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Don Segundo Sombra

Ricardo Güiraldes


Novela


Capítulo I

En las afueras del pueblo, a unas diez cuadras de la plaza céntrica, el puente viejo tiende su arco sobre el río, uniendo las quintas al campo tranquilo.

Aquel día, como de costumbre, había yo venido a esconderme bajo la sombra fresca de la piedra, a fin de pescar algunos bagrecitos, que luego cambiaría al pulpero de «La Blanqueada» por golosinas, cigarrillos o unos centavos.

Mi humor no era el de siempre; sentíame hosco, huraño, y no había querido avisar a mis habituales compañeros de huelga y baño, porque prefería no sonreír a nadie ni repetir las chuscadas de uso.

La pesca misma pareciéndome un gesto superfluo, dejé que el corcho de mi aparejo, llevado por la corriente, viniera a recostarse contra la orilla.

Pensaba. Pensaba en mis catorce años de chico abandonado, de «guacho», como seguramente dirían por ahí.

Con los párpados caídos para no ver las cosas que me distraían, imaginé las cuarenta manzanas del pueblo, sus casas chatas, divididas monótonamente por calles trazadas a escuadra, siempre paralelas o verticales entre sí.

En una de esas manzanas, no más lujosa ni pobre que otras, estaba la casa de mis presuntas tías, mi prisión.

¿Mi casa? ¿Mis tías? ¿Mi protector don Fabio Cáceres? Por centésima vez aquellas preguntas se formulaban en mí, con grande interrogante ansioso, y por centésima vez reconstruí mi breve vida como única contestación posible, sabiendo que nada ganaría con ello; pero era una obsesión tenaz.


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Dominio público
195 págs. / 5 horas, 41 minutos / 523 visitas.

Publicado el 27 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

De Mala Bebida

Ricardo Güiraldes


Cuento


Santos era cochero en una estancia distante dos leguas de la nuestra.

Bajo y grueso, sus cincuenta y seis años de vida bondadosa y tranquila no acusaban más de cuarenta.

Contaba en su existencia con un episodio que tal vez marcara en ella la única página intensa, y le oí contar más de cien veces aquel momento trágico, que narraba a la menor insinuación, con siempre el mismo terror latente.

Servía entonces a don Venancio Gómez, individuo cruel y bruto, que repartía su tiempo entre orgías violentas en Buenos Aires y cortas visitas a su estancia, a donde sólo venía de tiempo en tiempo con objeto de apretar ciertas clavijas para mayor rendimiento.

Fue un día a buscarlo al pueblo.

El telegrama decía: “Llego mañana 11 a. m.” ¡Buena hora había elegido para el tiempo de calor que venía manteniéndose desde varios días!

Subió al coche, sin contestar los saludos obsequiosos de Santos, y comenzaron las preguntas acerca de la administración.

A cada cosa desaprobada por don Venancio seguía un rosario de injurias, que su interlocutor trataba de eludir alegando su impotencia de simple peón.

Decididamente, el señor debía estar tomao.

Siguieron el camino, que serpenteaba sumiso como un lazo tirado a descuido.

Tras la volanta, un compacto pelotón de polvo oscilaba.

El patrón dormitaba ahora al vaivén de los barquinazos. No irían por mitad de viaje cuando se incorporó en el interior del coche, ceceando pesadamente.

— Tengo ganas de matar un hombre.

— ¡Jesús! —aulló bufonamente Santos, tomando la cosa a broma. ¡Si no hay más que hacienda por el camino!

— De no encontrar otro —prosiguió don Venancio—, has de ser vos el pavo e la boda.

Lo cual diciendo, sacó del cinto un revólver que descansó sobre las rodillas.


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1 pág. / 2 minutos / 81 visitas.

Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Venganza

Ricardo Güiraldes


Cuento


De esto hará unos ochenta años, en el campamento del coronel Baigorria, que comandaba una sección cristiana entre los indios ranqueles, entonces capitaneados por Painé Guor.

El capitán Zamora —diremos no dando el verdadero nombre—, poseía una querida, rescatada al tolderío con sus mejores prendas de plata.

