Telesforo Altamira
Ricardo Güiraldes
Cuento
Telesforo Altamira era un atorrante—soneto en su clásica perfección.
Tenía un poco el físico de Corbière, pero el genio se le había muerto de hambre en la cabeza piojosa. Yo lo vi hace poco, remontando la calle Corrientes a eso de las doce y media p. m., entre la turba burguesa largada por cinematógrafos y teatros. Telesforo caminaba cómodo entre los empujones y codazos, porque su mugre hacía en derredor un vacío de respeto. La mugre es una aureola.
Telesforo se detuvo para que bajara de su lujoso automóvil una familia gruesa, puro charol, raso, pechera, escote y joyas; y viola desaparecer en el zaguán iluminado sin mudar de expresión, es decir: con la boca blanda ligeramente aflojada en o sobre las desdentadas encías. No hay que creer que pensaba; mucho ha curó de esa desgracia, y sólo miraba con ineficacia de idiota, sonriendo a la luz, a los trajes vistosos, a las caras rechonchas. No recordaba tampoco su vida ni su pasado. ¿Qué edad tenía Telesforo? Telesforo tenía sesenta años en treinta, pero su estupidez actual lo simplificaba al rango de recién nacido.
¿Telesforo recordó que tuvo casa? No, señor. ¿Telesforo echó de menos su antigua holgura? Tampoco, señor.
¿Telesforo arguyó que el dinero amontonado en algunas manos sale de otras? Absolutamente, señor.
Telesforo sólo mantuvo con atento esfuerzo el vacío de su yo entre los labios, como si fuese una moneda, y ni la sombra de una idea titiló en su cerebro muerto de injusticia.
Sin embargo, hubiera podido, en estado más lúcido, pensar en muchas cosas frente a aquel coche parado frente al zaguán.
1 pág. / 2 minutos / 115 visitas.
Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.