El Remanso
Ricardo Güiraldes
Cuento
—¡Goyo!
—¿Señor?
—Alargame la estribera derecha antes de subir, ¿querés?
En la noche callada, los sonidos eran claros. Hacía frío. El cebruno, inquieto, daba vueltas y revueltas, entorpeciendo al peón en su trabajo.
—A ver, pruebe aura.
El estribo caía justo.
—Bueno, alcanzame la valija y subí.
Salieron al paso. El rodar de las coscojas era única señal de vida en el sueño de todas cosas.
—¿Trais la yave?
—Sí, señor.
—¡Galopemos!
El viento hacía sufrir las manos. Intranquilo, el cebruno parecía mirar con las orejas, vueltas en giros bruscos a todo bulto turbio de obscuridad.
—¡Mancarrón sonso, le ha dao por loriar!
—Déjelo no más, que ya se asentará después de una legüita. ¡Encantador consuelo!
Lisandro estaba de mal humor. No se acomodaba su somnolencia con andar atento a los caprichos del caballo que cambiaba de galope o se espantaba sin que la obscuridad permitiera prever las causas.
Por otra parte, dejaba tras sí toda una vida simple: sus días luminosos, sus trabajos alegres en la alegría del peonaje, sus noches de buen sueño en aquella cama dura pero cariñosa. Noches de ermitaño, bañadas de soledad inmensa.
—¿Tardará mucho en amanecer?
—Aurita no más aclara.
Siguieron callados. La luz nacía imperceptible. Sólo el lucero vivía en la cúpula lejana y una que otra estrella se apagaba tiritando de frío.
Iban cortando campo.
—Recuéstese más a la derecha, don Lisandro; de no, vamos a salir frente a los tembladerales.
Pero el otro no hizo caso, objetando que si así lo hicieran darían sobre el remanso de los sauces.
Goyo no insistió por el tono malhumorado de las palabras. ¡Porfiarle a él, que conocía el camino como sus manos! En fin, ya se desengañaría.
Dominio público
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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.