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De Mala Bebida

Ricardo Güiraldes


Cuento


Santos era cochero en una estancia distante dos leguas de la nuestra.

Bajo y grueso, sus cincuenta y seis años de vida bondadosa y tranquila no acusaban más de cuarenta.

Contaba en su existencia con un episodio que tal vez marcara en ella la única página intensa, y le oí contar más de cien veces aquel momento trágico, que narraba a la menor insinuación, con siempre el mismo terror latente.

Servía entonces a don Venancio Gómez, individuo cruel y bruto, que repartía su tiempo entre orgías violentas en Buenos Aires y cortas visitas a su estancia, a donde sólo venía de tiempo en tiempo con objeto de apretar ciertas clavijas para mayor rendimiento.

Fue un día a buscarlo al pueblo.

El telegrama decía: “Llego mañana 11 a. m.” ¡Buena hora había elegido para el tiempo de calor que venía manteniéndose desde varios días!

Subió al coche, sin contestar los saludos obsequiosos de Santos, y comenzaron las preguntas acerca de la administración.

A cada cosa desaprobada por don Venancio seguía un rosario de injurias, que su interlocutor trataba de eludir alegando su impotencia de simple peón.

Decididamente, el señor debía estar tomao.

Siguieron el camino, que serpenteaba sumiso como un lazo tirado a descuido.

Tras la volanta, un compacto pelotón de polvo oscilaba.

El patrón dormitaba ahora al vaivén de los barquinazos. No irían por mitad de viaje cuando se incorporó en el interior del coche, ceceando pesadamente.

— Tengo ganas de matar un hombre.

— ¡Jesús! —aulló bufonamente Santos, tomando la cosa a broma. ¡Si no hay más que hacienda por el camino!

— De no encontrar otro —prosiguió don Venancio—, has de ser vos el pavo e la boda.

Lo cual diciendo, sacó del cinto un revólver que descansó sobre las rodillas.


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Venganza

Ricardo Güiraldes


Cuento


De esto hará unos ochenta años, en el campamento del coronel Baigorria, que comandaba una sección cristiana entre los indios ranqueles, entonces capitaneados por Painé Guor.

El capitán Zamora —diremos no dando el verdadero nombre—, poseía una querida, rescatada al tolderío con sus mejores prendas de plata.

Misia Blanca era bocado que despertaba codicias con su hermosura rellena, y muchos le arrastraban el ala, con cuidado, vista la fiereza del capitán.

Y era coqueta: daba rienda, engatusaba con posturas y remilgos, para después esquivar el bulto; modo de aguzar los deseos en derredor suyo.

Celoso y desconfiado, Zamora no le perdía, pisada, conociendo sus coqueteos que más de una vez le llevaron a azotar a un pobre diablo o a tomarse en palabras con un igual.

Durante dos meses, Blanca pareció responder a sus caricias. Llamábale mí salvador, mí negro guapo, y le estaba agradecida por haberla librado de la indiada.

Pero (ya que siempre los hay) al cabo de esos dos meses las demostraciones fueron mermando, el amor de Blanca aflojó y había de ser como los mancarrones lunancos, para no componerse más. Zamora buscó fuera la causa, y dio en uno de sus soldados, chinazo fortacho y buen mozo aumentativamente.

Los espió, haciéndose el rengo.

Cuando estuvo seguro, dijo para sus bigotes:

—Maula, desagradecida, mi'as trampiao y vas a pagar la chanchada.

Prendió un nuevo cigarrillo sobre el pucho y saltó en pelos; tomando al galope hacia lo de Sofanor Raynoso, uno de sus soldados.

Llegado al toldo, saludó a una chinita que pisaba maíz y aguardó que se acercara su hombre, que, dejando, un azulejo a medio tusar, venía a ponerse a la orden.

—Sofanor, tengo que hablarte.

Se apartaron un trecho.

—¿Y cómo te va yendo?

—¡Regular!

—¿Siempre estah' enfermo?

—Mah' aliviadito, señor; pero no hayo descanso.


