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autor: Ricardo Palma etiqueta: Cuento


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El Rey del Monte

Ricardo Palma


Cuento


que, entre otras cosas, trata de cómo la reina de los terranovas perdió honra, cetro y vida

I

Con el cristianismo, que es fraternidad, nos vino desde la civilizada Europa, y como una negación de la doctrina religiosa, la trata de esclavos. Los crueles expedientes de que se valían los traficantes en carne humana para completar en las costas de África el cargamento de sus buques, y la manera bárbara como después eran tratados los infelices negros, no son asuntos para artículos del carácter ligero de mis Tradiciones.

El esclavo que trabajaba en el campo vivía perennemente amagado del látigo y el grillete, y el que lograba la buena suerte de residir en la ciudad tenía también, como otra espada de Damocles, suspendida sobre su cabeza la amenaza de que, al primer renuncio, se abrirían para él las puertas de hierro de un amasijo.

Muchos amos cometían la atrocidad de carimbar o poner marca sobre la piel de los negros, como se práctica actualmente con el ganado vacuno o caballar, hasta que vino de España real cédula prohibiendo la carimba.

En el siglo anterior empezó a ser menos ruda la existencia de los esclavos. Los africanos, que por aquel tiempo se vendían en el Perú a precio más o menos igual al que hoy se paga por la contrata de un colono asiático, merecieron de sus amos la gracia de que, después de cristianados, pudieran, según sus respectivas nacionalidades o tribus, asociarse en cofradías. Aun creemos que vino de España una real cédula sobre el particular.

Andando los años, y con sus ahorrillos y gajes, llegaban muchos esclavos a pagar su carta de libertad; y entonces se consagraban al ejercicio de alguna industria, no siendo pocos los que lograron adquirir una decente fortuna. Precisamente la calle que se llama de Otárola debió su nombre a un acaudalado chala o mozambique, del cual, pues viene a cuento, he de referir una ocurrencia.


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Cena del Capitán

Ricardo Palma


Cuento


A Dios gracias, parece que ha concluido en el Perú, el escandaloso período de las revoluciones de cuartel; nuestro ejército vivía dividido en dos bandos, el de los militares levantados y de los militares caídos.

Conocíase a los últimos con el nombre de indefinidos hambrientos; eran gente siempre lista para el bochinche y que pasaban el tiempo esperando la hora... la hora en que a cualquier general, le viniera en antojo encabezar revuelta.

Los indefinidos vivían de la mermadísima paga, con que de tarde en tarde, los atendía el fisco, y sobre todo, vivían de petardo; ninguno se avenía a trabajar en oficio o en labores campestres. Yo no rebajo mis galones, decía, con énfasis, cualquier teniente zaragatillo; para él más honra cabía en vivir del peliche o en mendigar una peseta, que en comer el pan humedecido por el sudor del trabajo honrado.

El capitán Ramírez era de ese número de holgazanes y sinvergüenzas; casado con una virtuosa y sufrida muchacha, habitaba el matrimonio un miserable cuartucho, en el callejoncito de Los Diablos AzuIes, situado en la calle ancha de Malambo. A las ocho de la mañana salía el marido a la rebusca y regresaba a las nueve o diez de la noche, con una y, en ocasiones felices, con dos pesetas, fruto de sablazos a prójimos compasivos.

Aun cuando no eran frecuentes los días nefastos, cuando a las diez de la noche, venía Ramírez al domicilio sin un centavo, le decía tranquilamente a su mujer: Paciencia, hijita, que Dios consiente, pero no para siempre, y ya mejorarán las cosas cuando gobiernen los míos; acuéstate y por toda cena, cenaremos un polvito. .. y un vaso de agua fresca.


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Lucas el Sacrílego

Ricardo Palma


Cuento


Crónica de la época del vigésimonono virrey del perú

I

El que hubiera pasado por la plazuela de San Agustín a la hora de las once de la noche del 22 de octubre de 1743, habría visto un bulto sobre la cornisa de la fachada del templo, esforzándose a penetrar en él por una estrecha claraboya. Grandes pruebas de agilidad y equilibrio tuvo sin duda que realizar el escalador hasta encaramarse sobre la cornisa, y el cristiano que lo hubiese contemplado habría tenido que santiguarse tomándolo por el enemigo malo o por duende cuando menos. Y no se olvide que, por aquellos, tiempos, era de pública voz y fama que, en ciertas noches, la plazuela de San Agustín era invadida por una procesión de ánimas del purgatorio con cirio en mano. Yo ni quito ni pongo; pero sospecho que con la república y el gas les hemos metido el resuello a las ánimas benditas, que se están muy mohinas y quietas en el sitio donde a su Divina Majestad plugo ponerlas.

