Rosaura
Ricardo Güiraldes
Novela corta
Para mi hermana
LOLITA
en 1914
I
Lobos es un pueblo tranquilo, en medio de la pampa.
Dominio público
27 págs. / 47 minutos / 151 visitas.
Publicado el 29 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.
Mostrando 21 a 30 de 35 textos encontrados.
autor: Ricardo Güiraldes editor: Edu Robsy textos disponibles
Para mi hermana
LOLITA
en 1914
Lobos es un pueblo tranquilo, en medio de la pampa.
Dominio público
27 págs. / 47 minutos / 151 visitas.
Publicado el 29 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.
Para Alfredo González Garaño
(Equidad)
(Cuadro de costumbres)
Dios meditaba en el sosiego paradisíaco del Paraíso. El ambiente de contemplación le sumía en estado simil y pensaba divinamente.
Como un nimbo de carnes rosadas y puras, una guirnalda de angelitos le revoloteaba en torno coreando el himno eterno.
De pronto, algo así como un crujido de botín perforó el ambiente beato. Un angelito enrojeció en la parte culpable, y, presas de súbito terror, las aladas pelotitas de carne se desvanecieron como un rubor que pasa.
Dios sonreía patriarcalmente; sentíase bueno de verdad, y un proyecto para aliviar los males humanos afianzábase en su voluntad.
Quejidos subían de la tierra, y en la felicidad del cielo eran más dolorosos. Había, pues, que remediar, y Dios, resuelto al fin, envió a sus emisarios trajeran lo más distinguido de entre la colonia de sus adoradores.
Así se hizo.
Reunidos, habló Jehová.
—¡Oíd!... un rumor de descontento sube de la tierra jamás el hombre miserable llevará con resignación su cruz, e inútil les habrá sido el ejemplo dado en mi hijo Cristo. Los rezos, hoy como siempre, importunan mi calma y quiero cesen. Mi voluntad es escuchar los deseos humanos y, según ellos, darle felicidad para al fin gozar de la nuestra.
¡Vosotros, ángeles negros, distribuidores de noche, embocad las largas cañas de ébano y soplad, por los ojos de los hombres, la nada en sus pechos!
¡Qué las almas tiendan hacia mí mientras conserváis los cuerpos así luego vuelve la vida a seguir su pulsación!
Como en los cielos carecen de tiempo, estuvieron muy luego los citados, míseros y ridículos en las multiformes y policromas vestimentas.
Dominio público
13 págs. / 24 minutos / 142 visitas.
Publicado el 29 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.
Para Adelina del Carril;
Tres veces este libro ha caído de mis manos, encontrando el sostén de las tuyas.
Sola, has opuesto fe a mis dudas.
Hoy que corre su destino, lo amparo en tu cariño.
R. G.
Ante todo quisiera personalizar mis sensaciones, como si fuera mi viaje un punto de partida hacia algo definido.
Las cosas se inscribirán en mí según mi idiosincrasia y me interesa tanto observarme, que quiero, a diario, fijar mi modo de reaccionar ante los incidentes nuevos.
Voy al Perú para internarme hacia los restos de la civilización preincásica. No sé empero si desembarcaré en Mollendo, en el Callao o en Trujillo.
Pequeño descubridor de mis propias impresiones, llevo como bagaje moral mi gran curiosidad, como fortuna la cantidad suficiente para viajar cinco meses y como carga personal, indispensable, mis baúles y mi libreta de enrolamiento.
Basta por hoy.
8 a. m.— Instalado en el tren con premura. (Un tren largo aquí y que nada será perdido en la pampa, dentro de poco). Buenos Aires, Mendoza, Santiago, cordillera inclusive, con derroche de cumbres, laderas y demás componentes obligatorios.
Va a hacer mucho calor y tierra de esa que ha poco aventaban cascos de caballos indios.
Entretanto cruzan por andenes y pasadizos algunos remolinos de provincianos: héroes que vuelven de haber conquistado la capital. Arrinconarse y mirarlos con el merecido respeto. Sombreros grises, martingalas, guantes color patito, tez mate y pelo lacio.
Sube a mi vagón una pareja que he encontrado en la agencia donde compré mi boleto.
Recuerdo que en aquella ocasión miré a la mujer, como se mira una belleza de cinematógrafo a cuya patria no se irá. Ahora, la coincidencia de nuestro encuentro me parece significativa.
Me pregunto: ¿es un peligro?
