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autor: Ramón María del Valle-Inclán etiqueta: Cuento textos disponibles


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¡Malpocado!

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


La vieja más vieja de la aldea camina con su nieto de la mano, por un sendero de verdes orillas triste y desierto, que parece aterido bajo la luz del alba. Camina encorvada y suspirante, dando consejos al niño, que llora en silencio.

—Ahora que comienzas a ganarlo, has de ser humildoso, que es ley de Dios.

—Sí, señora, sí…

—Has de rezar por quien te hiciere bien y por el alma de sus difuntos.

—Sí, señora, sí…

—En la feria de San Gundián, si logras reunir para ello, has de comprarte una capa de juncos, que las lluvias son muchas.

—Sí, señora, sí…

Y la abuela y el niño van anda, anda, anda…

La soledad del camino hace más triste aquella salmodia infantil, que parece un voto de humildad, de resignación y de pobreza, hecho al comenzar la vida. La vieja arrastra penosamente las madreñas, que choclean en las piedras del camino, y suspira bajo el mantelo que lleva echado por la cabeza. El nieto llora y tiembla de frío; va vestido de harapos. Es un zagal albino, con las mejillas asoleadas y pecosas: lleva trasquilada sobre la frente, como un siervo de otra edad, la guedeja lacia y pálida, que recuerda las barbas del maíz.


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3 págs. / 5 minutos / 524 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Una Tertulia de Antaño

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

—He visto a Xavier Bradomín y me prometió venir esta noche.

—¿De dónde ha salido ese viejo Don Juan? ¿Qué hace ahora?

—Creo que conspira.

Sentadas en un gran sofá de caoba, vasto como un lecho, sostenían esta conversación dos antiguas damas de la reina destronada, aquella reina de los tristes destinos. Hablaban en un tono que era a la vez ligero y confidencial.

—¿Dónde te hallaste a Xavier Bradomín?

—Al salir de misa en las Góngoras. Me anunció, con gran misterio, su visita.

—¡Intentará convertirte al partido del Pretendiente!

La otra dama tosió burlona:

—Ya estoy muy vieja y muy fea para ponerme la boina.

La Duquesa de Ordax no mentía. Era una vieja menuda, inquieta y muy morena, con los ojos hundidos y llenos de fuego. Tenía la cara arrugada, las cejas con retoque, y llevaba un peinado de rizos aplastados sobre la frente, lo que acababa de darle cierto parecido con los retratos de la reina María Luisa. Hablaba con un desgarro vivo y popular.

—En otro tiempo, no digo que no me hubiera calado mi boina roja. ¡Y poco guapa que estaría!

La Marquesa de Galián la escuchaba sonriendo bajo el velo de su sombrero, que le dejaba el rostro en un misterio albo y estelar.

—Bradomín te convencerá. Tiene don apostólico. ¡Así al menos me explico yo sus conquistas!

La Duquesa interrumpió:

—Si vieras cómo está ahora de viejo y de triste. Ha tenido bien mala suerte. ¡Perder un brazo el mismo día que llegó a la guerra!

Y seguía riéndose, casi inconsciente de sus palabras. La Marquesa de Galián murmuró lentamente:

—Mala suerte, sí… Pero aún habrá sentido más hacerse viejo…


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Dominio público
21 págs. / 38 minutos / 203 visitas.

Publicado el 30 de abril de 2017 por Edu Robsy.

Epitalamio

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


PARA mi maestro y amigo Jesús Muruais

I

—¡Oh, siempre aparece en ti el poeta, gran señor!

Y Augusta, verdaderamente encantada, volvió a leer la dedicatoria, un tanto dorevillesca, que el príncipe Attilio Bonaparte acababa de escribir para ella en la última página de los Salmos Paganos —¡aquellos versos de amor y voluptuosidad que primero habían sido salmos de besos en los labios de la gentil amiga!

