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autor: Ramón María del Valle-Inclán editor: Edu Robsy textos disponibles


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Un Bastardo de Narizotas

Ramón María del Valle-Inclán


Novela corta


I

La primavera, en la campaña romana, es siempre friolenta, con extremadas lluvias ventosas, y no fue excepción aquella de 1868. Una diligencia con largo tiro de jamelgos bamboleaba por el camino de Viterbo a Roma. Tres viajeros ocupaban la berlina. Dos señoras de estrafalario tocado, católicas irlandesas, y un buen mozo que dormita envuelto en amplio jaique de zuavo. El cochero fustigaba el tiro, jurando por el Olimpo y el Cielo Cristiano. A lo lejos, entre los pliegues del aguacero, en la tarde agonizante, insinuaba su curva mole la cúpula del Vaticano.

PORTA DEL POPOLO

II

Cruzó la diligencia dando tumbos bajo el gran arco dórico que trazó Miguel Ángel. Mendigos y perros sarnosos la saludaron con rezos y alharaca. Desde lejos, desplegada en guerrilla, una turba de chicuelos la tiroteaba con pellas de barro, sin respeto para la guardia de zuavos franceses que jugaba a la malilla sobre una manta. Al otro lado del arco, era la masa sombría de dos iglesias con altas cúpulas. Monaguillos vestidos de rojo soplaban los incensarios en la puerta de Santa María di Monte. Un obelisco cubierto de jeroglíficos faraónicos daba turbadora y resonante expresión a la gran plaza desierta. El cochero detuvo el tiro y saltó del pescante a la intimación de un aduanero barbudo, con capa y sombrerote tirolés de brigante de ópera. El zagal de la diligencia, abriendo la portezuela, advirtió a los viajeros que iban a ser revisados equipajes y pasaportes.


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Dominio público
17 págs. / 30 minutos / 281 visitas.

Publicado el 9 de enero de 2020 por Edu Robsy.

Una Desconocida

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Hace algunos años viajaba yo en el ferrocarril Interoceánico de Jalapa a Méjico. El tiempo era delicioso y encantábase la vista con el riquísimo verdor de la campiña, que parecía palpitar ebria de vida bajo aquel sol tropical que la hacía eternamente fecunda.

A veces venía a distraerme de la contemplación del paisaje la charla, un poco babosa, de cierta pareja que ocupaba asiento frontero al mío. Ella bien podría frisar en los treinta años; era blanca y rubia, muy gentil de talle y de ademán brioso y desenvuelto. El parecía un niño; estaba enfermo sin duda, porque, a pesar del calor del día, iba muy abrigado, con los pies envueltos en una manta listada, y cubierta con un fez encarnado la rala cabeza, de la cual se despegaban las orejas, que transparentaban la luz.

Presté atención a lo que hablaban. Se decían ternezas en italiano. Ella quería ir a los Estados Unidos y consultar allí a los médicos de más fama; él se oponía, llamándola “cara” y “buona amica"; sostenía que no estaba enfermo para tanto extremo, y que era preciso trabajar y tener juicio. Si hallaban contrata en Méjico, no debían perderla.

A lo que pude comprender, eran dos cantantes. Cerré los ojos y escuché, procurando aparecer dormido.

No estaban casados. Ella tenía marido; pero el tal marido debía ser peor que Nerón, a juzgar por las cosas que contaba de él.

Por un periódico tuvo noticia de que se hallaba cantando en Méjico, y la dama, que parecía muy de armas tomar, hablaba de ir a verle, para que le devolviese las joyas con que se le había quedado el “berganto".

—“Io no ho paura"—decía con una sonrisa extraña, que dejaba al descubierto la doble hilera de sus dientes, donde brillaban algunos puntos de oro.

Hundió en el bolsillo la mano, cubierta de sortijas, y la sacó armada de un revólver diminuto, un verdadero juguete, muy artístico y muy mono.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 72 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2021 por Edu Robsy.

Epitalamio

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


PARA mi maestro y amigo Jesús Muruais

I

—¡Oh, siempre aparece en ti el poeta, gran señor!

Y Augusta, verdaderamente encantada, volvió a leer la dedicatoria, un tanto dorevillesca, que el príncipe Attilio Bonaparte acababa de escribir para ella en la última página de los Salmos Paganos —¡aquellos versos de amor y voluptuosidad que primero habían sido salmos de besos en los labios de la gentil amiga!