Misia Blanca era bocado que despertaba codicias con su hermosura rellena, y muchos le arrastraban el ala, con cuidado, vista la fiereza del capitán.

Y era coqueta: daba rienda, engatusaba con posturas y remilgos, para después esquivar el bulto; modo de aguzar los deseos en derredor suyo.

Celoso y desconfiado, Zamora no le perdía, pisada, conociendo sus coqueteos que más de una vez le llevaron a azotar a un pobre diablo o a tomarse en palabras con un igual.

Durante dos meses, Blanca pareció responder a sus caricias. Llamábale mí salvador, mí negro guapo, y le estaba agradecida por haberla librado de la indiada.

Pero (ya que siempre los hay) al cabo de esos dos meses las demostraciones fueron mermando, el amor de Blanca aflojó y había de ser como los mancarrones lunancos, para no componerse más. Zamora buscó fuera la causa, y dio en uno de sus soldados, chinazo fortacho y buen mozo aumentativamente.

Los espió, haciéndose el rengo.

Cuando estuvo seguro, dijo para sus bigotes:

—Maula, desagradecida, mi'as trampiao y vas a pagar la chanchada.

Prendió un nuevo cigarrillo sobre el pucho y saltó en pelos; tomando al galope hacia lo de Sofanor Raynoso, uno de sus soldados.

Llegado al toldo, saludó a una chinita que pisaba maíz y aguardó que se acercara su hombre, que, dejando, un azulejo a medio tusar, venía a ponerse a la orden.

—Sofanor, tengo que hablarte.

Se apartaron un trecho.

—¿Y cómo te va yendo?

—¡Regular!

—¿Siempre estah' enfermo?

—Mah' aliviadito, señor; pero no hayo descanso.


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Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 61 visitas.

Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Pozo

Ricardo Güiraldes


Cuento


Sobre el brocal desdentado del viejo pozo, una cruz de palo roída por la carcoma miraba en el fondo su imagen simple. Toda una historia trágica.

Hacía mucho tiempo, cuando fue recién herida la tierra y pura el agua como sangre cristalina, un caminante sudoroso se sentó en el borde de la piedra para descansar su cuerpo y refrescar la frente con el aliento que subía del tranquilo redondel. Allí le sorprendieron el cansancio, la noche y el sueno; su espalda resbaló al apoyo y el hombre se hundió golpeando blandamente en las paredes hasta romper la quietud del disco puro.

Ni tiempo para dar un grito o retenerse en las salientes, que le rechazaban brutalmente después del choque. Había rodado llevando consigo algunos pelmazos de tierra pegajosa. Aturdido por el golpe, se debatió sin rumbo en el estrecho cilindro líquido hasta encontrar la superficie. Sus dedos espasmódicos, en el ansia agónica de sostenerse, horadaron el barro rojizo. Luego quedó exánime, solo emergida la cabeza, todo el esfuerzo de su ser concentrado en recuperar el ritmo perdido de su respiración.

Con su mano libre tante el cuerpo, en que el dolor nacía con la vida. Miró hacia arriba: el mismo redondel de antes, más lejano, sin embargo, y en cuyo centro la noche hacía nacer una estrella tímidamente.

Los ojos se hipnotizaron en la contemplación del astro pequeño, que dejaba, hasta el fondo, caer su punto de luz. Unas voces pasaron no lejos, desfiguradas, tenues; un frío le mordió del agua y gritó un grito que, a fuerza de terror, se le quedó en la boca. Hizo un movimiento y el líquido onduló en torno, denso como mercurio. Un pavor místico contrajo sus músculos, e impelido por esa nueva y angustiosa fuerza, comenzó el ascenso, arrastrándose a lo largo del estrecho tubo húmedo; unos dolores punzantes abriéndole las carnes, mirando el fin siempre lejano como en las pesadillas.


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1 pág. / 2 minutos / 194 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Don Juan Manuel

Ricardo Güiraldes


Cuento


Bajó de la diligencia en San Miguel de la Guardia del Monte, uno de los pueblos más viejos de nuestra provincia.

