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autor: Ramón María del Valle-Inclán editor: Edu Robsy etiqueta: Cuento


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A Medianoche

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Corren jinete y espolique entre una nube de polvo. En la lejanía son apenas dos bultos que se destacan por oscuro sobre el fondo sangriento del ocaso. La hora, el sitio y lo solitario del camino, ayudan al misterio de aquellas sombras fugitivas. En una encrucijada el jinete tiró de las riendas al caballo y lo paró, dudando entre tomar el camino de ruedas o el de herradura. El espolique, que corría delante, parándose a su vez y mirando alternativamente a una y otra senda, interrogó:

—¿Por dónde echamos, mi amo?

El jinete dudó un instante antes de decidirse, y después contestó:

—Por donde sea más corto.

—Como más corto es por el monte. Pero por el camino real se evita pasar de noche la robleda del molino… ¡Tiene una fama!…

Volvió a sus dudas el de a caballo, y tras un momento de silencio a preguntar:

—¿Qué distancia hay por el monte?

—Habrá como cosa de unas tres leguas.

—¿Y por el camino real?

—Pues habrá como cosa de cinco.

El jinete dejó de refrenar el caballo:

—¡Por el monte!

Y sin detenerse echó por el viejo camino que serpentea a través del descampado donde apenas crece una yerba desmedrada y amarillenta. A lo lejos, confusas bandadas de vencejos revoloteaban sobre la laguna pantanosa. El mozo, que se había quedado un tanto atrás observando el aspecto del cielo y el dilatado horizonte donde aparecían ya muy desvaídos los arreboles del ocaso, corrió a emparejarse con el jinete:

—¡Pique bien, mi amo! Si pica puede ser que aún tengamos luna para pasar la robleda.


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3 págs. / 6 minutos / 445 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Babel

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Quien haga aplicaciones,
con su pan se las coma.


Yo le conozco; ustedes á buen seguro que no, es demasiado insignificante para ello; pero por si acaso alguno ha oído nombrarle, diré su nombre, se llama, ó mejor dicho le llaman sus amigos, Babel; el mote, aun cuando muy histórico y muy bíblico, no deja de parecer algo perruno, pero le cuadra á maravilla.

Y ahora —siquiera no sea más que de pasada— voy á enterar á ustedes del porqué así le designan.

Babel es el hombre de los fenómenos atávicos y de las trasmigraciones; dos señoras que le vieron nacer aseguran que en sus años tiernos parecía pertenecer al sexo fuerte —porque al feo pertenece todavía— pero por lo de hoy, no falta quien sostenga, con referencia á cartas, que ya no hay tal, sin que por otro lado sea esto afirmar, que se haya mudado en mujer. ¡¡Oh!!... ¡santo Marco santo benedetto!!! sería la deshonra de la especie, con sus barbujas incipentes y su figurilla amaricada; mi opinión y la de cuantos le conocen es que Babel


No es na
ni chicha ni limoná.


Pero á todo esto, no he dicho aun la razón de su honroso sobrenombre —super nomine que el diría— el cual lleva con más dignidad, á ser posible, que un zapatero de viejo el de remendon y

que el de villeu un sereno.

No cabe duda ó al menos no lo duda nadie, que Babel por un misterioso fenómeno de atavismo asistió á la dispersión de su nombre, ocasionada por la diversidad de lenguas, y que más tarde estuvo encarnado, en uno de aquellos relamidos loritos de la fábula, que al decir de Iriarte


Del francés y el castellano,
hicieron tal pepitoria,
que al cabo ya no sabían
hablar ni una lengua ni otra.


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2 págs. / 4 minutos / 147 visitas.

Publicado el 3 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Cuento de Abril

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Queremos, lector, que sepas, que nos tienen hartos y aburridos los rígidos moralistas que pululan ahora por donde quiera.

