Después de aquel discurso tan erudito,
repleto de citas de filósofos y de sociólogos, desde Aristóteles hasta
lo más fresquito de los tomistas al uso, el Deán sorbió un polvo de lo
más rico, se limpió las narices con el rico pañuelo de seda, doblóle
poco a poco, arrellanóse en el comodísimo sillón y se preparó a escuchar
atentamente, seguro de no ser vencido por su antagonista, y dispuesto a
replicarle si era necesario.
El vejete, famoso gregoriano, discípulo de Rodríguez Puebla y
compañero del «Nigromante», hizo una mueca, un gesto de mico, se colocó
sobre las rodillas, asiéndole por los extremos, el bastoncillo de áureo
puño y pulida contera, y, vivísimos y chispeantes los azules ojos, las
cejas móviles, tremulillo el mentón, fluctuante de la sonrisa, se
expresó en estos términos:
—¡Norabuena, señor y amigo mío! ¡Allá va un sucedido! Érase que se
era, hace muchos años… en aquellos felices tiempos de Su Alteza
Serenísima, cuando la ciencia y los saberes de todos residían en
clérigos de campanillas, frailes graves, «doctores de la ley» y
licenciados «in utroque», y ante todo y sobre todo, en mi grande y
respetado amigo don Lucas Alamán, un cierto individuo, Francisco de
nombre, a quien todos llamaban Pancho. Decidor y agudo cuando estaba en
su juicio, subía y bajaba en pos de sus amigos (que los tenía por
docenas y muy generosos), a quienes entretenía gratamente con dichos,
coplas y cuentos, sazonados a veces con uno que otro remoque.
Pancho estaba en todas partes: en los corredores de Palacio y en el
torno de las Capuchinas; en el pórtico del Gran Teatro Santa-Anna y en
la portería de Santo Domingo: en los bancos de las cadenas, en
conversación con pensionistas famélicos y estudiantes de tuna, o en la
celebre alacena de don Antonio de la Torre, de charla con literatos y
gaceteros.
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