Micaela la Galana
contaba muchas historias de Juan Quinto, aquel bigardo que, cuando ella
era moza, tenía estremecida toda la Tierra de Saines. Contaba cómo una
noche, a favor del oscuro, entró a robar en la Rectoral de Santa Baya de
Cristamilde. La Rectoral de Santa Baya está vecina de la iglesia, en el
fondo verde de un atrio cubierto de sepulturas y sombreado de olivos.
En este tiempo de que hablaba Micaela, el rector era un viejo
exclaustrado, buen latino y buen teólogo. Tenía fama de ser muy
adinerado, y se le veía por las ferias chalaneando caballero en una
yegua tordilla, siempre con las alforjas llenas de quesos. Juan Quinto,
para robarle, había escalado la ventana, que en tiempo de calores solía
dejar abierta el exclaustrado. Trepó el bigardo gateando por el muro, y
cuando se encaramaba sobre el alféizar con un cuchillo sujeto entre los
dientes, vio al abad incorporado en la cama y bostezando. Juan Quinto
saltó dentro de la sala con un grito fiero, ya el cuchillo empuñado.
Crujieron las tablas de la tarima con ese pavoroso prestigio que
comunica la noche a todos los ruidos. Juan Quinto se acercó a la cama, y
halló los ojos del viejo frailuco abiertos y sosegados que le estaban
mirando:
—¿Qué mala idea traes, rapaz?
El bigardo levantó el cuchillo:
—La idea que traigo es que me entregue el dinero que tiene escondido, señor abad.
El frailuco rió jocundamente:
—¡Tú eres Juan Quinto!
—Pronto me ha reconocido.
Juan Quinto era alto, fuerte, airoso, cenceño. Tenía la barba de
cobre, y las pupilas verdes como dos esmeraldas, audaces y exaltadas.
Por los caminos, entre chalanes y feriantes, prosperaba la voz de que
era muy valeroso, y el exclaustrado conocía todas las hazañas de aquel
bigardo que ahora le miraba fijamente, con el cuchillo levantado para
aterrorizarle:
—Traigo priesa, señor abad. ¡La bolsa o la vida!
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