—¡Eres encantador!… ¡Eres el único!… ¡Nadie como tú sabe decir las cosas! ¿De veras son éstos tus versos? ¡Yo quiero que seas el primer poeta del mundo! ¡Tómalos! ¡Tómalos! ¡Tómalos!…

Y Augusta le besaba con gracioso aturdimiento, entre frescas y cristalinas risas. Era su amor alegría erótica y victoriosa, sin caricias lánguidas, sin decadentismos anémicos, pálidas flores del bulevard. Ella sentía por el poeta esa pasión que aroma la segunda juventud, con fragancias de generosa y turgente madurez. Como el calor de un vino añejo, así corría por su sangre aquel amor de matrona lozana y ardiente, amor voluptuoso y robusto como los flancos de una Venus, amor pagano, limpio de rebeldías castas, impoluto de los escrúpulos que entristecen la sensualidad sin domeñarla. Amaba con el culto olímpico y potente de las diosas desnudas, sin que el cilicio de la moral atenazase su carne blanca, de blanca realeza, que cumplía la divina ley del sexo, soberana y triunfante, como los leones y las panteras en los bosques de Tierra Caliente.

Augusta susurró al oído del poeta:

—Mañana llega mi marido, y tendremos que vernos de otra manera, Attilio.

Una sonrisa desdeñosa tembló bajo el enhiesto mostacho del galán.

—Dejémosle llegar, madona.


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Dominio público
18 págs. / 32 minutos / 250 visitas.

Publicado el 1 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

Santa Baya de Cristamilde

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

Doña Micaela de Ponte y Andrade, hermana de mi abuelo, tenía los demonios en el cuerpo, y como los exorcismos no bastaban a curarla, decidiose en consejo de familia, que presidió el abad de Brandeso, llevarla a la romería de Santa Baya de Cristamilde. Fuimos dándole escolta yo y un criado viejo. Salimos a la media tarde para llegar a la media noche, que es cuando se celebra la misa de las endemoniadas.

II

Santa Baya de Cristamilde está al otro lado del monte, allá en los arenales donde el mar brama. Todos los años acuden a su fiesta muchos devotos. Por veces a lo largo de la vereda, hállase un mendigo que camina arrastrándose, con las canillas echadas a la espalda. Se ha puesto el sol, y dos bueyes cobrizos beben al borde de una charca. En la lejanía se levanta el ladrido de los perros vigilantes en los pajares. Sale la luna y el mochuelo canta escondido en un castañar. Cuando comenzamos a subir el monte es noche cerrada, y el criado, para arredrar a los lobos, enciende un farol. Delante va una caravana de mendigos: se oyen sus voces burlonas y descreídas: como cordón de orugas se arrastran a lo largo del camino. Unos son ciegos, otros tullidos, otros lazarados. Todos ellos comen del pan ajeno. Van por el mundo sacudiendo vengativos su miseria y rascando su podre a la puerta del rico avariento: una mujer da el pecho a su niño, cubierto de lepra, otra empuja el carro de un paralítico: en las alforjas de un asno viejo y lleno de mataduras van dos monstruos: las cabezas son deformes, las manos palmípedas.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 285 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Augusta

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

—¡Eres encantador!… ¡Eres el único!… Nadie como tú sabe decir las cosas. ¿De veras mis labios son estos tus versos?… Yo quiero que seas el primer poeta del mundo… ¡Tómalos!… ¡Tómalos!… ¡Tómalos!…

Y la gentil Augusta del Fede besaba al príncipe Attilio Bonaparte, con gracioso aturdimiento, entre frescas risas de cristal. Después, rendida y feliz, volvía a leer la dedicatoria un tanto dorevillesca, con que el Príncipe le ofrecía los «Salmos Paganos». Aquellos versos de amor y voluptuosidad, que primero habían sido salmos de besos en los labios de la gentil amiga.

Era el amor de Augusta alegría erótica y victoriosa, sin caricias lánguidas, sin decadentismos anémicos, pálidas flores del bulevar. Ella sentía por aquel poeta galante y gran señor esa pasión que aroma la segunda juventud con fragancias de generosa y turgente madurez. Como el calor de un vino añejo, así corría por su sangre aquel amor de matrona lozana y ardiente, amor voluptuoso y robusto como los flancos de una Venus, amor pagano, limpio de rebeldías castas, impoluto de los escrúpulos cristianos que entristecen la sensualidad sin domeñarla. Amaba con la pasión olímpica y potente de las diosas desnudas, sin que el cilicio de la moral atenazase su carne blanca, de blanca realeza, que cumplía la divina ley del sexo, soberana y triunfante, como los leones y las panteras en los bosques de Tierra Caliente.