—¡Eres encantador!… ¡Eres el único!… ¡Nadie como tú sabe decir las cosas! ¿De veras son éstos tus versos? ¡Yo quiero que seas el primer poeta del mundo! ¡Tómalos! ¡Tómalos! ¡Tómalos!…

Y Augusta le besaba con gracioso aturdimiento, entre frescas y cristalinas risas. Era su amor alegría erótica y victoriosa, sin caricias lánguidas, sin decadentismos anémicos, pálidas flores del bulevard. Ella sentía por el poeta esa pasión que aroma la segunda juventud, con fragancias de generosa y turgente madurez. Como el calor de un vino añejo, así corría por su sangre aquel amor de matrona lozana y ardiente, amor voluptuoso y robusto como los flancos de una Venus, amor pagano, limpio de rebeldías castas, impoluto de los escrúpulos que entristecen la sensualidad sin domeñarla. Amaba con el culto olímpico y potente de las diosas desnudas, sin que el cilicio de la moral atenazase su carne blanca, de blanca realeza, que cumplía la divina ley del sexo, soberana y triunfante, como los leones y las panteras en los bosques de Tierra Caliente.

Augusta susurró al oído del poeta:

—Mañana llega mi marido, y tendremos que vernos de otra manera, Attilio.

Una sonrisa desdeñosa tembló bajo el enhiesto mostacho del galán.

—Dejémosle llegar, madona.


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Dominio público
18 págs. / 32 minutos / 251 visitas.

Publicado el 1 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

El Trueno Dorado

Ramón María del Valle-Inclán


Novela corta


I

La Taurina, de Pepe Garabato, fue famosa en los tiempos isabelinos. Era un colmado de estilo andaluz, donde nunca faltaban niñas, guitarra y cante. Aquella noche reunía a lo más florido del trueno madrileño. El Barón de Bonifaz, Gonzalón Torre-Mellada, Perico el Maño y otros perdis llegaban en tropel, después de un escándalo en Los Bufos. Venían huyendo de los guardias, y con alborozada rechifla, estrujándose por la escalera, se acogieron a un reservado de cortinillas verdes. Batiendo palmas pidieron manzanilla a un chaval con jubón y mandil. Entraron dos niñas ceceosas, y a la cola, con la guitarra al brazo, Paco el Feo.

II

Comenzó la juerga. Las niñas batían palmas con estruendo, y el chaval entraba y salía toreando los repelones de Luisa la Malagueña. La daifa, harta de aquel juego saltó sobre la mesa y, haciendo cachizas, comenzó a cimbrearse con un taconeo:

—¡Olé!

Se recogía la falda, enseñando el lazo de las ligas. Era menuda y morocha, el pelo endrino, la lengua de tarabilla y una falsa truculencia, un arrebato sin objeto, en palabras y acciones. Se hacía la loca con una absurda obstinación completamente inconsciente. En aquel alarde de risas, timos manolos y frases toreras advertíase la amanerada repetición de un tema. La otra daifa, fea y fondona, con chuscadas de ley y mirar de fuego, había bailado en tablados andaluces, antes de venir a Madrid, con Frasquito el Ceña, puntillero en la cuadrilla de Cayetano. Asomó cauteloso el Pollo de los Brillantes. Esparcía una ráfaga de cosmético que a las daifas del trato seducía casi al igual que las luces de anillos, cadenas y mancuernas. Susurró en la oreja de Adolfito:

—¡Estate alerta! A Paquiro le han echado el guante los guindas y vendrán a buscaros. Ahora quedan en el Suizo.

Interrogó Bonifaz en el mismo tono:

—Paquiro ¿se ha berreado?


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45 págs. / 1 hora, 20 minutos / 237 visitas.

Publicado el 9 de enero de 2020 por Edu Robsy.

Augusta

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

—¡Eres encantador!… ¡Eres el único!… Nadie como tú sabe decir las cosas. ¿De veras mis labios son estos tus versos?… Yo quiero que seas el primer poeta del mundo… ¡Tómalos!… ¡Tómalos!… ¡Tómalos!…

Y la gentil Augusta del Fede besaba al príncipe Attilio Bonaparte, con gracioso aturdimiento, entre frescas risas de cristal. Después, rendida y feliz, volvía a leer la dedicatoria un tanto dorevillesca, con que el Príncipe le ofrecía los «Salmos Paganos». Aquellos versos de amor y voluptuosidad, que primero habían sido salmos de besos en los labios de la gentil amiga.

