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autor: Ramón María del Valle-Inclán etiqueta: Cuento textos disponibles


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La Condesa de Cela

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

«Espérame esta tarde». No decía más el fragante blasonado plieguecillo.

Aquiles, de muy buen humor, empezó a pasearse canturreando retazos zarzueleros, popularizados por todos los organillos de España. Luego quedóse repentinamente serio. ¿Por qué le escribiría ella tan lacónicamente? Hacía algunos días que Aquiles tenía el presentimiento de una gran desgracia: Creía haber notado cierta frialdad, cierto retraimiento. Quizá todo ello fuesen figuraciones suyas, pero él no podía vivir tranquilo.


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17 págs. / 30 minutos / 86 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Juan Quinto

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Micaela la Galana contaba muchas historias de Juan Quinto, aquel bigardo que, cuando ella era moza, tenía estremecida toda la Tierra de Saines. Contaba cómo una noche, a favor del oscuro, entró a robar en la Rectoral de Santa Baya de Cristamilde. La Rectoral de Santa Baya está vecina de la iglesia, en el fondo verde de un atrio cubierto de sepulturas y sombreado de olivos. En este tiempo de que hablaba Micaela, el rector era un viejo exclaustrado, buen latino y buen teólogo. Tenía fama de ser muy adinerado, y se le veía por las ferias chalaneando caballero en una yegua tordilla, siempre con las alforjas llenas de quesos. Juan Quinto, para robarle, había escalado la ventana, que en tiempo de calores solía dejar abierta el exclaustrado. Trepó el bigardo gateando por el muro, y cuando se encaramaba sobre el alféizar con un cuchillo sujeto entre los dientes, vio al abad incorporado en la cama y bostezando. Juan Quinto saltó dentro de la sala con un grito fiero, ya el cuchillo empuñado. Crujieron las tablas de la tarima con ese pavoroso prestigio que comunica la noche a todos los ruidos. Juan Quinto se acercó a la cama, y halló los ojos del viejo frailuco abiertos y sosegados que le estaban mirando:

—¿Qué mala idea traes, rapaz?

El bigardo levantó el cuchillo:

—La idea que traigo es que me entregue el dinero que tiene escondido, señor abad.

El frailuco rió jocundamente:

—¡Tú eres Juan Quinto!

—Pronto me ha reconocido.

Juan Quinto era alto, fuerte, airoso, cenceño. Tenía la barba de cobre, y las pupilas verdes como dos esmeraldas, audaces y exaltadas. Por los caminos, entre chalanes y feriantes, prosperaba la voz de que era muy valeroso, y el exclaustrado conocía todas las hazañas de aquel bigardo que ahora le miraba fijamente, con el cuchillo levantado para aterrorizarle:

—Traigo priesa, señor abad. ¡La bolsa o la vida!


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2 págs. / 5 minutos / 116 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Cuento de Abril

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Queremos, lector, que sepas, que nos tienen hartos y aburridos los rígidos moralistas que pululan ahora por donde quiera.

Aunque no nos jactamos de virtuosos, respetamos la virtud; pero no la creemos tan vocinglera y tan espantadiza como la de estos censores de la India. Si hubiéramos de escribir a gusto de algunos; si hubiéramos de tomar su rigidez por valedera y no fingida, y si hubiéramos de ajustar a ella nuestros escritos, tal vez ni las Agonías del tránsito de la muerte de Venegas, ni Los gritos del infierno, del padre Boneta, serían edificantes modelos que imitar.

Por desgracia, esa rigidez es sólo aparente. Esa rigidez no tiene otro resultado que la de exaltar los ánimos, haciéndoles dudar y burlarse, aunque sólo sea en sueños, de la hipocresía farisaica que ahora se usa.

Véase, si no, el sueño que ha tenido un amigo nuestro, y que trasladamos aquí íntegro, cuando no para recreo, para instrucción de los lectores.

Nuestro amigo soñó lo que sigue:


«Más de 2600 años ha que era yo en Susa un sátrapa muy querido del gran rey Arteo, y el más rígido, grave y moral de todos los sátrapas. El santo varón Parsondes había sido mi maestro, y me había comunicado todo lo comunicable de la ciencia y de la virtud del primer Zoroastro.