Dominio público
84 págs. / 2 horas, 27 minutos / 134 visitas.
Publicado el 29 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.
Es un cuento de arrabal para uso particular de niñas románticas.
Él, un asno paquetito.
Ella, un paquetito de asnerías sentimentales.
La casa en que vivía,
arte de repostería.
El padre, un tipo grosero
que habla en idioma campero.
Y entre estos personajes se desliza un triste, triste episodio de amor.
La vio, un día, reclinada en su balcón; asomando entre flores su estúpida cabecita rubia llena de cosas bonitas, triviales y apetitosas, como una vidriera de confitería.
¡Oh, el hermoso juguete para una aventura cursi, con sus ojos chispones de tome y traiga, su boquita de almíbar humedecida por lengua golosa de contornos labiales, su nariz impertinente, a fuerza de oler polvos y aguas floridas, y la hermosa madeja de su cabello rizado como un corderito de alfeñique!
En su cuello, una cinta de terciopelo negro se nublaba de uno que otro rezago de polvos, y hacía juego, por su negrura, con un insuperable lunar, vecino a la boca, negro tal vez a fuerza de querer ser pupila, para extasiarse en el coqueto paso sobre los labios de la lengüita humedecedora.
Una lengüita de granadina.
La vio y la amó (así sucede), y le escribió una larga carta en que se trataba de Querubines, dolores de ausencia, visiones suaves y desengaño que mataría el corazón.
Ella saboreó aquel extenso piropo epistolar. Además, no era él despreciable.
Elegante, sí, por cierto, elegante entre todos los afiladores del arrabal, dejando entrever por sus ojos, grandes y negros como una clásica noche primaveral, su alma sensible de amador doloroso, su alma llena de lágrimas y suspiros como un verso de tarjeta postal.
Todo eso era suficiente para hacer vibrar el corazón novelesco de la coqueta balconera.
Se dejó amar.
Dominio público
1 pág. / 3 minutos / 109 visitas.
Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
(Cuadro de costumbres)
Dios meditaba en el sosiego paradisíaco del Paraíso. El ambiente de contemplación le sumía en estado simil y pensaba divinamente.
Como un nimbo de carnes rosadas y puras, una guirnalda de angelitos le revoloteaba en torno coreando el himno eterno.
De pronto, algo así como un crujido de botín perforó el ambiente beato. Un angelito enrojeció en la parte culpable, y, presas de súbito terror, las aladas pelotitas de carne se desvanecieron como un rubor que pasa.
Dios sonreía patriarcalmente; sentíase bueno de verdad, y un proyecto para aliviar los males humanos afianzábase en su voluntad.
Quejidos subían de la tierra, y en la felicidad del cielo eran más dolorosos. Había, pues, que remediar, y Dios, resuelto al fin, envió a sus emisarios trajeran lo más distinguido de entre la colonia de sus adoradores.
Así se hizo.
Reunidos, habló Jehová.
—¡Oíd!... un rumor de descontento sube de la tierra jamás el hombre miserable llevará con resignación su cruz, e inútil les habrá sido el ejemplo dado en mi hijo Cristo. Los rezos, hoy como siempre, importunan mi calma y quiero cesen. Mi voluntad es escuchar los deseos humanos y, según ellos, darle felicidad para al fin gozar de la nuestra.
¡Vosotros, ángeles negros, distribuidores de noche, embocad las largas cañas de ébano y soplad, por los ojos de los hombres, la nada en sus pechos!
¡Qué las almas tiendan hacia mí mientras conserváis los cuerpos así luego vuelve la vida a seguir su pulsación!
Como en los cielos carecen de tiempo, estuvieron muy luego los citados, míseros y ridículos en las multiformes y policromas vestimentas.
Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 88 visitas.
Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Santos era cochero en una estancia distante dos leguas de la nuestra.
Bajo y grueso, sus cincuenta y seis años de vida bondadosa y tranquila no acusaban más de cuarenta.
Contaba en su existencia con un episodio que tal vez marcara en ella la única página intensa, y le oí contar más de cien veces aquel momento trágico, que narraba a la menor insinuación, con siempre el mismo terror latente.
Servía entonces a don Venancio Gómez, individuo cruel y bruto, que repartía su tiempo entre orgías violentas en Buenos Aires y cortas visitas a su estancia, a donde sólo venía de tiempo en tiempo con objeto de apretar ciertas clavijas para mayor rendimiento.
Fue un día a buscarlo al pueblo.
