Textos más populares este mes de Ricardo Güiraldes disponibles | pág. 2

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Don Juan Manuel

Ricardo Güiraldes


Cuento


Bajó de la diligencia en San Miguel de la Guardia del Monte, uno de los pueblos más viejos de nuestra provincia.

Un peón le esperaba con caballo de tiro, como era convenido. Nicanor preguntó por los de las casas. Todos estaban bien y esperaban al señor con grandes preparativos de fiesta.

Regocijábase con la promesa de alegres días. En Buenos Aires, la Facultad absorbía sus ambiciones de estudioso. Poco se daba al placer. La política, la vida social, los clubs, las disipaciones juveniles eran cartas abiertas en las cuales leía escasos renglones.

Las vacaciones, en cambio, le impulsaban a desquitarse.

Miró al gaucho, cuyo chiripá chasqueba al viento sin que su fisonomía exteriorizara placer alguno por su libertad salvaje, y apoyó las rodillas sobre el cuero lanudo del recado, para sentir más presentes los movimientos del caballo, bajo cuyos cascos la tierra huía mareadora.

Oyeron, de atrás, aproximarse un galope; alguien los alcanzaba, y los caballos tranquearon, como obedeciendo a una voluntad superior y desconocida.

—Buenos días.

—Buenos días.

Llamó la atención de nuestro pueblero el flete, primorosamente aperado de plata tintiniante, cuyos reflejos intensificaban su pelo ya lustroso de colorao sangre e toro.

El hombre era un gaucho en su vestir, un patricio en su porte y maneras.

Con facilidad de encuentros camperos, se hizo relación. Sin nombrarse el recién llegado, preguntó a Nicanor quién era y adónde iba.

—Yo he sido amigo e su padre. Compañero 'e política también.

Y prosiguió afable:

—¿Va a lo de Z...? Es mi camino, y lo acompañaré; así conversaremos para acortar el galope.

—Es un honor que usted me hace.

El peón venía a distancia, respetuosamente. Nicanor le ordenó se adelantara a anunciar su llegada, y quedaron los nuevos amigos demasiado interesados en sus diálogos para pensar en el camino.


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Compasión

Ricardo Güiraldes


Cuento


Lleno de la reciente conversación, me adormecía en visiones interiores mientras volvía a casa por camino conocido a mis piernas.

Casas nuevas y chatas, calle de empedrado tumultuoso por la tortura diaria de enormes carros, veredas angostas plagadas de traspiés, nada me distraía, cuando el rumor de una voz quejumbrosa llegó a mí, al través de la noche, pálidamente aclarada por un pedazo de luna muriente.

Eso me insinuó que el camino era peligroso. En la esquina aquel almacén, equívocamente iluminado por la luz rojiza de varios picos de gas silbones, era conocido como un punto de reunión de borrachos y truqueros tramposos.

Algún fin de partida debía ser lo que me llegaba de en frente en forma de discusión. Saqué del cinto el revólver, que escondí, sin soltarlo, en el vasto bolsillo de mi sobretodo y crucé a enterarme del origen de aquella pelea.

Cautelosamente me aproximé. La disputa había ya pasado «a vías de hecho», pues el más grande de los dos asestaba sin miramientos fuertes golpes sobre el contrincante, que me pareció ser jorobado.

Toda mi sangre de Quijote hirvió en un sólo impulso, y, los dedos incrustados en el cabo de mi arma, juré intervenir con rigor.

El bruto era de enorme talla. Cuando se sintió asido del brazo suspendió el balanceo de su pierna, que con indiferencia de péndulo, viajaba entre el punto de partida y el posterior de su víctima.

Me miró con ira, pero su expresión cambió instantáneamente hacia el respeto. También yo le había reconocido, lo cual no amenguó mi justo enojo.

—¿No tenés vergüenza de estropear así a un infeliz que no puede defenderse?

—¡Si usted supiera niño, qué bicho es ese! —y lo miraba con un renuevo de rencor.

