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autor: Ricardo Güiraldes etiqueta: Cuento fecha: 03-11-2020


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El Juicio de Dios

Ricardo Güiraldes


Cuento


(Cuadro de costumbres)

Dios meditaba en el sosiego paradisíaco del Paraíso. El ambiente de contemplación le sumía en estado simil y pensaba divinamente.

Como un nimbo de carnes rosadas y puras, una guirnalda de angelitos le revoloteaba en torno coreando el himno eterno.

De pronto, algo así como un crujido de botín perforó el ambiente beato. Un angelito enrojeció en la parte culpable, y, presas de súbito terror, las aladas pelotitas de carne se desvanecieron como un rubor que pasa.

Dios sonreía patriarcalmente; sentíase bueno de verdad, y un proyecto para aliviar los males humanos afianzábase en su voluntad.

Quejidos subían de la tierra, y en la felicidad del cielo eran más dolorosos. Había, pues, que remediar, y Dios, resuelto al fin, envió a sus emisarios trajeran lo más distinguido de entre la colonia de sus adoradores.

Así se hizo.

Reunidos, habló Jehová.

—¡Oíd!... un rumor de descontento sube de la tierra jamás el hombre miserable llevará con resignación su cruz, e inútil les habrá sido el ejemplo dado en mi hijo Cristo. Los rezos, hoy como siempre, importunan mi calma y quiero cesen. Mi voluntad es escuchar los deseos humanos y, según ellos, darle felicidad para al fin gozar de la nuestra.

¡Vosotros, ángeles negros, distribuidores de noche, embocad las largas cañas de ébano y soplad, por los ojos de los hombres, la nada en sus pechos!

¡Qué las almas tiendan hacia mí mientras conserváis los cuerpos así luego vuelve la vida a seguir su pulsación!

Como en los cielos carecen de tiempo, estuvieron muy luego los citados, míseros y ridículos en las multiformes y policromas vestimentas.


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Zurdo

Ricardo Güiraldes


Cuento


Un entrevero violento y fugaz, palabras de odio gritadas entre una carnicería de doscientos hombres que, al través de la noche, se sablean y atropellan, sobrehumanos; bramando coraje.

Combate rudo.

Por quinta vez, el gauchaje sorprendía el campamento realista, y en el aturdimiento de todos, lazo y bola habían hecho su obra.

Uno de los asaltantes, sin embargo, quedó en mano de los españoles. En cortejo de odio fue conducido al juicio de los superiores, y la pena de muerte cayó fatalmente.

La cabeza baja y casi escondida por lacia melena, el condenado oyó el veredicto. Sus ropas despedazadas descubrían el pecho, sesgado por honda herida.

Cuando la soldadesca tuvo segura su venganza, calmáronse los anatemas y maldiciones. Aproximábanse, por turno, para verlo, y también gozar de su estado.

Concluirían los asaltos y el terror supersticioso que supo imponer ese cabecilla peligroso cuyo apodo vibraba en boca del enemigo con entonación de ira. ¿Cuántos no ahorcó su lazo, y despedazó en la huida, mientras se golpeaba la boca en señal de burla? Adelantose el verdugo voluntario.

La tropa rodeaba con curiosidad, ansiosa de ver flaquear al que habían temido.

Por primera vez, El Zurdo alzó la cara y tuvo una mirada de pálido desprecio. Quería vejarlos antes de morir, herirlos con una palabra a falta de hierro, y sonrió sarcástico:

— ¿Por qué no yaman las mujeres?

La indignación hirvió en la tropa, los dientes rechinaron, hartos de ofensa, el sable temblaba en manos del verdugo. El Zurdo aprovechó el silencio hablando con orgullo:

— En la sidera de mi recao tengo siento trainta tarjas, y ustedes, por más que me maten, no han de matar más que a uno.


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Don Juan Manuel

Ricardo Güiraldes


Cuento


Bajó de la diligencia en San Miguel de la Guardia del Monte, uno de los pueblos más viejos de nuestra provincia.