Un peón le esperaba con caballo de tiro, como era convenido. Nicanor preguntó por los de las casas. Todos estaban bien y esperaban al señor con grandes preparativos de fiesta.

Regocijábase con la promesa de alegres días. En Buenos Aires, la Facultad absorbía sus ambiciones de estudioso. Poco se daba al placer. La política, la vida social, los clubs, las disipaciones juveniles eran cartas abiertas en las cuales leía escasos renglones.

Las vacaciones, en cambio, le impulsaban a desquitarse.

Miró al gaucho, cuyo chiripá chasqueba al viento sin que su fisonomía exteriorizara placer alguno por su libertad salvaje, y apoyó las rodillas sobre el cuero lanudo del recado, para sentir más presentes los movimientos del caballo, bajo cuyos cascos la tierra huía mareadora.

Oyeron, de atrás, aproximarse un galope; alguien los alcanzaba, y los caballos tranquearon, como obedeciendo a una voluntad superior y desconocida.

—Buenos días.

—Buenos días.

Llamó la atención de nuestro pueblero el flete, primorosamente aperado de plata tintiniante, cuyos reflejos intensificaban su pelo ya lustroso de colorao sangre e toro.

El hombre era un gaucho en su vestir, un patricio en su porte y maneras.

Con facilidad de encuentros camperos, se hizo relación. Sin nombrarse el recién llegado, preguntó a Nicanor quién era y adónde iba.

—Yo he sido amigo e su padre. Compañero 'e política también.

Y prosiguió afable:

—¿Va a lo de Z...? Es mi camino, y lo acompañaré; así conversaremos para acortar el galope.

—Es un honor que usted me hace.

El peón venía a distancia, respetuosamente. Nicanor le ordenó se adelantara a anunciar su llegada, y quedaron los nuevos amigos demasiado interesados en sus diálogos para pensar en el camino.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 65 visitas.

Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Cuentos de Muerte y de Sangre

Ricardo Güiraldes


Cuentos, Colección


Facundo

Traspuestas las penurias del viaje, cayó al campamento una noche de invierno agudo.

Era un inconsciente de veinte años, proyecto tal vez de caudillo; impetuoso, sin temores e insolente, ante toda autoridad. De esos hombres nacían a diario en aquella época, encargados luego de eliminarse entre ellos, limpiando el campo a la ambición del más fuerte.

Apersonado al jefe, mostró la carta de presentación. Cambiaron cordiales recuerdos de amistad familiar y Quiroga recibió a su nuevo ayudante con hospitalidad de verdadero gaucho.

Concluida la cena, al ir y venir del asistente cebador, el mocito recordó cosas de su vivir ciudadano. Atropellos y bufonadas sangrientas, que aplaudía con meneos de cabeza el patilludo Tigre.

Contó también cómo se llenaba de plata merced a su habilidad para trampear en el monte.

El Tigre pareció de pronto hostil:

—¡Jugará con sonsos!

Insolente, el mocito respondía:

—No siempre, general..., y pa probarle, le jugaría una partidita a trampa limpia.

Quiroga accedió.

Los naipes obedecían dóciles, y el Tigre perdía sin pillar falta. En su gloria, el joven, besaba de vez en cuando el gollete de un porrón medianero, y no olvidaba chiste, entre los lucidos fraseos de barajar.

Inesperadamente, Quiroga se puso en pie.

—Bueno amigo, me ha ganao todo.

Recién el mozo miró hacia el montón, escamoso, de pesos fuertes, que plateaba delante suyo.

El general se retiraba.

Entonces, un horrible terror desvencijó la audacia del ganador. Las leyendas brutales ensoberbecieron la estampa, hirsuta, del melenudo.

—¡General, le doy desquite!

—Vaya, amigo, vaya, que podría perder lo ganado y algo encima...

—No le hace, general; es justo que también usted talle.

—¿Se empeña?

—¿Cómo ha de ser?

Las mandíbulas le castañeteaban de miedo.


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Dominio público
35 págs. / 1 hora, 2 minutos / 311 visitas.

Publicado el 28 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

Nocturno

Ricardo Güiraldes


Cuento


La amenaza había quedado en Roberto como un presagio de desgracia.