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Pozo

Ricardo Güiraldes


Cuento


Sobre el brocal desdentado del viejo pozo, una cruz de palo roída por la carcoma miraba en el fondo su imagen simple. Toda una historia trágica.

Hacía mucho tiempo, cuando fue recién herida la tierra y pura el agua como sangre cristalina, un caminante sudoroso se sentó en el borde de la piedra para descansar su cuerpo y refrescar la frente con el aliento que subía del tranquilo redondel. Allí le sorprendieron el cansancio, la noche y el sueno; su espalda resbaló al apoyo y el hombre se hundió golpeando blandamente en las paredes hasta romper la quietud del disco puro.

Ni tiempo para dar un grito o retenerse en las salientes, que le rechazaban brutalmente después del choque. Había rodado llevando consigo algunos pelmazos de tierra pegajosa. Aturdido por el golpe, se debatió sin rumbo en el estrecho cilindro líquido hasta encontrar la superficie. Sus dedos espasmódicos, en el ansia agónica de sostenerse, horadaron el barro rojizo. Luego quedó exánime, solo emergida la cabeza, todo el esfuerzo de su ser concentrado en recuperar el ritmo perdido de su respiración.

Con su mano libre tante el cuerpo, en que el dolor nacía con la vida. Miró hacia arriba: el mismo redondel de antes, más lejano, sin embargo, y en cuyo centro la noche hacía nacer una estrella tímidamente.

Los ojos se hipnotizaron en la contemplación del astro pequeño, que dejaba, hasta el fondo, caer su punto de luz. Unas voces pasaron no lejos, desfiguradas, tenues; un frío le mordió del agua y gritó un grito que, a fuerza de terror, se le quedó en la boca. Hizo un movimiento y el líquido onduló en torno, denso como mercurio. Un pavor místico contrajo sus músculos, e impelido por esa nueva y angustiosa fuerza, comenzó el ascenso, arrastrándose a lo largo del estrecho tubo húmedo; unos dolores punzantes abriéndole las carnes, mirando el fin siempre lejano como en las pesadillas.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Don Juan Manuel

Ricardo Güiraldes


Cuento


Bajó de la diligencia en San Miguel de la Guardia del Monte, uno de los pueblos más viejos de nuestra provincia.

Un peón le esperaba con caballo de tiro, como era convenido. Nicanor preguntó por los de las casas. Todos estaban bien y esperaban al señor con grandes preparativos de fiesta.

Regocijábase con la promesa de alegres días. En Buenos Aires, la Facultad absorbía sus ambiciones de estudioso. Poco se daba al placer. La política, la vida social, los clubs, las disipaciones juveniles eran cartas abiertas en las cuales leía escasos renglones.

Las vacaciones, en cambio, le impulsaban a desquitarse.

Miró al gaucho, cuyo chiripá chasqueba al viento sin que su fisonomía exteriorizara placer alguno por su libertad salvaje, y apoyó las rodillas sobre el cuero lanudo del recado, para sentir más presentes los movimientos del caballo, bajo cuyos cascos la tierra huía mareadora.

Oyeron, de atrás, aproximarse un galope; alguien los alcanzaba, y los caballos tranquearon, como obedeciendo a una voluntad superior y desconocida.

—Buenos días.

—Buenos días.

Llamó la atención de nuestro pueblero el flete, primorosamente aperado de plata tintiniante, cuyos reflejos intensificaban su pelo ya lustroso de colorao sangre e toro.

El hombre era un gaucho en su vestir, un patricio en su porte y maneras.

Con facilidad de encuentros camperos, se hizo relación. Sin nombrarse el recién llegado, preguntó a Nicanor quién era y adónde iba.

—Yo he sido amigo e su padre. Compañero 'e política también.

Y prosiguió afable:

—¿Va a lo de Z...? Es mi camino, y lo acompañaré; así conversaremos para acortar el galope.

—Es un honor que usted me hace.

El peón venía a distancia, respetuosamente. Nicanor le ordenó se adelantara a anunciar su llegada, y quedaron los nuevos amigos demasiado interesados en sus diálogos para pensar en el camino.


