Amaro era mi santo
ermitaño que por aquel tiempo vivía en el monte vida penitente. Cierta
tarde, hallándose en oración, vio pasar a lo lejos por el camino real a
un hombre todo cubierto de polvo. El santo ermitaño, como era viejo,
tenía la vista cansada y no pudo reconocerle, pero su corazón le
advirtió quién era aquel caminante que iba por el mundo envuelto en los
oros de la puesta solar, y alzándose de la tierra corrió hacia él
implorando:
—¡Maestro, deja que llegue un triste pecador!
El caminante, aun cuando iba lejos, escuchó aquellas voces y se
detuvo esperando. Amaro llegó falto de aliento, y llegando, arrodillóse y
le besó la orla del manto, porque su corazón le había dicho que aquel
caminante era Nuestro Señor Jesucristo.
—¡Maestro, déjame ir en tu compañía!
El Señor Jesucristo sonrió:
—Amaro, una vez has venido conmigo y me abandonaste.
El santo ermitaño, sintiéndose culpable, inclinó la frente:
—¡Maestro, perdóname!
El Señor Jesucristo alzó la diestra traspasada por el clavo de la cruz:
—Perdonado estás. Sígueme.
Y continuó su ruta por el camino que parecía alargarse hasta donde
el sol se ponía, y en el mismo instante sintió desfallecer su ánimo
aquel santo ermitaño:
—¿Está muy lejos el lugar adonde caminas, Maestro?
—El lugar adonde camino, tanto está cerca, tanto lejos…
—¡No comprendo, Maestro!
—¿Y cómo decirte que todas las cosas, o están allí donde nunca se llega o están en el corazón?
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