Aunque no nos jactamos de virtuosos, respetamos la virtud; pero no la creemos tan vocinglera y tan espantadiza como la de estos censores de la India. Si hubiéramos de escribir a gusto de algunos; si hubiéramos de tomar su rigidez por valedera y no fingida, y si hubiéramos de ajustar a ella nuestros escritos, tal vez ni las Agonías del tránsito de la muerte de Venegas, ni Los gritos del infierno, del padre Boneta, serían edificantes modelos que imitar.

Por desgracia, esa rigidez es sólo aparente. Esa rigidez no tiene otro resultado que la de exaltar los ánimos, haciéndoles dudar y burlarse, aunque sólo sea en sueños, de la hipocresía farisaica que ahora se usa.

Véase, si no, el sueño que ha tenido un amigo nuestro, y que trasladamos aquí íntegro, cuando no para recreo, para instrucción de los lectores.

Nuestro amigo soñó lo que sigue:


«Más de 2600 años ha que era yo en Susa un sátrapa muy querido del gran rey Arteo, y el más rígido, grave y moral de todos los sátrapas. El santo varón Parsondes había sido mi maestro, y me había comunicado todo lo comunicable de la ciencia y de la virtud del primer Zoroastro.


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6 págs. / 11 minutos / 119 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Santa Baya de Cristamilde

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

Doña Micaela de Ponte y Andrade, hermana de mi abuelo, tenía los demonios en el cuerpo, y como los exorcismos no bastaban a curarla, decidiose en consejo de familia, que presidió el abad de Brandeso, llevarla a la romería de Santa Baya de Cristamilde. Fuimos dándole escolta yo y un criado viejo. Salimos a la media tarde para llegar a la media noche, que es cuando se celebra la misa de las endemoniadas.

II

Santa Baya de Cristamilde está al otro lado del monte, allá en los arenales donde el mar brama. Todos los años acuden a su fiesta muchos devotos. Por veces a lo largo de la vereda, hállase un mendigo que camina arrastrándose, con las canillas echadas a la espalda. Se ha puesto el sol, y dos bueyes cobrizos beben al borde de una charca. En la lejanía se levanta el ladrido de los perros vigilantes en los pajares. Sale la luna y el mochuelo canta escondido en un castañar. Cuando comenzamos a subir el monte es noche cerrada, y el criado, para arredrar a los lobos, enciende un farol. Delante va una caravana de mendigos: se oyen sus voces burlonas y descreídas: como cordón de orugas se arrastran a lo largo del camino. Unos son ciegos, otros tullidos, otros lazarados. Todos ellos comen del pan ajeno. Van por el mundo sacudiendo vengativos su miseria y rascando su podre a la puerta del rico avariento: una mujer da el pecho a su niño, cubierto de lepra, otra empuja el carro de un paralítico: en las alforjas de un asno viejo y lleno de mataduras van dos monstruos: las cabezas son deformes, las manos palmípedas.


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2 págs. / 4 minutos / 277 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Beatriz

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

Cercaba el palacio un jardín señorial, lleno de noble recogimiento. Entre mirtos seculares blanqueaban estatuas de dioses. ¡Pobres estatuas mutiladas! Los cedros y los laureles cimbreaban con augusta melancolía sobre las fuentes abandonadas. Algún tritón, cubierto de hojas, borboteaba a intervalos su risa quimérica, y el agua temblaba en la sombra, con latido de vida misteriosa y encantada.