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6 págs. / 11 minutos / 126 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Una Tertulia de Antaño

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

—He visto a Xavier Bradomín y me prometió venir esta noche.

—¿De dónde ha salido ese viejo Don Juan? ¿Qué hace ahora?

—Creo que conspira.

Sentadas en un gran sofá de caoba, vasto como un lecho, sostenían esta conversación dos antiguas damas de la reina destronada, aquella reina de los tristes destinos. Hablaban en un tono que era a la vez ligero y confidencial.

—¿Dónde te hallaste a Xavier Bradomín?

—Al salir de misa en las Góngoras. Me anunció, con gran misterio, su visita.

—¡Intentará convertirte al partido del Pretendiente!

La otra dama tosió burlona:

—Ya estoy muy vieja y muy fea para ponerme la boina.

La Duquesa de Ordax no mentía. Era una vieja menuda, inquieta y muy morena, con los ojos hundidos y llenos de fuego. Tenía la cara arrugada, las cejas con retoque, y llevaba un peinado de rizos aplastados sobre la frente, lo que acababa de darle cierto parecido con los retratos de la reina María Luisa. Hablaba con un desgarro vivo y popular.

—En otro tiempo, no digo que no me hubiera calado mi boina roja. ¡Y poco guapa que estaría!

La Marquesa de Galián la escuchaba sonriendo bajo el velo de su sombrero, que le dejaba el rostro en un misterio albo y estelar.

—Bradomín te convencerá. Tiene don apostólico. ¡Así al menos me explico yo sus conquistas!

La Duquesa interrumpió:

—Si vieras cómo está ahora de viejo y de triste. Ha tenido bien mala suerte. ¡Perder un brazo el mismo día que llegó a la guerra!

Y seguía riéndose, casi inconsciente de sus palabras. La Marquesa de Galián murmuró lentamente:

—Mala suerte, sí… Pero aún habrá sentido más hacerse viejo…


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21 págs. / 38 minutos / 206 visitas.

Publicado el 30 de abril de 2017 por Edu Robsy.

Un Cabecilla

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


De aquel molinero viejo y silencioso que me sirvió de guía para visitar las piedras célticas del Monte Rouriz guardo un recuerdo duro, frío y cortante como la nieve que coronaba la cumbre. Quizá más que sus facciones, que parecían talladas en durísimo granito, su historia trágica hizo que con tal energía hubiéseme quedado en el pensamiento aquella carta tabacosa que apenas se distinguía del paño de la montera. Si cierro los ojos, creo verle: Era nudoso, seco y fuerte, como el tronco centenario de una vid; los mechones grises y desmedrados de su barba recordaban esas manchas de musgo que ostentan en las ocacidades de los pómulos las estatuas de los claustros desmantelados; sus labios de corcho se plegaban con austera indiferencia; tenía un perfil inmóvil y pensativo, una cabeza inexpresiva de relieve egipcio. ¡No, no lo olvidaré nunca!


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3 págs. / 6 minutos / 95 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Nochebuena

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Era en la montaña gallega. Yo estudiaba entonces gramática latina con el señor Arcipreste de Céltigos, y vivía castigado en la rectoral. Aún me veo en el hueco de una ventana, lloroso y suspirante. Mis lágrimas caían silenciosas sobre la gramática de Nebrija, abierta encima del alféizar. Era el día de Nochebuena, y el Arcipreste habíame condenado a no cenar hasta que supiese aquella terrible conjugación: «Fero, fers, ferré, tuli, latum».

Yo, perdida toda esperanza de conseguirlo, y dispuesto al ayuno como un santo ermitaño, me distraía mirando al huerto, donde cantaba un mirlo que recorría a saltos las ramas de un nogal centenario. Las nubes, pesadas y plomizas, iban a congregarse sobre la Sierra de Céltigos en un horizonte de agua, y los pastores, dando voces a sus rebaños, bajaban presurosos por los caminos, encapuchados en sus capas de junco. El arco iris cubría el huerto, y los nogales oscuros y los mirtos verdes y húmedos parecían temblar en un rayo de anaranjada luz. Al caer la tarde, el señor Arcipreste atravesó el huerto. Andaba encorvado bajo un gran paraguas azul. Se volvió desde la cancela, y viéndome en la ventana me llamó con la mano. Yo bajé tembloroso. Él me dijo:

—¿Has aprendido eso?