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Dominio público
14 págs. / 25 minutos / 80 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Condesa de Cela

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

«Espérame esta tarde». No decía más el fragante blasonado plieguecillo.

Aquiles, de muy buen humor, empezó a pasearse canturreando retazos zarzueleros, popularizados por todos los organillos de España. Luego quedóse repentinamente serio. ¿Por qué le escribiría ella tan lacónicamente? Hacía algunos días que Aquiles tenía el presentimiento de una gran desgracia: Creía haber notado cierta frialdad, cierto retraimiento. Quizá todo ello fuesen figuraciones suyas, pero él no podía vivir tranquilo.


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Dominio público
17 págs. / 30 minutos / 83 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Octavia Santino

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


El pobre mozo permanecía en la actitud de un hombre sin consuelo, sentado delante de la mesa donde había escrito las Cartas a una querida, aquellos versos eróticos, inspirados en la historia de sus amores con Octavia Santino. Conservaba la abatida cabeza entre las manos, y sus dedos flacos y descoloridos, desaparecían bajo la alborotada y oscura cabellera, a la cual se asían, de tiempo en tiempo, coléricos y nerviosos. Cuando se levantó para entrar en la alcoba, donde la enferma se quejaba débilmente, pudo verse que tenía los ojos escaldados por las lágrimas. Hacía un año que vivía con aquella mujer. No era ella una niña, pero sí todavía hermosa; de regular estatura y formas esbeltas; con esa morbidez fresca y sana que comunica a la carne femenina el aterciopelado del albérchigo, y le da grato sabor de madurez. Supiera hacerse amar, con ese talento de la querida que se siente envejecer, y conserva el corazón joven como a los veinte años; ponía ella algo de maternal en aquel amor de su decadencia; era el último, se lo decían bien claro los hilillos de plata que asomaban entre sus cabellos castaños, los cuales aún conservaban la gracia juvenil.

Un momento se detuvo Perico Pondal en la puerta de la alcoba. Era triste de veras aquella habitación silenciosa, solemne, medio a oscuras; envuelta en un vaho tibio, con olor de medicinas y de fiebre.


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Dominio público
10 págs. / 17 minutos / 68 visitas.

Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Misa de San Electus

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Las mujerucas que llenaban sus cántaros en la fuente comentaban aquella desgracia con la voz asustada. Éranse tres mozos que volvían cantando del molino, y a los tres habíales mordido el lobo rabioso que bajaba todas las noches al casal. Los tres mozos, que antes eran encendidos como manzanas, ahora íbanse quedando más amarillos que la cera. Perdido todo contento, pasaban los días sentados al sol, enlazadas las flacas manos en torno de las rodillas, con la barbeta hincada en ellas. Y aquellas mujerucas que se reunían a platicar en la fuente cuando pasaban ante ellos solían interrogarles:

—¿Habéis visto al saludador de Cela?

—Allá hemos ido todos tres.

—¿No vos ha dado remedio?

—Vos engañáis, rapaces. Remedio lo hay para todas las cosas queriendo Dios.

Y se alejaban las mujerucas encorvadas bajo sus cántaros, que goteaban el agua, y quedábanse los tres mozos mirándolas con ojos tristes y abatidos, esos ojos de los enfermos a quienes les están cavando la hoya. Ya llevaban así muchos días, cuando con el aliento de una última esperanza se reanimaron y fueron juntos por los caminos pidiendo limosna para decirle una misa a San Electus. Cuando llegaban a la puerta de las casas hidalgas, las viejas señoras mandaban socorrerlos, y los niños, asomados a los grandes balcones de piedra, los interrogábamos:

—¿Hace mucho que fuisteis mordidos?

—Cumpliéronse tres semanas el día de San Amaro.

—¿Es verdad que veníais del molino?

—Es verdad, señorines.

—¿Era muy de noche?