—Cualquiera que sea; a un hombre así no se le pega.

Dócilmente, se dejó llevar del brazo hasta el almacén, donde entró bajo pretexto de un encuentro con «elementos nuevos».


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Donna è Mobile

Ricardo Güiraldes


Cuento


Primera parte

Era domingo, y lindo día; despejado, por añadidura. Deseos de divertirse y buena carne en vista.


Con su flete,
muy paquete
y emprendao,
iba Armando
galopiando
pal poblao.
 

Por otra parte:


En el rancho
de ño Pancho
lo esperaba,
la puestera,
(más culera

que una taba).
 

¡Ah!, Moreno, negro y alegre a lo tordo.

Segunda parte

Buena gaucha la puestera, y conocida en el campo como servicial y capaz de sacar a un criollo de apuros. De esos apuros que saben tener sumido al cristiano macho (llámesele mal de amor o de ausencia). Y no era fea, no, pero suculenta, cuando sentada sobre los pequeños bancos de la cocina, sus nalgas rebalsaban invitadoras. «Moza con cuerpo de güey, muy blanda de corazón», diría Fierro. Lo cierto es que el moreno iba a pasto seguro, y no contaba con la caritativa costumbre de su china, servicial al criollo en mal de amor.

Cuando Armando llegó al rancho, interrumpió un nuevo idilio. El gaucho, mejor mozo por cierto que el negro, tuvo a los ruegos de la patrona que esconderse en la pieza vecina antes de probar del alfeñique; y misia Anunciación quedó chupándose los dedos, como muchacho que ha metido la mano en un tarro de dulce.

¡Negro pajuate!

Tercera parte

—Güenas tardes.

—Güenas.

No estaba el horno como pa pasteles, y Armando, poco elocuente, manoteó la guitarra, preludió un rasguido trabajoso, cantando por cifra con ojos en blanco y voz de rueda mal engrasada.


—Prenda, perdone y escuche.
Prenda, perdone y escuche,
que mis penas bi'a cantar,
pero usté mi'a de alentar,
pues traigo pesao el buche,
más retobao que un estuche
que no se quiere vaciar.
 

Doña Anunciación, más seria que el Ñacurutú, guiñaba los ojos, perplejos.


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Arrabalera

Ricardo Güiraldes


Cuento


Es un cuento de arrabal para uso particular de niñas románticas.

Él, un asno paquetito.

Ella, un paquetito de asnerías sentimentales.


La casa en que vivía,
arte de repostería.
El padre, un tipo grosero
que habla en idioma campero.
 

Y entre estos personajes se desliza un triste, triste episodio de amor.

La vio, un día, reclinada en su balcón; asomando entre flores su estúpida cabecita rubia llena de cosas bonitas, triviales y apetitosas, como una vidriera de confitería.

¡Oh, el hermoso juguete para una aventura cursi, con sus ojos chispones de tome y traiga, su boquita de almíbar humedecida por lengua golosa de contornos labiales, su nariz impertinente, a fuerza de oler polvos y aguas floridas, y la hermosa madeja de su cabello rizado como un corderito de alfeñique!

En su cuello, una cinta de terciopelo negro se nublaba de uno que otro rezago de polvos, y hacía juego, por su negrura, con un insuperable lunar, vecino a la boca, negro tal vez a fuerza de querer ser pupila, para extasiarse en el coqueto paso sobre los labios de la lengüita humedecedora.

Una lengüita de granadina.

La vio y la amó (así sucede), y le escribió una larga carta en que se trataba de Querubines, dolores de ausencia, visiones suaves y desengaño que mataría el corazón.

Ella saboreó aquel extenso piropo epistolar. Además, no era él despreciable.

Elegante, sí, por cierto, elegante entre todos los afiladores del arrabal, dejando entrever por sus ojos, grandes y negros como una clásica noche primaveral, su alma sensible de amador doloroso, su alma llena de lágrimas y suspiros como un verso de tarjeta postal.

Todo eso era suficiente para hacer vibrar el corazón novelesco de la coqueta balconera.

