Hace algunos años viajaba yo en el ferrocarril Interoceánico de
Jalapa a Méjico. El tiempo era delicioso y encantábase la vista con el
riquísimo verdor de la campiña, que parecía palpitar ebria de vida bajo
aquel sol tropical que la hacía eternamente fecunda.
A veces venía a distraerme de la contemplación del paisaje la charla,
un poco babosa, de cierta pareja que ocupaba asiento frontero al mío.
Ella bien podría frisar en los treinta años; era blanca y rubia, muy
gentil de talle y de ademán brioso y desenvuelto. El parecía un niño;
estaba enfermo sin duda, porque, a pesar del calor del día, iba muy
abrigado, con los pies envueltos en una manta listada, y cubierta con un
fez encarnado la rala cabeza, de la cual se despegaban las orejas, que
transparentaban la luz.
Presté atención a lo que hablaban. Se decían ternezas en italiano.
Ella quería ir a los Estados Unidos y consultar allí a los médicos de
más fama; él se oponía, llamándola “cara” y “buona amica"; sostenía que
no estaba enfermo para tanto extremo, y que era preciso trabajar y tener
juicio. Si hallaban contrata en Méjico, no debían perderla.
A lo que pude comprender, eran dos cantantes. Cerré los ojos y escuché, procurando aparecer dormido.
No estaban casados. Ella tenía marido; pero el tal marido debía ser peor que Nerón, a juzgar por las cosas que contaba de él.
Por un periódico tuvo noticia de que se hallaba cantando en Méjico, y
la dama, que parecía muy de armas tomar, hablaba de ir a verle, para
que le devolviese las joyas con que se le había quedado el “berganto".
—“Io no ho paura"—decía con una sonrisa extraña, que dejaba al
descubierto la doble hilera de sus dientes, donde brillaban algunos
puntos de oro.
Hundió en el bolsillo la mano, cubierta de sortijas, y la sacó armada
de un revólver diminuto, un verdadero juguete, muy artístico y muy
mono.
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