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Nocturno

Ricardo Güiraldes


Cuento


La amenaza había quedado en Roberto como un presagio de desgracia.

—Sí, humílleme; pero algún día, si Dios quiere, nos hemos de encontrar cara a cara.

Bah, no era el primer caso… fanfarronadas de paisano.

Roberto era hombre de afrontar un peligro, y no hizo caso del consejo: “Mire, patroncito, que es mal bicho”.

Volvía del pueblo: dos leguas cortas.

La noche era obscura, agujereada de mil estrellas.

El caballo galopaba libremente, depositada la confianza del jinete en instinto seguro.

A treinta cuadras de las casas los cardos dejan un estrecho espacio; es el mes de noviembre y se alzan, rígidos, mirando al cielo con sus flores torturadas de espinas.

Algo se movió en el camino.

Abriose el cardal y un bulto ágil saltó hacia e1 caballo, que, desesperadamente, trató de esquivarse con estrépito de cardos pisoteados.

Se debatió queriendo desasirse de la mano que, hacia atrás, le empujaba venciendo sus garrones; pero perdió apoyo en una zanja, arrastrando en su caída al jinete, que quedó aprisionado: una pierna apretada por su peso.

Palabras de injuria vibraron en el tropel producido por la lucha.

Roberto tiró al bulto, que retrocedió con una imprecación.

Había tocado: tenía ahora que ganar tiempo, salir de la posición en que se hallaba.

El caballo, libre un momento, se levantó, proyectando su jinete a distancia. Este quiso recobrar el equilibrio, pero fue tarde.

El bulto, que no había hecho sino retroceder, volvía a la carga con mayor impulso.

Recibió el golpe en pleno vientre.

Se supo muerto; un gesto de dolor le dobló como gusano partido por la pala, largó el revólver, asiendo de ambas manos la que le hundiera el hierro hasta la guarda y la retuvo para evitar un segundo encontronazo, ya aterrorizado, la cabeza vaga, sintiendo la muerte en el vientre.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Trenzador

Ricardo Güiraldes


Cuento


Núñez trenzó, como hizo música Bach, pintura Goya, versos el Dante.

Su organización de genio le encauzó en senda fija y vivió con la única preocupación de su arte.

Sufrió la eterna tragedia del grande. Engendró y parió en el dolor según la orden divina. Dejó a sus discípulos, con el ejemplo, mil modos de realizarse, y se fue, atesorando un secreto que sus más instruídos profetas no han sabido aclarar.

Fueron para el comienzo los botones tiocos del viejo Nicasio, que escupía los tientos hasta hacerlos escurridizos. Luego otras, las enseñanzas de saber más complejo.

Núñez miraba, sin una pregunta, asimilando con facilidad voraz los diferentes modos, mientras la Babel del innovador trepaba sobre sí misma, independientemente de lo enseñable.

Una vez adquirida la técnica necesaria, quiso hacer materia de su sueño. Para eso se encerró en los momentos ociosos y en el secreto del cuarto, mientras los otros sesteaban, comenzó un trabajo complicado de trenzas y botones que vencía con simplicidad.

Era un bozal a su manera, dificultoso en su diafanidad de ñandutí. A los motivos habituales de decoración, uniría inspiraciones personales de árboles y animales varios.

Iba despacio, debido al tiempo que requería la preparación de los tientos, finos como cerda, a la escasez de los ratos libres, a las pullas de los compañeros, que trataba de eludir como espuela enconosa, llevadera a malos desenlaces.

¿Qué haría Núñez, tan a menudo encerrado en su cuarto?

Esa curiosidad del peonaje llegó al patrón, que quiso saber.

Entró de sorpresa, encontrando a Núñez tan absorbido en un entrevero de lonjas, que pudo retirarse sin ser sentido.

Al concluir la siesta, mandole llamar, encargándole, irónicamente, compusiera unas riendas en las cuales tenía que echar cuatro botones, sobre el modelo inimitable de un trenzador muerto.


