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autor: Rafael Delgado etiqueta: Cuento


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¡Así!

Rafael Delgado


Cuento


A José Fernández Alonso

Y esto fué lo que me contestó.

……………

«Llegaba yo a esta casa (que es tuya también, ya lo sabes), cuando advertí que varias mujeres, unos cuantos hombres y algunos granujas, miraban hacia la puerta de Pedro, el muchachón aquel que estuvo a mi servicio dos o tres meses, y a quien tú conociste aquí; aquel mozo tan bueno, tan humilde y tan sencillo, cuya inteligencia te cautivó, y cuya “piedad filial” —dirélo a la manera clásica—, te dejó encantado:

»¿Qué había sucedido? ¿Qué pasaba? Algo muy grave, sin duda, pues en los ojos de las mujeres —lavanderas unas, y otras torcedoras de “pitillos”— como acostumbras decir—, se retrataban el espanto y el miedo, y en el rostro de los varones se leían el asombro y la sorpresa, una y otro causados por algún suceso singular y terrífico. Sí, ¡algo muy grave!

»A la sazón salía de la casa un gendarme, muy de prisa, como si fuera en pos de un fugitivo, o tratase de pedir auxilio a sus compañeros.

»Soy curioso también (que la curiosidad es ingente en la familia humana), e impulsado por vivo deseo de saber lo que pasaba, me entré en la casa.

»Encontréme allí con unas cuantas personas: el vecino inmediato, un barbero borrachín; su amigo el cerrajero, otro que bien baila, de la misma calaña y con las mismas aficiones alcohólicas; Guadalupe, la casera, muy conocida en estas calles por su voz de sargento, sus bigotes, y sus anchas caderas de isócronos movimientos; Luz, su hija, una doncella de buen porte, y Marcelino, el talabarterillo galante, gloria y prez del gremio, y tentación de todas las muchachas núbiles del barrio.


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Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Amparo

Rafael Delgado


Cuento


A Eliézer Espinosa

I

El padre, muy honrado y trabajador, antiguo empleado de un ferrocarril, pereció, como tantos otros, en un descarrilamiento. La infeliz viuda, abandonada en extraña tierra, dolorida y delicada, buscó y halló trabajo en una fábrica de cigarros; mas débil por naturaleza no soportó mucho aquella tarea superior a sus fuerzas y se enfermó. La tisis, esa enfermedad de los pobres y de los miserables, le echó la garra con tanta crueldad que pronto la infeliz viuda, antes tan activa y diligente, comenzó a languidecer de tal manera, que era cosa de milagro cómo se sostenía y atendía a todo.

Sin embargo, como podía iba a la fábrica.

Después de aquella horrible desgracia, después de aquella horrible noche en que le entregaron el cadáver de su marido destrozado por la locomotora y despedazado en el hospital por los médicos, la viuda se gastó cuanto tenía. Pasados tres meses, la miseria y el hambre entraron en aquella casa y tomaron posesión de ella.

El jornal era corto, hubiera sido fácil duplicarlo, pero la viuda se veía obligada a trabajar poco. Las fuerzas le faltaban. La calentura y los sudores eran continuos.

—¡Esto acabará en breve! —decía tristemente, cuando algunas compañeras le indicaban remedios—. No es la enfermedad lo que mata, es la tristeza. ¿Qué será de mi hija si yo me muero? Yo… pronto me he de morir.

Vino la primavera, la estación de la vida, y la pobre enferma mejoró de salud; alivio de algunos días que pasó como una nube desvanecida por el viento.

A las cinco ya estaba en pie, preparando el desayuno o vistiendo a la niña, porque al irse tenía que dejarla en casa de unas vecinas, las cuales cuidaban de la chiquitina y la mandaban a la escuela.


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Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Amor de Niño

Rafael Delgado


Cuento


A Cayetano Rodríguez Beltrán

¿Te ríes? Sí; un amor profundo, verdadero, que laceró cruelmente mi corazón de niño, y que ahora todavía, después de tantos años, si le evoco, hace palpitar mi corazón dolorido y humedece mis ojos. Oye: vida alegre la nuestra, vida regocijada y dichosa que tenía algo del vigor de la vegetación del trópico, que se desbordaba por todas partes como las trepadoras en las umbrías, ansiosas de aire y de luz.

