Un manguero de esférica y gigantesca copa, toda reclamos y aleteos; a
su pie dos casas de carrizo con piramidales techos de zacate: una,
chica, que sirve de troje y de cocina; otra mayor, cómoda y amplia,
donde vive la honrada familia del tío Juan.
Afuera canta el gallo, un gallo giro, muy pagado de la hermosura de
sus cuarenta odaliscas; cloquean irascibles las cluecas aprisionadas;
cacarean con maternal regocijo las ponedoras y pían los chiquitines de
la última nidada veraniega. En el empedrado del portalón, Alí, el viejo y
cariñoso Alí, sueña con su difunto amo, gruñe, y, de tiempo en tiempo,
sacude la cola para espantarse las moscas.
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