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2 págs. / 4 minutos / 291 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Diálogos y Palabras

Ricardo Güiraldes


Cuento


Una cocina de peones: fogón de campana, paredes negreadas de humo, piso de ladrillos, unos cuantos bancos, leña en un rincón.

Dando la espalda al fogón matea un viejo con la pava entre los pies chuecos que se desconfían como jugando a las escondidas.

Entra un muchacho lampiño, con paso seguro y el hilo de un estilo silbándole en los labios.

Pablo Sosa.— Güen día, Don Nemesio.

Don Nemesio.— Hm.

Pablo.— ¿Stá caliente el agua?

Don Nemesio.— M… hm…

Pablo.— ¡Stá güeno!

El muchacho llena un mate en la yerbera, le echa agua cuidadosamente a lo largo de la bombilla, y va hacia la puerta, por donde escupe para afuera los buches de su primer cebadura.

Pablo (Desde la puerta.).— ¿Sabe que está lindo el día pa ensillar y juirse al pueblo? Ganitas me están dando de pedirle la baja al patrón. Mirá qué día de fiesta p'al pobre, arrancar biznaga' e' el monte en día Domingo ¿No será pecar contra de Dios?

Don Nemesio.— ¿M… hm?

Pablo.— ¿No ve la zanja, don? ¡Cuidao no se comprometa con tanta charla!

«Quejarse no es güen cristiano y pa nada sirve. A la suerte amarga yo le juego risa, y en teniendo un güen compañero pa repartir soledades, soy capaz de creerme de baile. ¿Ne así? ¡Vea! Cuando era boyero e muchacho, solía pasarme de vicio entre los maizales, sin necesidá de dir pa las casas. ¡Tenía un cuzquito de zalamero! Con él me floreaba a gusto, porque no sabiendo más que mover la cola, no había caso de que me dijera como mamá: —«Andá buscate un pedazo e galleta, ansina te enllenas bien la boca y asujetas el bolaceo»; ni tampoco de que me sacara como tata, zapateando de apurao, pa cuerpiarle al lonjazo.

«El hombre, amigo, cuando eh' alegre y bien pensao, no tiene por qué hacerse cimarrón y andarle juyendo ala gente. ¿No le parece, don?»

Don Nemesio.— M… hm…


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Antítesis

Ricardo Güiraldes


Cuento


La estancia vieja

Todas las estancias del partido, contagiadas de civilización, perdían su antiguo carácter de praderas incultas.

Las vastas extensiones, que hasta entonces permanecieran indivisas, eran rayadas por alambrados, geométricamente extendidos sobre la llanura.

No era ya el desierto, cuyo verde unido corría hasta el horizonte. Breves distancias cambiaban su aspecto, y no parecía sino una sucesión de parches adheridos.

La tierra sufría el insulto de verse dominada, explotada, y, renunciando a una lucha degradante, abdicaba su gran alma de cosa infinita.

Pies extranjeros13 la hollaban14 sin respeto e instrumentos de tortura rasgaban su verdor en largas heridas negras.

Semillas ignotas sorbían vida en su savia fecunda, y manos ávidas robaban a sus entrañas la sangre para convertirla en lucro.

Un sólo retazo escapaba a aquel cambio. Era la estancia de don Rufino, que, como un hijo ante el ultraje de su madre, presenciaba esa invasión, la muerte en el pecho.

Con irónica sonrisa, en que había una lágrima, decía, sacudiendo su barba «cana como pantalón de gringo», y sus ojos, tristes, se nublaban, uniendo los diferentes colores.

Su estancia no había cambiado. Un sólo potrero servía de pastoreo a vacas, yeguas y ovejas. Y el personal, todo criollo, se abrazaba al último pedazo de pampa como a una bandera.

Allí se podía olvidar y hasta hacerse la ilusión de que, pasados los límites, todo seguía como diez años antes. Diez años que habían traído un cambio brusco que causaba la sorpresa de una traición.

Don Rufino era el verdadero patrón, como el concepto viejo lo entiende. Criado en el campo, apto a todo trabajo, con una rusticidad de alma llena de cariño, era respetado por sus camas y querido por su bondad.