De diario las tareas escolares, las rudas tareas del Colegio, encorvados sobre los clásicos, a vueltas con Horacio y Virgilio, rabiando con las dificultades de Terencio y maldiciendo de las pompas de Cicerón. Tarea ingrata, y a mi juicio estéril, y que ahora doy por bien cumplida porque me inició, sin que yo me diera cuenta de ello, en las mil bellezas de la gran literatura latina, sin lo cual no repitiera hoy, lamiéndome los labios, como si gustara de añejo vino, aquello del Mantuano:


Et jam summa procal villarum culmina fumant
Majoresque cadunt altis de montibus umbrae.
 

Mas para todo había tiempo: para salir a merodear por los solares baldíos ó deshabitados, a hurtar naranjas; para subir a lo más alto del cerro vecino; para tomar delicioso baño en las pozas más hondas y sombrías del turbio Albano, o ir a vocear en un llano desierto, a la sombra de un ceibo aparasolado y susurrante, la «Vida del campo» de Fray Luis de León, el «Israelita prisionero» de nuestro Pesado y la «Playera» de Justo Sierra.


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Amistad

Rafael Delgado


Cuento


A Pancho Ariza

Entramos. El salón estaba casi obscuro. Gentes y cosas le robaban la luz meridiana, y el humo de los cigarros lo velaba todo; todo aparecía como a través de una gasa, tenue aquí, espesa allá, que todo lo envolvía y que por doquiera extendía sus pliegues azulosos. Daba náuseas el aire viciado de la cantina, la fetidez que lastimaba los más fuertes estómagos y en la cual se mezclaban hedores de gástricos despojos, alientos de borracho, olor de tabaco malo, aromas de ajenjo, de cognac y de bitter, tufo de salazones, y agradable perfume de fresas recién cortadas y de naranjas tempraneras.

Casi todas las mesas estaban ocupadas; sólo una, allá en el fondo, limpia y escueta, parecía esperar a los parroquianos amigos suyos, o a pacíficos transeuntes que entraban en la cantina más por buscar asiento que por tomar una copa.

Adentro, ir y venir de criados; los cantineros que servían atareados a los marchantes, mientras en inquieto y rumoroso hormigueo, en parejas o en grupos, los corredores de minas —los «coyotes», como los ha llamado el pueblo— redondeaban y afirmaban una operación, ponderando las excelencias de tal o cual papel en alza, charlando del porvenir de ésta o de la otra mina, y tratando de engañarse mutuamente, aguzaban el ingenio y apuraban los recursos supremos del oficio para decidir a un tímido o atemorizar a un valiente.


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Adolfo

Rafael Delgado


Cuento


I

—Quiere usted saber esa historia?…

Era un guapo mozo. La última vez que vino a visitarme fué en Navidad, después del baile de la señora de P… aquel baile de fantasía, suntuoso y brillante como una fiesta de hadas, que tanto dió que hablar a los periódicos y tanto que disparatar en jerga hispano-gálica a los Langostinos de la prensa.

Estuvo sentado en ese sillón, cerca de esta mesa, triste, desalentado como un enfermo. Durante la conversación, si tal nombre merece hablar con monosílabos, jugaba con este lindo cuchillo de nácar, o se entretenía en hojear una colección de estampas de Goupil.

Era un guapo mozo: distinguido, elegante, un ser mimado de la Fortuna. Me parece que le veo… Gallardo cuerpo, frente despejada y hermosa, facciones delicadas, recta y fina nariz; pálido, con la palidez de Byron o de Werther; ojos negros, grandes, rasgados, vivos, llenos de pasión; barba cortada en punta, a la antigua usanza española; bigote retorcido y echado hacia adelante; en fin, algo de «la fatal belleza de un Valois». Además, talento, cultura, juventud y riqueza.

Amado de sus padres, como hijo único, heredero de cuantioso capital, admirado por sus trenes y sus caballos, rodeado siempre de amigos, le envidiaban todos los hombres e interesaba en su favor a todas las mujeres.

¡Qué distinguido cuando se vestía el frac! ¡Qué gentil a caballo, vestido con nuestro elegante traje nacional! ¡Qué regia majestad la suya en el baile de la señora P…! Calzas negras, de seda; jubón y ropilla de terciopelo negro, acuchillado de azul; birretina de luenga pluma, y al cinto una daga milanesa con el puño cuajado de brillantes.


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La Chachalaca

Rafael Delgado


Cuento


A Pancho González Mena

Allá por los últimos días de junio cumpliré cuarenta años, y lo que voy a referirte, amigo mío, acaeció cuando era yo un rapaz, un doctrino que no hubiera podido recitar de coro, sin tropiezo ni punto, los diez preceptos del Decálogo. Sin embargo, el recuerdo de la pobre avecilla no se aparta de mi memoria ni creo que se aparte de ella en los días de la vida…


… El pensamiento humano,
como el mar, sus cádáveres arroja.
 