La Condesa casi nunca salía del palacio. Contemplaba el jardín desde el balcón plateresco de su alcoba, y con la sonrisa amable de las devotas linajudas, le pedía a Fray Ángel, su capellán, que cortase las rosas para el altar de la capilla. Era muy piadosa la Condesa. Vivía como una priora noble retirada en las estancias tristes y silenciosas de su palacio, con los ojos vueltos hacia el pasado. ¡Ese pasado que los reyes de armas poblaron de leyendas heráldicas! Carlota Elena Aguiar y Bolaño, Condesa de Porta-Dei, las aprendiera cuando niña deletreando los rancios nobiliarios. Descendía de la casa de Barbanzón, una de las más antiguas y esclarecidas, según afirman ejecutorias de nobleza y cartas de hidalguía signadas por el Señor Rey Don Carlos I. La Condesa guardaba como reliquias aquellas páginas infanzonas aforradas en velludo carmesí, que de los siglos pasados hacían gallarda remembranza con sus grandes letras floridas, sus orlas historiadas, sus grifos heráldicos, sus emblemas caballerescos, sus cimeras empenachadas y sus escudos de diez y seis cuarteles, miniados con paciencia monástica, de gules y de azur, de oro y de plata, de sable y de sinople.


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12 págs. / 22 minutos / 255 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Jardín Umbrío

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Historias de Santos, de Almas en Pena, de Duendes y de Ladrones

Tenía mi abuela una doncella muy vieja que se llamaba Micaela la Galana. Murió siendo yo todavía niño. Recuerdo que pasaba las horas hilando en el hueco de una ventana, y que sabía muchas historias de santos, de almas en pena, de duendes y de ladrones. Ahora yo cuento las que ella me contaba, mientras sus dedos arrugados daban vueltas al huso. Aquellas historias de un misterio candoroso y trágico, me asustaron de noche durante los años de mi infancia y por eso no las he olvidado. De tiempo en tiempo todavía se levantan en mi memoria, y como si un viento silencioso y frío pasase sobre ellas, tienen el largo murmullo de las hojas secas. ¡El murmullo de un viejo jardín abandonado! Jardín Umbrío.


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103 págs. / 3 horas, 1 minuto / 875 visitas.

Publicado el 1 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

El Miedo

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Ese largo y angustioso escalofrío que parece mensajero de la muerte, el verdadero escalofrío del miedo, sólo lo he sentido una vez. Fue hace muchos años, en aquel hermoso tiempo de los mayorazgos, cuando se hacía información de nobleza para ser militar. Yo acababa de obtener los cordones de Caballero Cadete. Hubiera preferido entrar en la Guardia de la Real Persona; pero mi madre se oponía, y siguiendo la tradición familiar, fui granadero en el Regimiento del Rey. No recuerdo con certeza los años que hace, pero entonces apenas me apuntaba el bozo y hoy ando cerca de ser un viejo caduco. Antes de entrar en el Regimiento mi madre quiso echarme su bendición. La pobre señora vivía retirada en el fondo de una aldea, donde estaba nuestro pazo solariego, y allá fui sumiso y obediente. La misma tarde que llegué mandó en busca del Prior de Brandeso para que viniese a confesarme en la capilla del Pazo. Mis hermanas María Isabel y María Fernanda, que eran unas niñas, bajaron a coger rosas al jardín, y mi madre llenó con ellas los floreros del altar. Después me llamó en voz baja para darme su devocionario y decirme que hiciese examen de conciencia:

—Vete a la tribuna, hijo mío. Allí estarás mejor...


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3 págs. / 6 minutos / 464 visitas.

Publicado el 23 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Generala

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

Cuando el General Don Miguel Rojas hizo aquel disparate de casarse, ya debía pasar de los sesenta. Era un veterano muy simpático, con grandes mostachos blancos, un poco tostados por el cigarro, alto y enjuto y bien parecido, aun cuando se encorvaba un tanto al peso de los años. Crecidas y espesas tenía las cejas, garzos y hundidos los ojos, cetrina y arrugada la tez, y cana del todo la escasa guedeja, que peinaba con sin igual arte para encubrir la calva. La expresión amable de aquella hermosa figura de veterano atraía amorosamente. La gravedad de su mirar, el reposo de sus movimientos, la nieve de sus canas, en suma, toda su persona, estaba dotada de un carácter marcial y aristocrático que se imponía en forma de amistad franca y noble. Su cabeza de santo guerrero parecía desprendida de algún antiguo retablo. Tal era, en rostro y talle, el santo varón que dio su nombre a Currita Jimeno.