—Sí, humílleme; pero algún día, si Dios quiere, nos hemos de encontrar cara a cara.

Bah, no era el primer caso… fanfarronadas de paisano.

Roberto era hombre de afrontar un peligro, y no hizo caso del consejo: “Mire, patroncito, que es mal bicho”.

Volvía del pueblo: dos leguas cortas.

La noche era obscura, agujereada de mil estrellas.

El caballo galopaba libremente, depositada la confianza del jinete en instinto seguro.

A treinta cuadras de las casas los cardos dejan un estrecho espacio; es el mes de noviembre y se alzan, rígidos, mirando al cielo con sus flores torturadas de espinas.

Algo se movió en el camino.

Abriose el cardal y un bulto ágil saltó hacia e1 caballo, que, desesperadamente, trató de esquivarse con estrépito de cardos pisoteados.

Se debatió queriendo desasirse de la mano que, hacia atrás, le empujaba venciendo sus garrones; pero perdió apoyo en una zanja, arrastrando en su caída al jinete, que quedó aprisionado: una pierna apretada por su peso.

Palabras de injuria vibraron en el tropel producido por la lucha.

Roberto tiró al bulto, que retrocedió con una imprecación.

Había tocado: tenía ahora que ganar tiempo, salir de la posición en que se hallaba.

El caballo, libre un momento, se levantó, proyectando su jinete a distancia. Este quiso recobrar el equilibrio, pero fue tarde.

El bulto, que no había hecho sino retroceder, volvía a la carga con mayor impulso.

Recibió el golpe en pleno vientre.

Se supo muerto; un gesto de dolor le dobló como gusano partido por la pala, largó el revólver, asiendo de ambas manos la que le hundiera el hierro hasta la guarda y la retuvo para evitar un segundo encontronazo, ya aterrorizado, la cabeza vaga, sintiendo la muerte en el vientre.


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Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 177 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Trenzador

Ricardo Güiraldes


Cuento


Núñez trenzó, como hizo música Bach, pintura Goya, versos el Dante.

Su organización de genio le encauzó en senda fija y vivió con la única preocupación de su arte.

Sufrió la eterna tragedia del grande. Engendró y parió en el dolor según la orden divina. Dejó a sus discípulos, con el ejemplo, mil modos de realizarse, y se fue, atesorando un secreto que sus más instruídos profetas no han sabido aclarar.

Fueron para el comienzo los botones tiocos del viejo Nicasio, que escupía los tientos hasta hacerlos escurridizos. Luego otras, las enseñanzas de saber más complejo.

Núñez miraba, sin una pregunta, asimilando con facilidad voraz los diferentes modos, mientras la Babel del innovador trepaba sobre sí misma, independientemente de lo enseñable.

Una vez adquirida la técnica necesaria, quiso hacer materia de su sueño. Para eso se encerró en los momentos ociosos y en el secreto del cuarto, mientras los otros sesteaban, comenzó un trabajo complicado de trenzas y botones que vencía con simplicidad.

Era un bozal a su manera, dificultoso en su diafanidad de ñandutí. A los motivos habituales de decoración, uniría inspiraciones personales de árboles y animales varios.

Iba despacio, debido al tiempo que requería la preparación de los tientos, finos como cerda, a la escasez de los ratos libres, a las pullas de los compañeros, que trataba de eludir como espuela enconosa, llevadera a malos desenlaces.

¿Qué haría Núñez, tan a menudo encerrado en su cuarto?

Esa curiosidad del peonaje llegó al patrón, que quiso saber.

Entró de sorpresa, encontrando a Núñez tan absorbido en un entrevero de lonjas, que pudo retirarse sin ser sentido.

Al concluir la siesta, mandole llamar, encargándole, irónicamente, compusiera unas riendas en las cuales tenía que echar cuatro botones, sobre el modelo inimitable de un trenzador muerto.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 291 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Raucho

Ricardo Güiraldes


Novela


Prólogo

En torno a la muerta: cirios, traperío negro y cadáveres de flores.