Así dijo el poeta en admirable canto. Ciertamente, el cerebro es un océano siempre agitado, con frecuencia tempestuoso, cuyas olas arrojan implacables hacia las playas del olvido los despojos del pasado: esperanzas desvanecidas, ilusiones malogradas, sueños azules, ardorosos anhelos, vagas aspiraciones, nobles ideas, recuerdos regocijados, recuerdos tristes. Pero, ¡ah!, éste de la infeliz avecilla lleva años, seis lustros, de flotar en alta mar, juguete de las olas, sin que los turbiones de la adolescencia, ni las tormentas de la juventud, ni las terribles y sombrías tempestades de la edad madura hayan conseguido arrojarle a la costa.

Allí está, allí, siempre flotando sobre las crestas de las olas, lo mismo en las noches tenebrosas que en los días luminosos y serenos. Es como una gota de tinta en la página más blanca del libro de mi vida.


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Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

En Legítima Defensa

Rafael Delgado


Cuento


Al Sr. Lic. Don Silvestre Moreno

—¡Buenas tardes! —dije, y detuve mi alazán delante del portalón. Nadie contestó. Volví la vista por todos lados y descubrí a un chicuelo casi desnudo que corría asustado hacia el jacal vecino.

—¡Buenas tardes! —repetí.

—¡Téngalas usted, señor! —contestóme entonces el anciano desde el interior de la casa, una casa de madera, nueva, bien dispuesta y cómoda.

—¡Apéese del caballo! ¡Y vaya si está bonito el animal! —prosiguió examinando atentamente mi caballería.

Obedecí al buen campesino, y eché pie a tierra.

—¡Tomás! —gritó con acento imperioso, revelador de un carácter enérgico y de un hombre acostumbrado a mandar y a ser obedecido.

Acudió un mancebo.

—¡Toma ese caballo, y paséalo!

Y volviéndose a mí:

—¿Sigue usté el viaje o pasa usté la noche en esta pobre casa?

—Pernoctaré aquí.

—¡Ah! —me contestó—. Pues entonces que desensillen! ¡Pase usté!

Entré.

—¡Tome usté asiento! —díjome con rústica afabilidad—. Aquí, afuera, que hace mucho calor.

Estamos en mayo y no ha caído ni una gota de agua; los pastos están secos, el café no florea todavía, y por todas partes se está muriendo el ganado!

—¿Y a usted qué tal le ha ido?

—¿A mí? —repuso, arrimando un taburete de cedro, toscamente labrado—. ¡Gracias a Dios, bien! Tengo monte y agua por todas partes. ¿No oye usté el río? ¡Aquí no falta el agua!

Y sentándose a mi lado principió a tejer una conversación tan sencilla como interesante, acerca de sus faenas agrícolas, de sus ganados, de su trapiche, de lo que prometían sus cafetales, si Dios mandaba dos o tres aguaceritos sobre aquellos campos.


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Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Para Toros del Jaral

Rafael Delgado


Cuento


¡Guárdeme el cielo de pensar y decir que don Malaquías López, como le llamaban algunos, o «ñor» Malaquías, como le nombraban casi todos, era librepensador, espíritu fuerte, o algo así! ¡Nunca! ¡Hay tantos que lo parecen y que no lo son!

Además, ¡quién me ordena juzgar a las personas! Yo tengo mi propia particular psicología, la cual me sirve para explicarme muchas cosas, para darme cuenta de otras, y, por ende, para conceder a cada individuo justa y merecida estimación.

Don Malaquías era lo que Dios le había hecho, y si hablaba como hablaba de los párrocos de Villapaz, se debe a que es parlanchín y suelto de locuela; y que le placía lucirse delante del alcalde y le gustaba halagar el vibrante jacobinismo de Juanito Bolaños, el normalista director de la Escuela «Melchor Ocampo», y contentar al boticario, que era magnetizador y espiritista, y más dado a las cuarenta que a los capítulos y fórmulas de la farmacopea.

¡Qué había de hacer don Malaquías! El hombre tenía «fufú», y por ello le llamaba talentoso el desbravador de chicos; se carteaba con altos personajes, se leía de cabo a rabo los periódicos y tratábase, a las veces, con diputados arbitristas y con señorones metidos en el revuelto belén de la política. Item más: allá en sus floridas mocedades soltó el pelo de la dehesa y aprendió su cacho de latín en el Seminario Palafoxiano.