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8 págs. / 14 minutos / 201 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Rosarito

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Sentada ante uno de esos arcaicos veladores con tablero de damas, que tanta boga conquistaron en los comienzos del siglo, cabecea el sueño la anciana condesa de Cela: los mechones plateados de sus cabellos, escapándose de la toca de encajes, rozan con intermitencias desiguales los naipes alineados para un solitario. En el otro extremo del canapé, su nieta Rosarito mueve en silencio cuatro agujas de acero, de las cuales, antes que la velada termine, espera ver salir un botinín blanco con borlas azules, igual en todo a otro que la niña tiene sobre el regazo, y sólo aguarda al compañero para ir a calzar los diminutos pies del futuro conde de Cela. —Aunque muy piadosas entrambas damas, es lo cierto que ninguna presta atención a la vida del Santo del día, que el capellán del Pazo lee en voz alta, encorvado sobre el velador, y calados los espejuelos de recia armazón dorada—. De pronto Rosarito levanta la cabeza y se queda como abstraída, fijos los ojos en la puerta del jardín, que se abre sobre un fondo de ramajes oscuros y misteriosos: ¡no más misteriosos, en verdad, que la mirada de aquella niña pensativa y blanca! Vista a la tenue claridad de la lámpara, con la rubia cabeza en divino escorzo, la sombra de las pestañas temblando en el marfil de la mejilla, y el busto delicado y gentil destacándose en la penumbra incierta sobre la dorada talla y el damasco azul celeste del canapé, Rosarito recordaba esas ingenuas madonas pintadas sobre fondo de estrellas y luceros. La niña entorna los ojos, palidece, y sus labios agitados por temblor extraño dejan escapar un grito:

—¡Jesús!… ¡Qué miedo!…

Interrumpe su lectura el clérigo, y mirándola por encima de los espejuelos, carraspea:

—¿Alguna araña, eh, señorita?

Rosarito mueve la cabeza.

—¡No señor, no!


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18 págs. / 31 minutos / 128 visitas.

Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Ejemplo

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Amaro era mi santo ermitaño que por aquel tiempo vivía en el monte vida penitente. Cierta tarde, hallándose en oración, vio pasar a lo lejos por el camino real a un hombre todo cubierto de polvo. El santo ermitaño, como era viejo, tenía la vista cansada y no pudo reconocerle, pero su corazón le advirtió quién era aquel caminante que iba por el mundo envuelto en los oros de la puesta solar, y alzándose de la tierra corrió hacia él implorando:

—¡Maestro, deja que llegue un triste pecador!

El caminante, aun cuando iba lejos, escuchó aquellas voces y se detuvo esperando. Amaro llegó falto de aliento, y llegando, arrodillóse y le besó la orla del manto, porque su corazón le había dicho que aquel caminante era Nuestro Señor Jesucristo.

—¡Maestro, déjame ir en tu compañía!

El Señor Jesucristo sonrió:

—Amaro, una vez has venido conmigo y me abandonaste.

El santo ermitaño, sintiéndose culpable, inclinó la frente:

—¡Maestro, perdóname!

El Señor Jesucristo alzó la diestra traspasada por el clavo de la cruz:

—Perdonado estás. Sígueme.

Y continuó su ruta por el camino que parecía alargarse hasta donde el sol se ponía, y en el mismo instante sintió desfallecer su ánimo aquel santo ermitaño:

—¿Está muy lejos el lugar adonde caminas, Maestro?

—El lugar adonde camino, tanto está cerca, tanto lejos…

—¡No comprendo, Maestro!

—¿Y cómo decirte que todas las cosas, o están allí donde nunca se llega o están en el corazón?


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4 págs. / 7 minutos / 84 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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