Un peón le esperaba con caballo de tiro, como era convenido. Nicanor preguntó por los de las casas. Todos estaban bien y esperaban al señor con grandes preparativos de fiesta.

Regocijábase con la promesa de alegres días. En Buenos Aires, la Facultad absorbía sus ambiciones de estudioso. Poco se daba al placer. La política, la vida social, los clubs, las disipaciones juveniles eran cartas abiertas en las cuales leía escasos renglones.

Las vacaciones, en cambio, le impulsaban a desquitarse.

Miró al gaucho, cuyo chiripá chasqueba al viento sin que su fisonomía exteriorizara placer alguno por su libertad salvaje, y apoyó las rodillas sobre el cuero lanudo del recado, para sentir más presentes los movimientos del caballo, bajo cuyos cascos la tierra huía mareadora.

Oyeron, de atrás, aproximarse un galope; alguien los alcanzaba, y los caballos tranquearon, como obedeciendo a una voluntad superior y desconocida.

—Buenos días.

—Buenos días.

Llamó la atención de nuestro pueblero el flete, primorosamente aperado de plata tintiniante, cuyos reflejos intensificaban su pelo ya lustroso de colorao sangre e toro.

El hombre era un gaucho en su vestir, un patricio en su porte y maneras.

Con facilidad de encuentros camperos, se hizo relación. Sin nombrarse el recién llegado, preguntó a Nicanor quién era y adónde iba.

—Yo he sido amigo e su padre. Compañero 'e política también.

Y prosiguió afable:

—¿Va a lo de Z...? Es mi camino, y lo acompañaré; así conversaremos para acortar el galope.

—Es un honor que usted me hace.

El peón venía a distancia, respetuosamente. Nicanor le ordenó se adelantara a anunciar su llegada, y quedaron los nuevos amigos demasiado interesados en sus diálogos para pensar en el camino.


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Máscaras

Ricardo Güiraldes


Cuento


Nos paseábamos hacía rato, secándonos del zambullón reciente, recreados por toda aquella grotesca humanidad, bulliciosa e hirviente, en la orilla espumosa del infinito letargo azul.

El sol ardía al través de la irritante ordinariez de los trajes de baño.

—Verdad —decía Carlos—, tendría razón el refrán si dijera: «el hábito hace al monje». ¡Qué pudor ni que ocho cuartos, aquí hay coquetería y una anca se luce como un collar en un baile! Pero ahí viene Alejandro y le vamos a hacer contar aventuras extraordinarias.

Saludos. Carlos hace alusiones al ambiente singularmente afrodisiaco del lugar; Alejandro sonríe de arriba y toca con los ojos indiscretos los retazos de formas mujeriles que se acusan en la negra adherencia de los trapos mojados.

Nos mira con pupilas crispadas de visiones libidinosas y arguye convencido:

—Se vive en un tarro de mostaza. El sueño es una incubación de energías, el aire matinal un «pick me up» y este espectáculo diario es tan extraordinario para la «taparrabería» de nuestra vida cotidiana, que uno anda vago de mil promesas incumplidas, como las pensionistas de convento privadas del mundo ansiado que les desfila en desafío bajo las narices.

Por suerte, hay una que otra rabona posible...

—Así que vos, a pesar de tu renombre donjuanesco... ¿se te acabaría la racha?

—¿Racha?... El mío es un oficio como cualquier otro. Lógico es que algo me resulte.

—Y ¿nada para contarnos?

—¡Algo siempre hay!

—¿De carnaval?... ¿La eterna mascarita?

—¡Sí, la eterna mascarita!...

Y eso es natural en un día anónimo.

—¿Nos contarás tu aventura?

—Si quieren; es bastante curiosa... Vamos a vestirnos y, tomando los copetines, charlaremos.