—Como muy de noche no era, pero iba cubierta la luna y todo el camino hacía oscuro.


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Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 68 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Del Misterio

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


¡Hay también un demonio familiar! Yo recuerdo que, cuando era niño, iba todas las noches a la tertulia de mi abuela una vieja que sabía estas cosas medrosas y terribles del misterio. Era una señora linajuda y devota que habitaba un caserón en la Rúa de los Plateros. Recuerdo que se pasaba las horas haciendo calceta tras los cristales de su balcón, con el gato en la falda. Doña Soledad Amarante era alta, consumida, con el cabello siempre fosco, manchado por grandes mechones blancos, y las mejillas descarnadas, esas mejillas de dolorida expresión que parecen vivir huérfanas de besos y de caricias. Aquella señora me infundía un vago terror, porque contaba que en el silencio de las altas horas oía el vuelo de las almas que se van, y que evocaba en el fondo de los espejos los rostros lívidos que miran con ojos agónicos. No, no olvidaré nunca la impresión que me causaba verla llegar al comienzo de la noche y sentarse en el sofá del estrado al par de mi abuela. Doña Soledad extendía un momento sobre el brasero las manos sarmentosas, luego sacaba la calceta de una bolsa de terciopelo carmesí y comenzaba la tarea. De tiempo en tiempo solía lamentarse:

—¡Ay Jesús!

Una noche llegó. Yo estaba medio dormido en el regazo de mi madre, y, sin embargo, sentí el peso magnético de sus ojos que me miraban. Mi madre también debió de advertir el maleficio de aquellas pupilas, que tenían el venenoso color de las turquesas, porque sus brazos me estrecharon más. Doña Soledad tomó asiento en el sofá, y en voz baja hablaron ella y mi abuela. Yo sentía la respiración anhelosa de mi madre, que las observaba queriendo adivinar sus palabras. Un reloj dio las siete. Mi abuela se pasó el pañuelo por los ojos, y con la voz un poco insegura le dijo a mi madre:

—¿Por qué no acuestas a ese niño?


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 118 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Mi Bisabuelo

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Don Manuel Bermúdez y Bolaño, mi bisabuelo, fue un caballero alto, seco, con los ojos verdes y el perfil purísimo. Hablaba poco, paseaba solo, era orgulloso, violento y muy justiciero. Recuerdo que algunos días en la mejilla derecha tenía una roseola, casi una llaga. De aquella roseola la gente del pueblo murmuraba que era un beso de las brujas, y a medias palabras venían a decir lo mismo mis tías las Pedrayes. La imagen que conservo de mi bisabuelo es la de un viejo caduco y temblón, que paseaba al abrigo de la iglesia en las tardes largas y doradas. ¡Qué amorosa evocación tiene para mí aquel tiempo! ¡Dorado es tu nombre, Santa María de Louro! ¡Dorada tu iglesia con nidos de golondrinas! ¡Doradas tus piedras! ¡Toda tú dorada, villa de Señorío!

De la casa que tuvo allí mi bisabuelo sólo queda una parra vieja que no da uvas, y de aquella familia tan antigua un eco en los libros parroquiales; pero en torno de la sombra de mi bisabuelo flota todavía una leyenda. Recuerdo que toda la parentela le tenía por un loco atrabiliario. Yo era un niño y se recataban de hablar en mi presencia; sin embargo, por palabras vagas llegué a descubrir que mi bisabuelo había estado preso en la cárcel de Santiago. En medio de una gran angustia presentía que era culpado de algún crimen lejano, y que había salido libre por dinero. Muchas noches no podía dormir, cavilando en aquel misterio, y se me oprimía el corazón si en las altas horas oía la voz embarullada del viejo caballero que soñaba a gritos. Dormía mi bisabuelo en una gran sala de la torre, con un criado a la puerta, y yo le suponía lleno de remordimientos, turbado su sueño por fantasmas y aparecidos. Aquel viejo tan adusto me quería mucho, y correspondíale mi candor de niño rezando para que le fuese perdonado su crimen. Ya estaban frías las manos de mi bisabuelo cuando supe cómo se habían cubierto de sangre.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 105 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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