Descomposiciones lentas, trabajo silenciosamente progresivo, elaboraciones de química fétida en un cuerpo amado.

La vida se siente empequeñecida. Todo acalla y las respiraciones en sordina tienen vergüenza de sí mismas. Nada llega de los alrededores; el mundo ha cesado su pulsación de vida.

Don Leandro, positivamente viudo e incapaz de reaccionar contra el sopor que lo mantiene insensible, no da señales de dolor alguno. Una lágrima cae en su alma, una lágrima larga y punzante como hoja de acero.

Pasó el aturdimiento del golpe como una crisis de locura, con sus gritos, sus desvaríos, su consiguiente decrepitud física.

Los episodios inexplicables de las ceremonias inhumatorias fueron fantasmas en la noche espesa del embotamiento dolorido: la capilla ardiente, el féretro, la inmovilidad increíble de las facciones queridas, el descenso a la bóveda, toda esa gente que un fenómeno extraño enfunda en macabras vestiduras y que hablan con voces perdidas allá en un delirio persistente. ¿Sería posible?

Eso pasó y quedaba para los días venideros, una vida hecha de sobras.

Don Leandro orilló el suicidio durante dos meses. Sin amigos, él que había vivido trabajando para los suyos, no tuvo quién le hablara de consuelo.

En su escritorio, enredado de humo a fuerza de fumar con tic de maniático, veía la vida simbolizada por su traje de luto, comprado en momentos de desvarío, ridículo en su solemnidad y demasiado grande; algo superfluo, mísero, extraño a él.

Caía en la noche, como en una incoherencia. Aplastado en un sillón jugaba con un pequeño revólver, cuya empuñadura nacarada refrescaba sus manos; era una habitud desde que sacó por primera vez aquella arma, con decisión hecha.


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Dominio público
95 págs. / 2 horas, 47 minutos / 273 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

Diálogos y Palabras

Ricardo Güiraldes


Cuento


Una cocina de peones: fogón de campana, paredes negreadas de humo, piso de ladrillos, unos cuantos bancos, leña en un rincón.

Dando la espalda al fogón matea un viejo con la pava entre los pies chuecos que se desconfían como jugando a las escondidas.

Entra un muchacho lampiño, con paso seguro y el hilo de un estilo silbándole en los labios.

Pablo Sosa.— Güen día, Don Nemesio.

Don Nemesio.— Hm.

Pablo.— ¿Stá caliente el agua?

Don Nemesio.— M… hm…

Pablo.— ¡Stá güeno!

El muchacho llena un mate en la yerbera, le echa agua cuidadosamente a lo largo de la bombilla, y va hacia la puerta, por donde escupe para afuera los buches de su primer cebadura.

Pablo (Desde la puerta.).— ¿Sabe que está lindo el día pa ensillar y juirse al pueblo? Ganitas me están dando de pedirle la baja al patrón. Mirá qué día de fiesta p'al pobre, arrancar biznaga' e' el monte en día Domingo ¿No será pecar contra de Dios?

Don Nemesio.— ¿M… hm?

Pablo.— ¿No ve la zanja, don? ¡Cuidao no se comprometa con tanta charla!

«Quejarse no es güen cristiano y pa nada sirve. A la suerte amarga yo le juego risa, y en teniendo un güen compañero pa repartir soledades, soy capaz de creerme de baile. ¿Ne así? ¡Vea! Cuando era boyero e muchacho, solía pasarme de vicio entre los maizales, sin necesidá de dir pa las casas. ¡Tenía un cuzquito de zalamero! Con él me floreaba a gusto, porque no sabiendo más que mover la cola, no había caso de que me dijera como mamá: —«Andá buscate un pedazo e galleta, ansina te enllenas bien la boca y asujetas el bolaceo»; ni tampoco de que me sacara como tata, zapateando de apurao, pa cuerpiarle al lonjazo.

«El hombre, amigo, cuando eh' alegre y bien pensao, no tiene por qué hacerse cimarrón y andarle juyendo ala gente. ¿No le parece, don?»

Don Nemesio.— M… hm…


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1 pág. / 2 minutos / 256 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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