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De un Cuento Conocido

Ricardo Güiraldes


Cuento


Panchito el tartamudo era en la estancia objeto de continuas bromas. Su padre, don Ambrosio Lara, viejo ya y casi inútil para el trabajo, arrastraba sus últimos años a lomos de un lobuno zarco, de huesos salidos y sobrepaso.

Hacían la recorrida juntos; pues eran, en caso de necesidad, más útiles los doce años del muchacho que la experiencia del viejo: fuera para un tiro de lazo, la operación de un enfermo o, cosa más frecuente en esa época, para la cueriada de algún encardao que, hinchado hasta la exageración, levantaba dos patas al cielo en un esfuerzo póstumo.

Natividad, la segunda mujer de don Ambrosio (que sabe Dios si lo era), manejaba estos dos semihombres sin que su mulata obesidad le impidiera estar alerta a todo.

—Ambrosio —gritaba riñendo al viejo— no has desatao la mula e la noria, y dejuro se estará redamando el agua.

—Güeno, güeno —contestaba el anciano meneando la cabeza con vaga sonrisa de bondad. —Ave María, ni que se hubiera distraído el cura en misa. —Y se alejaba lentamente; la lonja del rebenque barriendo el suelo, las piernas zambas, el tirador zarandeado por un movimiento de caderas que se comunicaba al enorme facón en balanceo desigual.

La silueta del viejo paisano desaparecía entre los paraísos, y en breve el muchacho, rastreando sus pasos, tomaba la misma ruta. Así se iban por muchas horas.

Doña Natividad pasaba el tiempo en soltar la majada, alimentar las gallinas, preparar la comida y dar patadas a los perros, siempre metidos en la cocina.

Se comía en silencio, y sólo las largas mateadas traían, tiempo a tiempo, sus conversaciones. Motivo eran los sucesos recientes del pueblo que algún charlatán contara a su manera. Casamientos, carreras, y, sobre todo, peleas traían sus extensos comentarios de parte de los viejos ante la presencia invariablemente muda del muchacho, huraño hasta con los padres.


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Arrabalera

Ricardo Güiraldes


Cuento


Es un cuento de arrabal para uso particular de niñas románticas.

Él, un asno paquetito.

Ella, un paquetito de asnerías sentimentales.


La casa en que vivía,
arte de repostería.
El padre, un tipo grosero
que habla en idioma campero.
 

Y entre estos personajes se desliza un triste, triste episodio de amor.

La vio, un día, reclinada en su balcón; asomando entre flores su estúpida cabecita rubia llena de cosas bonitas, triviales y apetitosas, como una vidriera de confitería.

¡Oh, el hermoso juguete para una aventura cursi, con sus ojos chispones de tome y traiga, su boquita de almíbar humedecida por lengua golosa de contornos labiales, su nariz impertinente, a fuerza de oler polvos y aguas floridas, y la hermosa madeja de su cabello rizado como un corderito de alfeñique!

En su cuello, una cinta de terciopelo negro se nublaba de uno que otro rezago de polvos, y hacía juego, por su negrura, con un insuperable lunar, vecino a la boca, negro tal vez a fuerza de querer ser pupila, para extasiarse en el coqueto paso sobre los labios de la lengüita humedecedora.

Una lengüita de granadina.

La vio y la amó (así sucede), y le escribió una larga carta en que se trataba de Querubines, dolores de ausencia, visiones suaves y desengaño que mataría el corazón.

Ella saboreó aquel extenso piropo epistolar. Además, no era él despreciable.

Elegante, sí, por cierto, elegante entre todos los afiladores del arrabal, dejando entrever por sus ojos, grandes y negros como una clásica noche primaveral, su alma sensible de amador doloroso, su alma llena de lágrimas y suspiros como un verso de tarjeta postal.

Todo eso era suficiente para hacer vibrar el corazón novelesco de la coqueta balconera.

Se dejó amar.


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Venganza

Ricardo Güiraldes


Cuento


De esto hará unos ochenta años, en el campamento del coronel Baigorria, que comandaba una sección cristiana entre los indios ranqueles, entonces capitaneados por Painé Guor.