Más de un siglo —si las tradiciones no mienten— imperó en el pueblo la dinastía de los López, en cuyas manos habilísimas se mantuvieron siempre las navajas y el cetro, de todo poder de Villapaz. Con Malaquías iba a extinguirse tan ilustre familia; sí, pero se extinguiría gloriosamente, por manera digna de tan ilustre abolorio y de un pasado tan brillante.


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Para Testar

Rafael Delgado


Cuento


Al Sr. Lic. Don Joaquín Baranda

I

El Dr. Fernández, levantándose y componiéndose las gafas, dió a uno de los jóvenes la receta que acababa de firmar, y éste la puso en manos de un lacayo que esperaba en la puerta.

—Estas enfermedades cardíacas, tan obscuras y tan misteriosas, son de las más traidoras.

Los cuatro mozos palidecieron.

El médico prosiguió:

—Paréceme que hemos llegado al principio… ¡del fin!… Debo ser franco: haría muy mal en no decir la verdad, y en fomentar en ustedes ilusiones y esperanzas que no deben abrigar. Mi pobre amigo no vivirá mucho… Vamos muy de prisa…

—Pero, Doctor… —repuso el más joven— con eso ¿quiere usted decirnos que ha llegado el momento de que papá haga testamento y de que dicte sus últimas disposiciones, y, en pocas palabras, de que se prepare para morir?

—¡Sí! —contestó tristemente el facultativo.

—Por mi parte… —exclamó el mayor—… no pienso ni en bienes ni en intereses. ¡Si no hace testamento, que no le haga! ¡No es necesario! Y así, como yo, piensan todos mis hermanos. ¿No es cierto?

—¡Sin duda! —dijo Luis.

—Pero un hombre de negocios, como el padre de ustedes, por bien arreglados que tenga los suyos, necesita dar instrucciones y debe dejar todo aclarado, a fin de que sus herederos no tropiecen mañana con dificultad alguna. Además: las creencias religiosas de don Ramón exigen que…

—¡Eso sí! —interrumpió Jorge—. En ellas hemos sido criados y educados. Los intereses terrenos poco importan; pero hay otros de tejas arriba…

—Está bien, Doctor no hablemos más; —dijo Alejandro—, pero ¿quién de los cuatro tendrá valor para decir a papá que debe arreglar sus asuntos, testar y prepararse para morir?

Los cuatro se miraron atónitos, llenos de lágrimas los ojos.


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Pancho el Tuerto

Rafael Delgado


Cuento


Después de aquel discurso tan erudito, repleto de citas de filósofos y de sociólogos, desde Aristóteles hasta lo más fresquito de los tomistas al uso, el Deán sorbió un polvo de lo más rico, se limpió las narices con el rico pañuelo de seda, doblóle poco a poco, arrellanóse en el comodísimo sillón y se preparó a escuchar atentamente, seguro de no ser vencido por su antagonista, y dispuesto a replicarle si era necesario.

El vejete, famoso gregoriano, discípulo de Rodríguez Puebla y compañero del «Nigromante», hizo una mueca, un gesto de mico, se colocó sobre las rodillas, asiéndole por los extremos, el bastoncillo de áureo puño y pulida contera, y, vivísimos y chispeantes los azules ojos, las cejas móviles, tremulillo el mentón, fluctuante de la sonrisa, se expresó en estos términos:

—¡Norabuena, señor y amigo mío! ¡Allá va un sucedido! Érase que se era, hace muchos años… en aquellos felices tiempos de Su Alteza Serenísima, cuando la ciencia y los saberes de todos residían en clérigos de campanillas, frailes graves, «doctores de la ley» y licenciados «in utroque», y ante todo y sobre todo, en mi grande y respetado amigo don Lucas Alamán, un cierto individuo, Francisco de nombre, a quien todos llamaban Pancho. Decidor y agudo cuando estaba en su juicio, subía y bajaba en pos de sus amigos (que los tenía por docenas y muy generosos), a quienes entretenía gratamente con dichos, coplas y cuentos, sazonados a veces con uno que otro remoque.

Pancho estaba en todas partes: en los corredores de Palacio y en el torno de las Capuchinas; en el pórtico del Gran Teatro Santa-Anna y en la portería de Santo Domingo: en los bancos de las cadenas, en conversación con pensionistas famélicos y estudiantes de tuna, o en la celebre alacena de don Antonio de la Torre, de charla con literatos y gaceteros.


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