Se dejó amar.


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1 pág. / 3 minutos / 110 visitas.

Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

San Antonio

Ricardo Güiraldes


Cuento


En el desierto absoluto, una choza empequeñecida por su soledad.

Como solo ser viviente a la vista, un chancho. Alrededor de la estaca, a la cual una soga lo retiene, el suelo, endurecido por traqueteo de pezuñas, forma un círculo que brilla. Dentro del círculo, como agujero en una moneda, hay un charco mal oliente.

Intenso calor pesa en la atmósfera; bajo el matiz ceniciento de un cielo tormentoso, nubes de plomo se arrastran con pereza, y una quietud silente abruma el mundo.

El chancho, inquieto, trota en su área hasta que el cansancio le echa en el barro, donde su vientre, lleno de inmundos apetitos, se sobresalta en sacudimientos de risa satisfecha.

Eructa de contento, y su nariz adquiere la movilidad de un ojo.

En el interior de la choza, sobre tarima cubierta de harapos, un hombre duerme un sueño tartamudo.

Por entre el embotamiento de sus sentidos percibe la vida exterior. Sabe que sueña, sin que su voluntad sea capaz de arrancarle al mundo aluciente que le obceca.

Gruesas gotas de sudor corren por su cuerpo, produciendo cosquilleo desagradable. A veces, con impaciencia, se rasca, y la piel ostenta largas estrías rojas.

El grosero tejido, sobre el cual su cuerpo sufre, irrita su epidermis; las moscas revolotean en torno, posándose luego sobre su rostro, para recorrerlo en líneas quebradas y ligeras, cuya tenuidad exaspera el cutis; y cuando la mueca refleja las espanta, retornan a su volido, cuya nota untuosa es aún tortura.

En un rincón del cuarto, las dos piedras con que el ermitaño muele su trigo sudan presagiando agua.

En la inconsciencia de su letargo, el monje persigue imágenes lascivas, y un episodio juvenil revive en él idénticamente.

Su sueño escalona recuerdos en orden sucesivo, y el acto que había de fijar su vida en el camino de la santidad perdura en su sexo con toda la intensidad, suavísima, del contacto femenil.


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Trenzador

Ricardo Güiraldes


Cuento


Núñez trenzó, como hizo música Bach, pintura Goya, versos el Dante.

Su organización de genio le encauzó en senda fija y vivió con la única preocupación de su arte.

Sufrió la eterna tragedia del grande. Engendró y parió en el dolor según la orden divina. Dejó a sus discípulos, con el ejemplo, mil modos de realizarse, y se fue, atesorando un secreto que sus más instruídos profetas no han sabido aclarar.

Fueron para el comienzo los botones tiocos del viejo Nicasio, que escupía los tientos hasta hacerlos escurridizos. Luego otras, las enseñanzas de saber más complejo.

Núñez miraba, sin una pregunta, asimilando con facilidad voraz los diferentes modos, mientras la Babel del innovador trepaba sobre sí misma, independientemente de lo enseñable.

Una vez adquirida la técnica necesaria, quiso hacer materia de su sueño. Para eso se encerró en los momentos ociosos y en el secreto del cuarto, mientras los otros sesteaban, comenzó un trabajo complicado de trenzas y botones que vencía con simplicidad.

Era un bozal a su manera, dificultoso en su diafanidad de ñandutí. A los motivos habituales de decoración, uniría inspiraciones personales de árboles y animales varios.

Iba despacio, debido al tiempo que requería la preparación de los tientos, finos como cerda, a la escasez de los ratos libres, a las pullas de los compañeros, que trataba de eludir como espuela enconosa, llevadera a malos desenlaces.

¿Qué haría Núñez, tan a menudo encerrado en su cuarto?

Esa curiosidad del peonaje llegó al patrón, que quiso saber.

Entró de sorpresa, encontrando a Núñez tan absorbido en un entrevero de lonjas, que pudo retirarse sin ser sentido.