El telegrama decía: “Llego mañana 11 a. m.” ¡Buena hora había elegido para el tiempo de calor que venía manteniéndose desde varios días!
Subió al coche, sin contestar los saludos obsequiosos de Santos, y comenzaron las preguntas acerca de la administración.
A cada cosa desaprobada por don Venancio seguía un rosario de injurias, que su interlocutor trataba de eludir alegando su impotencia de simple peón.
Decididamente, el señor debía estar tomao.
Siguieron el camino, que serpenteaba sumiso como un lazo tirado a descuido.
Tras la volanta, un compacto pelotón de polvo oscilaba.
El patrón dormitaba ahora al vaivén de los barquinazos. No irían por mitad de viaje cuando se incorporó en el interior del coche, ceceando pesadamente.
— Tengo ganas de matar un hombre.
— ¡Jesús! —aulló bufonamente Santos, tomando la cosa a broma. ¡Si no hay más que hacienda por el camino!
— De no encontrar otro —prosiguió don Venancio—, has de ser vos el pavo e la boda.
Lo cual diciendo, sacó del cinto un revólver que descansó sobre las rodillas.
Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 82 visitas.
Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Un entrevero violento y fugaz, palabras de odio gritadas entre una carnicería de doscientos hombres que, al través de la noche, se sablean y atropellan, sobrehumanos; bramando coraje.
Combate rudo.
Por quinta vez, el gauchaje sorprendía el campamento realista, y en el aturdimiento de todos, lazo y bola habían hecho su obra.
Uno de los asaltantes, sin embargo, quedó en mano de los españoles. En cortejo de odio fue conducido al juicio de los superiores, y la pena de muerte cayó fatalmente.
La cabeza baja y casi escondida por lacia melena, el condenado oyó el veredicto. Sus ropas despedazadas descubrían el pecho, sesgado por honda herida.
Cuando la soldadesca tuvo segura su venganza, calmáronse los anatemas y maldiciones. Aproximábanse, por turno, para verlo, y también gozar de su estado.
Concluirían los asaltos y el terror supersticioso que supo imponer ese cabecilla peligroso cuyo apodo vibraba en boca del enemigo con entonación de ira. ¿Cuántos no ahorcó su lazo, y despedazó en la huida, mientras se golpeaba la boca en señal de burla? Adelantose el verdugo voluntario.
La tropa rodeaba con curiosidad, ansiosa de ver flaquear al que habían temido.
Por primera vez, El Zurdo alzó la cara y tuvo una mirada de pálido desprecio. Quería vejarlos antes de morir, herirlos con una palabra a falta de hierro, y sonrió sarcástico:
— ¿Por qué no yaman las mujeres?
La indignación hirvió en la tropa, los dientes rechinaron, hartos de ofensa, el sable temblaba en manos del verdugo. El Zurdo aprovechó el silencio hablando con orgullo:
— En la sidera de mi recao tengo siento trainta tarjas, y ustedes, por más que me maten, no han de matar más que a uno.
Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 79 visitas.
Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Bajó de la diligencia en San Miguel de la Guardia del Monte, uno de los pueblos más viejos de nuestra provincia.
Un peón le esperaba con caballo de tiro, como era convenido. Nicanor preguntó por los de las casas. Todos estaban bien y esperaban al señor con grandes preparativos de fiesta.
Regocijábase con la promesa de alegres días. En Buenos Aires, la Facultad absorbía sus ambiciones de estudioso. Poco se daba al placer. La política, la vida social, los clubs, las disipaciones juveniles eran cartas abiertas en las cuales leía escasos renglones.
Las vacaciones, en cambio, le impulsaban a desquitarse.
Miró al gaucho, cuyo chiripá chasqueba al viento sin que su fisonomía exteriorizara placer alguno por su libertad salvaje, y apoyó las rodillas sobre el cuero lanudo del recado, para sentir más presentes los movimientos del caballo, bajo cuyos cascos la tierra huía mareadora.
Oyeron, de atrás, aproximarse un galope; alguien los alcanzaba, y los caballos tranquearon, como obedeciendo a una voluntad superior y desconocida.
—Buenos días.
—Buenos días.
Llamó la atención de nuestro pueblero el flete, primorosamente aperado de plata tintiniante, cuyos reflejos intensificaban su pelo ya lustroso de colorao sangre e toro.
El hombre era un gaucho en su vestir, un patricio en su porte y maneras.