El capitán Zamora —diremos no dando el verdadero nombre—, poseía una querida, rescatada al tolderío con sus mejores prendas de plata.

Misia Blanca era bocado que despertaba codicias con su hermosura rellena, y muchos le arrastraban el ala, con cuidado, vista la fiereza del capitán.

Y era coqueta: daba rienda, engatusaba con posturas y remilgos, para después esquivar el bulto; modo de aguzar los deseos en derredor suyo.

Celoso y desconfiado, Zamora no le perdía, pisada, conociendo sus coqueteos que más de una vez le llevaron a azotar a un pobre diablo o a tomarse en palabras con un igual.

Durante dos meses, Blanca pareció responder a sus caricias. Llamábale mí salvador, mí negro guapo, y le estaba agradecida por haberla librado de la indiada.

Pero (ya que siempre los hay) al cabo de esos dos meses las demostraciones fueron mermando, el amor de Blanca aflojó y había de ser como los mancarrones lunancos, para no componerse más. Zamora buscó fuera la causa, y dio en uno de sus soldados, chinazo fortacho y buen mozo aumentativamente.

Los espió, haciéndose el rengo.

Cuando estuvo seguro, dijo para sus bigotes:

—Maula, desagradecida, mi'as trampiao y vas a pagar la chanchada.

Prendió un nuevo cigarrillo sobre el pucho y saltó en pelos; tomando al galope hacia lo de Sofanor Raynoso, uno de sus soldados.

Llegado al toldo, saludó a una chinita que pisaba maíz y aguardó que se acercara su hombre, que, dejando, un azulejo a medio tusar, venía a ponerse a la orden.

—Sofanor, tengo que hablarte.

Se apartaron un trecho.

—¿Y cómo te va yendo?

—¡Regular!

—¿Siempre estah' enfermo?

—Mah' aliviadito, señor; pero no hayo descanso.


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Sexto

Ricardo Güiraldes


Cuento


Eran inocentes porque eran chicos, y los chicos representan entre nosotros la pureza de las primeras edades.

Vivían, cerco por medio, en dos hermosas quintas llenas de árboles amigos y misteriosos. Corrían, jugaban, y sus risas eran inconscientes vibraciones de vida en los jardines.

Cuando sus brazos se unían o rodaban sobre el césped, solían acercarse sus rostros y se besaban sin saber por qué, mientras una extraña emoción, mejor que todos los juegos, les impulsaba a buscarse los labios.

Otras veces, influenciados tal vez por el día o por un sueño de la última noche, estaban serios. Sentábanse entonces sobre el rústico banco de la glorieta, y él contaba historias que le habían leído, mientras jugaba con los deditos de su compañera atenta.

Eran cuentos como todos los cuentos infantiles, en que sucedían cosas fantásticas, en que había príncipes y princesitas que se amaban desesperadamente al través de un impedimento, hasta el episodio final, producido a tiempo para hacerlos felices, felices en un amor sin contrariedades.

Ella oía con los ojos asombrados e ingenuos de no saber; sus cejitas, ávidas de misterios amorosos, ascendían en elipses interrogantes, y, en los finales tiernos, sus pupilas se hacían trémulas de promesas ignotas.

Y no eran sus ojos los únicos elocuentes. Su boca se abría al soplo de su respiración atenta, sus rulos parecían escuchar inmóviles contra la carita inclinada y abstraída. Y sus hombros caían blandamente en la inercia del abandono.

Ya tenía él el orgullo viril de ver colgada de sus palabras la atención de esa mujercita, digna de todos los altares. Y cuando su voz se empañaba de emoción al finalizar un cuento se estrechaban cerca, muy cerca, en busca de felicidad y como conjurando las malas intervenciones.


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San Antonio

Ricardo Güiraldes


Cuento


En el desierto absoluto, una choza empequeñecida por su soledad.