Al concluir la siesta, mandole llamar, encargándole, irónicamente, compusiera unas riendas en las cuales tenía que echar cuatro botones, sobre el modelo inimitable de un trenzador muerto.


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2 págs. / 4 minutos / 293 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Telesforo Altamira

Ricardo Güiraldes


Cuento


Telesforo Altamira era un atorrante—soneto en su clásica perfección.

Tenía un poco el físico de Corbière, pero el genio se le había muerto de hambre en la cabeza piojosa. Yo lo vi hace poco, remontando la calle Corrientes a eso de las doce y media p. m., entre la turba burguesa largada por cinematógrafos y teatros. Telesforo caminaba cómodo entre los empujones y codazos, porque su mugre hacía en derredor un vacío de respeto. La mugre es una aureola.

Telesforo se detuvo para que bajara de su lujoso automóvil una familia gruesa, puro charol, raso, pechera, escote y joyas; y viola desaparecer en el zaguán iluminado sin mudar de expresión, es decir: con la boca blanda ligeramente aflojada en o sobre las desdentadas encías. No hay que creer que pensaba; mucho ha curó de esa desgracia, y sólo miraba con ineficacia de idiota, sonriendo a la luz, a los trajes vistosos, a las caras rechonchas. No recordaba tampoco su vida ni su pasado. ¿Qué edad tenía Telesforo? Telesforo tenía sesenta años en treinta, pero su estupidez actual lo simplificaba al rango de recién nacido.

¿Telesforo recordó que tuvo casa? No, señor. ¿Telesforo echó de menos su antigua holgura? Tampoco, señor.

¿Telesforo arguyó que el dinero amontonado en algunas manos sale de otras? Absolutamente, señor.

Telesforo sólo mantuvo con atento esfuerzo el vacío de su yo entre los labios, como si fuese una moneda, y ni la sombra de una idea titiló en su cerebro muerto de injusticia.

Sin embargo, hubiera podido, en estado más lúcido, pensar en muchas cosas frente a aquel coche parado frente al zaguán.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Cuentos de Muerte y de Sangre

Ricardo Güiraldes


Cuentos, Colección


Facundo

Traspuestas las penurias del viaje, cayó al campamento una noche de invierno agudo.

Era un inconsciente de veinte años, proyecto tal vez de caudillo; impetuoso, sin temores e insolente, ante toda autoridad. De esos hombres nacían a diario en aquella época, encargados luego de eliminarse entre ellos, limpiando el campo a la ambición del más fuerte.

Apersonado al jefe, mostró la carta de presentación. Cambiaron cordiales recuerdos de amistad familiar y Quiroga recibió a su nuevo ayudante con hospitalidad de verdadero gaucho.

Concluida la cena, al ir y venir del asistente cebador, el mocito recordó cosas de su vivir ciudadano. Atropellos y bufonadas sangrientas, que aplaudía con meneos de cabeza el patilludo Tigre.

Contó también cómo se llenaba de plata merced a su habilidad para trampear en el monte.

El Tigre pareció de pronto hostil:

—¡Jugará con sonsos!

Insolente, el mocito respondía:

—No siempre, general..., y pa probarle, le jugaría una partidita a trampa limpia.

Quiroga accedió.

Los naipes obedecían dóciles, y el Tigre perdía sin pillar falta. En su gloria, el joven, besaba de vez en cuando el gollete de un porrón medianero, y no olvidaba chiste, entre los lucidos fraseos de barajar.

Inesperadamente, Quiroga se puso en pie.

—Bueno amigo, me ha ganao todo.

Recién el mozo miró hacia el montón, escamoso, de pesos fuertes, que plateaba delante suyo.

El general se retiraba.

Entonces, un horrible terror desvencijó la audacia del ganador. Las leyendas brutales ensoberbecieron la estampa, hirsuta, del melenudo.

—¡General, le doy desquite!

—Vaya, amigo, vaya, que podría perder lo ganado y algo encima...

—No le hace, general; es justo que también usted talle.

—¿Se empeña?

