I
Cálido enjambre de
abejorros y tábanos rondaba los grandes globos de luz eléctrica que
inundaban en parpadeante claridad el pórtico del «Foreign Club»: Un
pórtico de mármol blanco y estilo pompeyano, donde la acicalada turba de
gomosos y clubmanes humeaba cigarrillos turcos y bebía cócteles en
compañía de algunas damas galantes. Oyendo a los caballeros, reían
aquellas damas, y sus risas locas, gorjeadas con gentil coquetería,
besaban la dorada fimbria de los abanicos que, flirteadores y mundanos,
aleteaban entre aromas de amable feminismo. A lo lejos, bajo la Avenida
de los Tilos, iban y venían del brazo Colombina y Fausto, Pierrot y la
señora de Pompadour. También acertó a pasar, pero solo y melancólico, el
Duquesito de Ordax, agregado entonces a la Embajada Española. Apenas le
divisó Rosita Zegrí, una preciosa que lucía dos lunares en la mejilla,
cuando, quitándose el cigarrillo de la boca, le ceceó con andaluz
gracejo:
—¡Espérame, niño!
Puesta en pie apuró el último sorbo del cóctel y salió presurosa al
encuentro del caballero, que con ademán de rebuscada elegancia se ponía
el monóculo para ver quién le llamaba. Al pronto el Duquesito tuvo un
movimiento de incertidumbre y de sorpresa. Súbitamente recordó:
—¡Pero eres tú, Rosita!
—¡La misma, hijo de mi alma!… ¡Pues no hace poco que he llegado de la India!
El Duquesito arqueó las cejas y dejó caer el monóculo. Fue un gesto
cómico y exquisito de polichinela aristocrático. Después exclamó,
atusándose el rubio bigotejo con el puño cincelado de su bastón:
—¡Verdaderamente tienes locuras dislocantes, encantadoras, admirables!
Rosita Zegrí entornaba los ojos con desgaire alegre y apasionado, como si quisiese evocar la visión luminosa de la India.
—¡Más calor que en Sevilla!
Y como el Duquesito insinuase una sonrisa algo burlona, Rosita aseguró:
Leer / Descargar texto 'Rosita'