Como solo ser viviente a la vista, un chancho. Alrededor de la estaca, a la cual una soga lo retiene, el suelo, endurecido por traqueteo de pezuñas, forma un círculo que brilla. Dentro del círculo, como agujero en una moneda, hay un charco mal oliente.

Intenso calor pesa en la atmósfera; bajo el matiz ceniciento de un cielo tormentoso, nubes de plomo se arrastran con pereza, y una quietud silente abruma el mundo.

El chancho, inquieto, trota en su área hasta que el cansancio le echa en el barro, donde su vientre, lleno de inmundos apetitos, se sobresalta en sacudimientos de risa satisfecha.

Eructa de contento, y su nariz adquiere la movilidad de un ojo.

En el interior de la choza, sobre tarima cubierta de harapos, un hombre duerme un sueño tartamudo.

Por entre el embotamiento de sus sentidos percibe la vida exterior. Sabe que sueña, sin que su voluntad sea capaz de arrancarle al mundo aluciente que le obceca.

Gruesas gotas de sudor corren por su cuerpo, produciendo cosquilleo desagradable. A veces, con impaciencia, se rasca, y la piel ostenta largas estrías rojas.

El grosero tejido, sobre el cual su cuerpo sufre, irrita su epidermis; las moscas revolotean en torno, posándose luego sobre su rostro, para recorrerlo en líneas quebradas y ligeras, cuya tenuidad exaspera el cutis; y cuando la mueca refleja las espanta, retornan a su volido, cuya nota untuosa es aún tortura.

En un rincón del cuarto, las dos piedras con que el ermitaño muele su trigo sudan presagiando agua.

En la inconsciencia de su letargo, el monje persigue imágenes lascivas, y un episodio juvenil revive en él idénticamente.

Su sueño escalona recuerdos en orden sucesivo, y el acto que había de fijar su vida en el camino de la santidad perdura en su sexo con toda la intensidad, suavísima, del contacto femenil.


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Puchero de Soldado

Ricardo Güiraldes


Cuento


El tren cruzaba una estancia poblada de vacas finas que, familiarizadas con el paso del gran lagarto férreo, pacían tranquilas.

Era un espectáculo harto conocido y conversábamos, indiferentes, de incidencias menores en nuestras vidas camperas.

El viejo don Juan miraba hacía un rato por la ventanilla y veía cosas muy distintas de las que hubiéramos podido ver nosotros.

Recuerdos. Y ¿qué recuerdos podía no tener ese hombre de setenta y cuatro años desde su juvenil participación en la guerra del Paraguay?

De pronto pensó en voz alta:

— Nosotros nos asombramos de la evolución a que hemos asistido en Buenos Aires...; es asombroso, en efecto, lo presenciado en adelantos y perfeccionamientos pero hay cosas increíbles en el pasado de un hombre viejo, y es como para pensar si uno no las ha visto en otra vida. Así, pues, miro esta estancia y pienso que tal vez sea un sueño lo que nos sucedió a un grupo de hombres en épocas diferentes de éstas, como lo son las cruzadas de los modernos días europeos.

— ¿Qué les sucedió? —preguntamos, más por deferencia que interés.

— Figúrense que el gobierno me había encargado de hacer una mensura poco tiempo después de la campaña del general Roca contra los salvajes. Como el trabajo presentaba peligros, mandé pedir unos soldados a mi amigo, y cuasi pariente, Napoleón Uriburu, que fue —se sabe— uno de los jefes expedicionarios.

Uriburu me envió quince hombres para completar una comitiva apta a medir tierra y defenderse por sus cabales del posible ataque pampa. Seríamos, pues, veinte entre todos, con numeroso convoy de carretas y animales. Trabajábamos sin descanso, y de noche, para mayor seguridad, hacíamos campamento rodeados por las carretas unidas con lazos.

Un hombre quedaba de centinela; no había cuidado que se durmiera. Los indios se presentaban de improviso, y a nadie sonreía morir sin vender el pellejo.


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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