—No, señor.

—¿Por qué?

—Porque es muy difícil.

El señor Arcipreste sonrió bondadoso.

—Está bien. Mañana lo aprenderás. Ahora acompáñame a la iglesia.


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2 págs. / 4 minutos / 149 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Epitalamio

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


PARA mi maestro y amigo Jesús Muruais

I

—¡Oh, siempre aparece en ti el poeta, gran señor!

Y Augusta, verdaderamente encantada, volvió a leer la dedicatoria, un tanto dorevillesca, que el príncipe Attilio Bonaparte acababa de escribir para ella en la última página de los Salmos Paganos —¡aquellos versos de amor y voluptuosidad que primero habían sido salmos de besos en los labios de la gentil amiga!

—¡Eres encantador!… ¡Eres el único!… ¡Nadie como tú sabe decir las cosas! ¿De veras son éstos tus versos? ¡Yo quiero que seas el primer poeta del mundo! ¡Tómalos! ¡Tómalos! ¡Tómalos!…

Y Augusta le besaba con gracioso aturdimiento, entre frescas y cristalinas risas. Era su amor alegría erótica y victoriosa, sin caricias lánguidas, sin decadentismos anémicos, pálidas flores del bulevard. Ella sentía por el poeta esa pasión que aroma la segunda juventud, con fragancias de generosa y turgente madurez. Como el calor de un vino añejo, así corría por su sangre aquel amor de matrona lozana y ardiente, amor voluptuoso y robusto como los flancos de una Venus, amor pagano, limpio de rebeldías castas, impoluto de los escrúpulos que entristecen la sensualidad sin domeñarla. Amaba con el culto olímpico y potente de las diosas desnudas, sin que el cilicio de la moral atenazase su carne blanca, de blanca realeza, que cumplía la divina ley del sexo, soberana y triunfante, como los leones y las panteras en los bosques de Tierra Caliente.

Augusta susurró al oído del poeta:

—Mañana llega mi marido, y tendremos que vernos de otra manera, Attilio.

Una sonrisa desdeñosa tembló bajo el enhiesto mostacho del galán.

—Dejémosle llegar, madona.


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18 págs. / 32 minutos / 251 visitas.

Publicado el 1 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

Eulalia

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

Larga hilera de álamos asomaba por encima de la verja su follaje que plateaba al sol. Allá en el fondo, albeaba un palacete moderno con persianas verdes y balcones cubiertos de enredaderas. Las puertas, áticas y blancas, también tenían florido y rumoroso toldo. Daban sobre la carretera y sobre el río. Cuando Eulalia apareció en lo alto de la escalinata, sus hijas, tras los cristales del mirador, le mandaban besos. La dama levantó sonriente la cabeza y las saludó con la mano. Después permaneció un momento indecisa. Estaba muy bella, con una sombra de vaga tristeza en los ojos. Suspirando, abrió la sombrilla y bajó al jardín. Alejóse por un sendero entre rosales, enarenado y ondulante. El aya entonces retiró a las niñas.

Eulalia salió al campo. Su sombrilla pequeña, blanca y gentil, tan pronto aparecía entre los maizales como tornaba a ocultarse, y ligera y juguetona, volteaba sobre el hombro de Eulalia, clareando entre los maizales como una flor cortesana. A cada movimiento, la orla de encajes mecíase y acariciaba aquella cabeza rubia que permanecía indecisa entre sombra y luz. Eulalia, dando un largo rodeo, llegó al embarcadero del río. Tuvo que cruzar alegres veredas y umbrías trochas, donde a cada momento se asustaba del ruido que hacían los lagartos al esconderse entre los zarzales y de los perros que asomaban sobre las bardas, y de los rapaces pedigüeños que pasaban desgreñados, lastimeros, con los labios negros de moras… Eulalia, desde la ribera, llamó:

—¡Barquero!… ¡Barquero!…

Un viejo se alzó del fondo de la junquera donde adormecía al sol. Miró hacia el camino, y cuando reconoció a la dama, comenzó a rezongar:

—Quédeme en seco… Apenas lleva agua el río… De haberlo sabido…

Arremangóse hasta la rodilla, y empujó la barca medio oculta entre los juncales. Eulalia interrogó con afán:

—¿Hay agua?