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Publicado el 29 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

Al Rescoldo

Ricardo Güiraldes


Cuento


Hartas de silencio, morían las brasas aterciopelándose de ceniza. El candil tiraba su llama loca ennegreciendo el muro. Y la última llama del fogón lengüeteaba en torno a la pava sumida en morrongueo soñoliento.

Semejantes, mis noches se seguían, y me dejaba andar a esa pereza general, pensando o no pensando, mientras vagamente oía el silbido ronco de la pava, la sedosidad de algún bordoneo o el murmullo vago de voces pensativas que me arrullaban como un arrorró.

En la mesa, una eterna partida de tute dio su fin. Todos volvían, preparándose a tomar los últimos cimarrones del día y atardarse en una conversación lenta.

Silverio, un hombrón de diez y nueve años, acercó un banco al mío.

Familiarmente dejó caer su puño sobre mi muslo.

—¡Chupe y no se duerma!

Tomé el mate que otro me ofrecía, sin que lo hubiera visto, distraído.

Silverio reía con su risa franca. Una explosión de dientes blancos en el semblante virilmente tostado de aire.

Dirigió sus pullas a otro.

—Don Segundo, se le van a pegar los dedos, venga a contar un cuento... atraque un banco.

El enorme moreno se empacaba en un bordoneo demasiado difícil para sus manos callosas. Su pequeño sombrero, requintado, le hacía parecer más grande.

Dejó en un rincón el instrumento, plagado de golpes y uñazos, con sus cuerdas anudadas como miembros viejos.

—Arrímese —dijo uno, dándole lugar—, que aquí no hay duendes.

Hacía alusión a las supersticiones del viejo paisano. Supersticiones conocidas de todos y que completaban su silueta característica.

—De duendes —dijo— les voy a contar un cuento. Y recogió el chiripá, sobre las rodillas para que no rozara el suelo.

Un cuento es para alguien pretexto de hermosas frases estudio, para otros; para aquéllos, un medio de conciliar el sueño.


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7 págs. / 12 minutos / 135 visitas.

Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Politiquería

Ricardo Güiraldes


Cuento


Los situacionistas daban gran fiesta: carne con cuero, taba y beberaje a discreción, visto la proximidad de las elecciones. En cambio los opositores carecían de tal derecho, y con pretexto de evitar jugadas prohibidas por la ley, las autoridades obstaculizaban todo propósito de reunión.

En un boliche, a orillas del pueblo, juntáronse desde las once a. m. los apurados en retobar el buche. Los principales dijeron algunas palabras hostiles contra la canalla opositora; cantó un payador versos laudativos para el «cabeza del partido»; jugose a la taba para mal de muchos, y se bebió, a perder aliento, en los gruesos vasos turbios, salpicados de burbujas cuya efervescencia detuviérase en el enfriamiento del vidrio.

Con la luz diurna fuese la alegría ingenua. Ya habían cruzado, como tajeantes relámpagos de bravuconería, algunos conatos de riña entre la gente mala, pero todo hasta entonces fue sólo pasajera alarma.

¿Cómo podía seguir así la calma? Estaba Atanasio Sosa, cargado de dos muertes y muchos hechos de sangre; Camilo Cano, mal pegador temido por la crueldad, visible en sus pupilas sin mirada; Encarnación Romero, estrepitoso de provocaciones, y sobre todo, Reginaldo Britos, el bravo negro Britos, siempre dispuesto a pelear, inútil de bebida pero involteable, resistente a las puñaladas como una bolsa al calador.

¿El negro Britos?… Ni preguntarse qué sortilegio podía mantenerlo en pie, malgrado el centenar de mortales cicatrices que hacían de su pellejo un entrevero de surcos claros e irregulares. Contra él se ensayaban los novicios, contando con la inseguridad de sus arremetidas, pesadas de ebriedad tambaleante, que le convertían en blanco seguro.

¡Pobre negro Britos! Ya estaba ebrio, y no salvaría de alguna funesta reyerta.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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