Era el amor de Augusta alegría erótica y victoriosa, sin caricias lánguidas, sin decadentismos anémicos, pálidas flores del bulevar. Ella sentía por aquel poeta galante y gran señor esa pasión que aroma la segunda juventud con fragancias de generosa y turgente madurez. Como el calor de un vino añejo, así corría por su sangre aquel amor de matrona lozana y ardiente, amor voluptuoso y robusto como los flancos de una Venus, amor pagano, limpio de rebeldías castas, impoluto de los escrúpulos cristianos que entristecen la sensualidad sin domeñarla. Amaba con la pasión olímpica y potente de las diosas desnudas, sin que el cilicio de la moral atenazase su carne blanca, de blanca realeza, que cumplía la divina ley del sexo, soberana y triunfante, como los leones y las panteras en los bosques de Tierra Caliente.


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14 págs. / 25 minutos / 82 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Rey de la Máscara

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


El cura de San Rosendo de Gondar, un viejo magro y astuto, de perfil monástico y ojos enfoscados y parduscos como de alimaña montés, regresaba a su rectoral a la caída de la tarde, después del rosario. Apenas interrumpían la soledad del campo, aterido por la invernada, algunos álamos desnudos. El camino, cubierto de hojas secas, flotaba en el rosado vapor de la puerta solar. Allá, en la revuelta, alzábase un retablo de ánimas, y la alcancía destinada a la limosna mostraba, descerrajada y rota, el vacío fondo. Estaba la rectoral aislada en medio del campo, no muy distante de unos molinos. Era negra, decrépita y arrugada, como esas viejas mendigas que piden limosna, arrostrando soles y lluvias, apostadas a la vera de los caminos reales. Como la noche se venía encima, con negros barruntos de ventisca y agua, el cura caminaba de prisa, mostrando su condición de cazador. Era uno de aquellos cabecillas tonsurados que, después de machacar la plata de sus iglesias y santuarios para acudir en socorro de la facción, dijeron misas gratuitas por el alma de Zumalacárregui. A pesar de sus años conservábase erguido. Halagando el cuello de un desdentado perdiguero, que hacía centinela en la solana, entró el párroco en la cocina a tiempo que una moza aldeana, de ademán brioso y rozagante, ponía la mesa para la cena:

—¿Qué se trajina, Sabel?

—Vea, señor tío…


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5 págs. / 8 minutos / 75 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Mi Bisabuelo

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Don Manuel Bermúdez y Bolaño, mi bisabuelo, fue un caballero alto, seco, con los ojos verdes y el perfil purísimo. Hablaba poco, paseaba solo, era orgulloso, violento y muy justiciero. Recuerdo que algunos días en la mejilla derecha tenía una roseola, casi una llaga. De aquella roseola la gente del pueblo murmuraba que era un beso de las brujas, y a medias palabras venían a decir lo mismo mis tías las Pedrayes. La imagen que conservo de mi bisabuelo es la de un viejo caduco y temblón, que paseaba al abrigo de la iglesia en las tardes largas y doradas. ¡Qué amorosa evocación tiene para mí aquel tiempo! ¡Dorado es tu nombre, Santa María de Louro! ¡Dorada tu iglesia con nidos de golondrinas! ¡Doradas tus piedras! ¡Toda tú dorada, villa de Señorío!

De la casa que tuvo allí mi bisabuelo sólo queda una parra vieja que no da uvas, y de aquella familia tan antigua un eco en los libros parroquiales; pero en torno de la sombra de mi bisabuelo flota todavía una leyenda. Recuerdo que toda la parentela le tenía por un loco atrabiliario. Yo era un niño y se recataban de hablar en mi presencia; sin embargo, por palabras vagas llegué a descubrir que mi bisabuelo había estado preso en la cárcel de Santiago. En medio de una gran angustia presentía que era culpado de algún crimen lejano, y que había salido libre por dinero. Muchas noches no podía dormir, cavilando en aquel misterio, y se me oprimía el corazón si en las altas horas oía la voz embarullada del viejo caballero que soñaba a gritos. Dormía mi bisabuelo en una gran sala de la torre, con un criado a la puerta, y yo le suponía lleno de remordimientos, turbado su sueño por fantasmas y aparecidos. Aquel viejo tan adusto me quería mucho, y correspondíale mi candor de niño rezando para que le fuese perdonado su crimen. Ya estaban frías las manos de mi bisabuelo cuando supe cómo se habían cubierto de sangre.


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5 págs. / 9 minutos / 107 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Égloga

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Por un viejo camino de sementeras y de vendimias conducen un rebaño dos mujerucas de la aldea. La una, vieja y engalanada, es la ventera de la Venta del Frade, y la otra descalza y humilde la zagala que sirve allí por el yantar y el vestido.