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17 págs. / 30 minutos / 67 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Una Desconocida

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Hace algunos años viajaba yo en el ferrocarril Interoceánico de Jalapa a Méjico. El tiempo era delicioso y encantábase la vista con el riquísimo verdor de la campiña, que parecía palpitar ebria de vida bajo aquel sol tropical que la hacía eternamente fecunda.

A veces venía a distraerme de la contemplación del paisaje la charla, un poco babosa, de cierta pareja que ocupaba asiento frontero al mío. Ella bien podría frisar en los treinta años; era blanca y rubia, muy gentil de talle y de ademán brioso y desenvuelto. El parecía un niño; estaba enfermo sin duda, porque, a pesar del calor del día, iba muy abrigado, con los pies envueltos en una manta listada, y cubierta con un fez encarnado la rala cabeza, de la cual se despegaban las orejas, que transparentaban la luz.

Presté atención a lo que hablaban. Se decían ternezas en italiano. Ella quería ir a los Estados Unidos y consultar allí a los médicos de más fama; él se oponía, llamándola “cara” y “buona amica"; sostenía que no estaba enfermo para tanto extremo, y que era preciso trabajar y tener juicio. Si hallaban contrata en Méjico, no debían perderla.

A lo que pude comprender, eran dos cantantes. Cerré los ojos y escuché, procurando aparecer dormido.

No estaban casados. Ella tenía marido; pero el tal marido debía ser peor que Nerón, a juzgar por las cosas que contaba de él.

Por un periódico tuvo noticia de que se hallaba cantando en Méjico, y la dama, que parecía muy de armas tomar, hablaba de ir a verle, para que le devolviese las joyas con que se le había quedado el “berganto".

—“Io no ho paura"—decía con una sonrisa extraña, que dejaba al descubierto la doble hilera de sus dientes, donde brillaban algunos puntos de oro.

Hundió en el bolsillo la mano, cubierta de sortijas, y la sacó armada de un revólver diminuto, un verdadero juguete, muy artístico y muy mono.


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3 págs. / 5 minutos / 72 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2021 por Edu Robsy.

Augusta

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

—¡Eres encantador!… ¡Eres el único!… Nadie como tú sabe decir las cosas. ¿De veras mis labios son estos tus versos?… Yo quiero que seas el primer poeta del mundo… ¡Tómalos!… ¡Tómalos!… ¡Tómalos!…

Y la gentil Augusta del Fede besaba al príncipe Attilio Bonaparte, con gracioso aturdimiento, entre frescas risas de cristal. Después, rendida y feliz, volvía a leer la dedicatoria un tanto dorevillesca, con que el Príncipe le ofrecía los «Salmos Paganos». Aquellos versos de amor y voluptuosidad, que primero habían sido salmos de besos en los labios de la gentil amiga.

Era el amor de Augusta alegría erótica y victoriosa, sin caricias lánguidas, sin decadentismos anémicos, pálidas flores del bulevar. Ella sentía por aquel poeta galante y gran señor esa pasión que aroma la segunda juventud con fragancias de generosa y turgente madurez. Como el calor de un vino añejo, así corría por su sangre aquel amor de matrona lozana y ardiente, amor voluptuoso y robusto como los flancos de una Venus, amor pagano, limpio de rebeldías castas, impoluto de los escrúpulos cristianos que entristecen la sensualidad sin domeñarla. Amaba con la pasión olímpica y potente de las diosas desnudas, sin que el cilicio de la moral atenazase su carne blanca, de blanca realeza, que cumplía la divina ley del sexo, soberana y triunfante, como los leones y las panteras en los bosques de Tierra Caliente.


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14 págs. / 25 minutos / 82 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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