Con facilidad de encuentros camperos, se hizo relación. Sin nombrarse el recién llegado, preguntó a Nicanor quién era y adónde iba.
—Yo he sido amigo e su padre. Compañero 'e política también.
Y prosiguió afable:
—¿Va a lo de Z...? Es mi camino, y lo acompañaré; así conversaremos para acortar el galope.
—Es un honor que usted me hace.
El peón venía a distancia, respetuosamente. Nicanor le ordenó se adelantara a anunciar su llegada, y quedaron los nuevos amigos demasiado interesados en sus diálogos para pensar en el camino.
Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 66 visitas.
Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
—Como seguridad de pulso —interrumpió Gonzalo—, no conozco nada que equivalga al hecho del capitán Funes.
—Y ¿cómo es? —preguntamos en coro.
—Breve y sabroso. Veníamos de Europa en un barco que hoy calificaríamos de chiquero, pero de primer orden para hace veinte años.
Nos aburríamos oceánicamente, a pesar de habernos juntado cinco o seis muchachos para truquear y hacer bromas que acortaran el viaje. Se truqueaba por poca plata, y las bromas eran pesadísimas.
Al llegar a Santos, fuera el frescor del aire o la proximidad de la tierra, nos remozó un nuevo brío de chistes e indiadas.
Para mejor, subió un candidato, y nos prometimos, luego de analizar su facha enjuta y pretensiosa, hacerlo víctima de nuestras invenciones.
El más animado del grupo, Pastor Bermúdez, se encargó de entrar en relaciones y presentarnos luego.
Al rato no más, volvía, diciéndonos satisfecho:
—¡Es una mina, hermanos, una mina! Ya le encontré el débil. Es oriental, revolucionario, y, hablándole de tiros, va a marchar como angelito.
Nos presentó esa misma noche, en el bar, y todos comenzamos a hablar de guerra y tiros, sablazos, patadas, con exageración, contando mentiras para oír otras.
—¿Así que usted, capitán —le decía Pastor—, ha peleado mucho?
—Bastante —movía los hombros como coqueteando.
—Ha de saber lo que son balas —guiñándonos los ojos—; ¿hasta por el olor las conocerá?
—¡Por el olor, no; pero por el chiflido, pueda!
—Y ¿qué diferencia hay entre unas y otras?
—Pero muy grande, mi amigo, muy grande: las de remington silban gordete; así: chchch... —nos mordíamos los labios—; mientras que las de carabina son más altitas, así: ssssss...
—Pero vea —decía Pastor con gravedad—: así que las de remington hacen... ¿cómo?
—Chchchch...
—¡Curioso! ¿Y las de carabina?
Dominio público
1 pág. / 3 minutos / 65 visitas.
Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Eran inocentes porque eran chicos, y los chicos representan entre nosotros la pureza de las primeras edades.
Vivían, cerco por medio, en dos hermosas quintas llenas de árboles amigos y misteriosos. Corrían, jugaban, y sus risas eran inconscientes vibraciones de vida en los jardines.
Cuando sus brazos se unían o rodaban sobre el césped, solían acercarse sus rostros y se besaban sin saber por qué, mientras una extraña emoción, mejor que todos los juegos, les impulsaba a buscarse los labios.
Otras veces, influenciados tal vez por el día o por un sueño de la última noche, estaban serios. Sentábanse entonces sobre el rústico banco de la glorieta, y él contaba historias que le habían leído, mientras jugaba con los deditos de su compañera atenta.
Eran cuentos como todos los cuentos infantiles, en que sucedían cosas fantásticas, en que había príncipes y princesitas que se amaban desesperadamente al través de un impedimento, hasta el episodio final, producido a tiempo para hacerlos felices, felices en un amor sin contrariedades.
Ella oía con los ojos asombrados e ingenuos de no saber; sus cejitas, ávidas de misterios amorosos, ascendían en elipses interrogantes, y, en los finales tiernos, sus pupilas se hacían trémulas de promesas ignotas.
Y no eran sus ojos los únicos elocuentes. Su boca se abría al soplo de su respiración atenta, sus rulos parecían escuchar inmóviles contra la carita inclinada y abstraída. Y sus hombros caían blandamente en la inercia del abandono.
Ya tenía él el orgullo viril de ver colgada de sus palabras la atención de esa mujercita, digna de todos los altares. Y cuando su voz se empañaba de emoción al finalizar un cuento se estrechaban cerca, muy cerca, en busca de felicidad y como conjurando las malas intervenciones.
Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 63 visitas.
Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.