En la paz de una hondonada umbría, dos zagales andan encorvados segando el trébol oloroso y húmedo, y entre el verde de la hierba, las hoces brillan con extraña ferocidad. Un asno viejo, de rucio pelo y luengas orejas, pace gravemente arrastrando el ronzal, y otro asno infantil, con la frente aborregada y lanosa y las orejas inquietas y burlonas, mira hacia la vereda erguido, alegre, picaresco, moviendo la cabeza como el bufón de un buen rey. Al pasar las dos mujeres, uno de los zagales grita hacia el camino:

—¿Van para la feria de Brandeso?

—Vamos más cerca.

—¡Un ganado lucido!

—¡Lucido estaba!... ¡Agora le han echado una plaga, y vamos al molino de Cela!...

—¿Van á dónde el saludador?... ¡A mi amo le sanó una vaca! Sabe palabras para deshacer toda clase de brujerías!

—¡San Berísimo te oiga!

—¡Vayan muy dichosas!


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3 págs. / 6 minutos / 71 visitas.

Publicado el 1 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Octavia Santino

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


El pobre mozo permanecía en la actitud de un hombre sin consuelo, sentado delante de la mesa donde había escrito las Cartas a una querida, aquellos versos eróticos, inspirados en la historia de sus amores con Octavia Santino. Conservaba la abatida cabeza entre las manos, y sus dedos flacos y descoloridos, desaparecían bajo la alborotada y oscura cabellera, a la cual se asían, de tiempo en tiempo, coléricos y nerviosos. Cuando se levantó para entrar en la alcoba, donde la enferma se quejaba débilmente, pudo verse que tenía los ojos escaldados por las lágrimas. Hacía un año que vivía con aquella mujer. No era ella una niña, pero sí todavía hermosa; de regular estatura y formas esbeltas; con esa morbidez fresca y sana que comunica a la carne femenina el aterciopelado del albérchigo, y le da grato sabor de madurez. Supiera hacerse amar, con ese talento de la querida que se siente envejecer, y conserva el corazón joven como a los veinte años; ponía ella algo de maternal en aquel amor de su decadencia; era el último, se lo decían bien claro los hilillos de plata que asomaban entre sus cabellos castaños, los cuales aún conservaban la gracia juvenil.

Un momento se detuvo Perico Pondal en la puerta de la alcoba. Era triste de veras aquella habitación silenciosa, solemne, medio a oscuras; envuelta en un vaho tibio, con olor de medicinas y de fiebre.


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10 págs. / 17 minutos / 69 visitas.

Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Tragedia de Ensueño

Ramón María del Valle-Inclán


Teatro, Diálogo


Han dejado abierta la casa y parece abandonada… El niño duerme fuera, en la paz de la tarde que agoniza, bajo el emparrado de la vid. Sentada en el umbral, una vieja mueve la cuna con el pie, mientras sus dedos arrugados hacen girar el huso de la rueca. Hila la vieja, copo tras copo, el lino moreno de su campo. Tiene cien años, el cabello plateado, los ojos faltos de vista, la barbeta temblorosa.

LA ABUELA.—¡Cuantos trabajos nos aguardan en este mundo! Siete hijos tuve, y mis manos tuvieron que coser siete mortajas… Los hijos me fueron dados para que conociese las penas de criarlos, y luego, uno a uno, me los quitó la muerte cuando podían ser ayuda de mis años. Estos tristes ojos aún no se cansan de llorarlos. ¡Eran siete reyes, mozos y gentiles!… Sus viudas volvieron a casarse, y por delante de mi puerta vi pasar el cortejo de sus segundas bodas, y por delante de mi puerta vi pasar después los alegres bautizos… ¡Ah! Solamente el corro de mis nietos se deshojó como una rosa de Mayo… ¡Y eran tantos, que mis dedos se cansaban hilando día y noche sus pañales!… A todos los llevaron por ese camino donde cantan los sapos y el ruiseñor. ¡Cuánto han llorado mis ojos! Quedé ciega viendo pasar sus blancas cajas de ángeles. ¡Cuánto han llorado mis ojos y cuánto tienen todavía que llorar! Hace tres noches que aúllan los perros a mi puerta. Yo esperaba que la muerte me dejase este nieto pequeño, y también llega por él… ¡Era, entre todos, el que más quería!… Cuando enterraron a su padre aún no era nacido. Cuando enterraron a su madre aún no era bautizado… ¡Por eso era, entre todos, el que más quería!… íbale criando con cientos de trabajos. Tuve una oveja blanca que le servía de nodriza, pero la comieron los lobos en el monte… ¡Y el nieto mío se marchita como una flor! ¡Y el nieto mío se muere lenta, lentamente, como las pobres estrellas, que no pueden contemplar el amanecer!


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5 págs. / 9 minutos / 122 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

45678