—¿Cómo ha de ser?

Las mandíbulas le castañeteaban de miedo.


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35 págs. / 1 hora, 2 minutos / 316 visitas.

Publicado el 28 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

Aventuras Grotescas

Ricardo Güiraldes


Cuentos, Colección


Arrabalera

Es un cuento de arrabal para uso particular de niñas románticas.

Él, un asno paquetito.

Ella, un paquetito de asnerías sentimentales.


La casa en que vivía,
arte de repostería.
El padre, un tipo grosero
que habla en idioma campero.
 

Y entre estos personajes se desliza un triste, triste episodio de amor.

La vio, un día, reclinada en su balcón; asomando entre flores su estúpida cabecita rubia llena de cosas bonitas, triviales y apetitosas, como una vidriera de confitería.

¡Oh, el hermoso juguete para una aventura cursi, con sus ojos chispones de tome y traiga, su boquita de almíbar humedecida por lengua golosa de contornos labiales, su nariz impertinente, a fuerza de oler polvos y aguas floridas, y la hermosa madeja de su cabello rizado como un corderito de alfeñique!

En su cuello, una cinta de terciopelo negro se nublaba de uno que otro rezago de polvos, y hacía juego, por su negrura, con un insuperable lunar, vecino a la boca, negro tal vez a fuerza de querer ser pupila, para extasiarse en el coqueto paso sobre los labios de la lengüita humedecedora.

Una lengüita de granadina.

La vio y la amó (así sucede), y le escribió una larga carta en que se trataba de Querubines, dolores de ausencia, visiones suaves y desengaño que mataría el corazón.

Ella saboreó aquel extenso piropo epistolar. Además, no era él despreciable.

Elegante, sí, por cierto, elegante entre todos los afiladores del arrabal, dejando entrever por sus ojos, grandes y negros como una clásica noche primaveral, su alma sensible de amador doloroso, su alma llena de lágrimas y suspiros como un verso de tarjeta postal.

Todo eso era suficiente para hacer vibrar el corazón novelesco de la coqueta balconera.

Se dejó amar.


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8 págs. / 15 minutos / 219 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

El Juicio de Dios

Ricardo Güiraldes


Cuento


(Cuadro de costumbres)

Dios meditaba en el sosiego paradisíaco del Paraíso. El ambiente de contemplación le sumía en estado simil y pensaba divinamente.

Como un nimbo de carnes rosadas y puras, una guirnalda de angelitos le revoloteaba en torno coreando el himno eterno.

De pronto, algo así como un crujido de botín perforó el ambiente beato. Un angelito enrojeció en la parte culpable, y, presas de súbito terror, las aladas pelotitas de carne se desvanecieron como un rubor que pasa.

Dios sonreía patriarcalmente; sentíase bueno de verdad, y un proyecto para aliviar los males humanos afianzábase en su voluntad.

Quejidos subían de la tierra, y en la felicidad del cielo eran más dolorosos. Había, pues, que remediar, y Dios, resuelto al fin, envió a sus emisarios trajeran lo más distinguido de entre la colonia de sus adoradores.

Así se hizo.

Reunidos, habló Jehová.

—¡Oíd!... un rumor de descontento sube de la tierra jamás el hombre miserable llevará con resignación su cruz, e inútil les habrá sido el ejemplo dado en mi hijo Cristo. Los rezos, hoy como siempre, importunan mi calma y quiero cesen. Mi voluntad es escuchar los deseos humanos y, según ellos, darle felicidad para al fin gozar de la nuestra.

¡Vosotros, ángeles negros, distribuidores de noche, embocad las largas cañas de ébano y soplad, por los ojos de los hombres, la nada en sus pechos!

¡Qué las almas tiendan hacia mí mientras conserváis los cuerpos así luego vuelve la vida a seguir su pulsación!

Como en los cielos carecen de tiempo, estuvieron muy luego los citados, míseros y ridículos en las multiformes y policromas vestimentas.


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3 págs. / 5 minutos / 88 visitas.

Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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