Los perros de raza,
iban y venían con carreras locas, avizorando las matas, horadando los
huecos zarzales, y metiéndose por los campos de centeno con alegría
ruidosa de muchachos. Ramiro Mendoza, cansado de haber andado todo el
día por cuetos y vericuetos, apenas ponía cuidado en tales retozos: con
la escopeta al hombro, las polainas blancas de polvo, y el ancho
sombrerazo en la mano, para que el aire le refrescase la asoleada
cabeza, regresaba a Villa-Julia, de donde había salido muy de mañana. El
duquesito, como llamaban a Mendoza en el Foreigner Club, era cuarto o
quinto hijo de aquel célebre duque de Ordax que murió hace algunos años
en París completamente arruinado. A falta de otro patrimonio, heredara
la gentil presencia de su padre, un verdadero noble español, quijotesco e
ignorante, a quien las liviandades de una reina dieron pasajera
celebridad. Aún hoy, cierta marquesa de cabellos plateados —que un
tiempo los tuvo de oro, y fue muy bella—, suele referir a los íntimos
que acuden a su tertulia los lances de aquella amorosa y palatina
jornada.
El duquesito caminaba despacio y con fatiga. A mitad de una
cuestecilla pedregosa, como oyese rodar algunos guijarros tras sí, hubo
de volver la cabeza. Tula Varona bajaba corriendo, encendidas las
mejillas, y los rizos de la frente alborotados.
—¡Eh! ¡Duque! ¡Duque!… ¡Espere usted, hombre!
Y añadió al acercarse:
—¡He pasado un rato horrible! ¡Figúrese usted, que unos indígenas me dicen que anda por los alrededores un perro rabioso!
Ramiro procuró tranquilizarla:
—¡Bah! No será cierto: si lo fuese, crea usted que le viviría reconocido a ese señor perro.
Al tiempo que hablaba, sonreía de ese modo fatuo y cortés, que es
frecuente en labios aristocráticos. Quiso luego poner su galantería al
alcance de todas las inteligencias, y añadió:
—Digo esto porque de otro modo quizá no tuviese…
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