El atrio de la iglesia no tenía por entonces la magnífica verja de hierro que hoy la adorna, y la policía nocturna de la ciudad estaba en abandono tal, que era asaz difícil encontrar una ronda. Los buenos habitantes de Lima se encerraban en casita a las diez de la noche, después de apagar el farol de la puerta, y la población quedaba sumergida en plena tiniebla, con gran contentamiento de gatos y lechuzas, de los devotos de la hacienda ajena y de la gente dada a amorosas empresas.

El avisado lector, que no puede creer en duendes ni en demonios coronados, y que, como es de moda en estos tiempos de civilización, acaso no cree ni en Dios, habrá sospechado que es un ladrón el que se introduce por la claraboya de la iglesia. Piensa mal y acertarás.

En efecto. Nuestro hombre con auxilio de una cuerda se descolgó al templo, y con paso resuelto se dirigió al altar mayor.


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Corregidor de Tinta

Ricardo Palma


Cuento


Crónica de la época del trigésimo tercio virrey

Ahorcaban a un delincuente
y decía su mujer:
—No tengas pena, pariente,
todavía puede ser
que la soga se reviente.

Anónimo.

I

Era el 4 de noviembre de 1780, y el cura de Tungasuca, para celebrar a su santo patrón, que lo era también de su majestad Carlos III, tenía congregados en opíparo almuerzo a los más notables vecinos de la parroquia y algunos amigos de los pueblos inmediatos que, desde el amanecer, habían llegado a felicitarlo por su cumpleaños.

El cura don Carlos Rodríguez era un clérigo campechano, caritativo y poco exigente en el cobro de los diezmos y demás provechos parroquiales, cualidades apostólicas que lo hacían el ídolo de sus feligreses. Ocupaba aquella mañana la cabecera de la mesa, teniendo a su izquierda a un descendiente de los Incas, llamado don José Gabriel Tupac-Amaru, y a su derecha a doña Micaela Bastidas, esposa del cacique. Las libaciones se multiplicaban y, como consecuencia de ellas, reinaba la más expansiva alegría. De pronto sintióse el galope de un caballo que se detuvo a la puerta de la casa parroquial, y el jinete, sin descalzarse las espuelas penetró en la sala del festín.

El nuevo personaje llamábase don Antonio de Arriaga, corregidor de la provincia de Tinta, hidalgo español muy engreído con lo rancio de su nobleza v que despotizaba, por plebeyos, a europeos y criollos. Grosero en sus palabras, brusco de modales, cruel para con los indios de la mita y avaro hasta el extremo de que si en vez de nacer hombre hubiera nacido reloj, por no dar no habría dado ni las horas, tal era su señoría. Y para colmo de desprestigio, el provisor y canónigos del Cuzco lo habían excomulgado solemnemente por ciertos avances contra la autoridad eclesiástica.


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Inocentones

Ricardo Palma


Cuento


Reniego de tales inocentones y la peor recomendación que para mí puede hacerse de un muchacho, es la que algunos padres, muy padrazos, creen hacer en favor de su hijo, cuando dicen: ¡fulanito es un niño muy inocentón!

Siempre que escucho a un padre hablar de las inocentadas de su hija, me viene en el acto a la memoria la copla sobre aquella inocentona que:


Un día dijo a un mozo
a la sombra de una higuera
En no metiéndome a monja
méteme lo que tú quieras.
 

¡Inocentones! ni para curar un dolor de muelas, se encuentra uno en este planeta sublunar.

Conocí a un muchachote de dieciséis años de edad, que nunca había abierto la boca para pronunciar una palabra; los médicos opinaban que no era mudo, sino tartamudo, y que en el día menos pensado, rompería a hablar como una cotorra; por supuesto que recomendaron a la madre lo tratase con mucho mimo y que en nada se le contrariase. Realmente, una tarde, dijo el enfermo:

— Mamá... mamá.

Es para imaginada, más que para descrita, la alegría de la buena señora, que tenía al enfermito en el concepto de ser más inocente que todos los que Herodes condenó a la degollina.

— ¡Angelito de Dios! ¿Qué quieres? ¿Qué deseas?

Apuesto una cajetilla de cigarrillos, que es lo que puedo despilfarrar, a que no adivinan ustedes lo que contestó el inocentón. Vamos, ¡ya veo que no me aceptan la apuesta y que se dan por vencidos!

— Dime, rey del mundo —prosiguió la madre—, ¿qué es lo que quieres?

— ¡Chu... cha! —contestó lacónicamente el picaronazo.

— Desde entonces, no creo en los inocentones.


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

De Buena a Bueno

Ricardo Palma


Cuento


La verdad purita es que, desde que desapareció la tapada, de sayo y manto, desapareció también la sal criolla de la mujer limeña. Era delicioso ir, hasta 1856, a la alameda de los Descalzos el día de la porciúncula y en el de San Juan, a la alameda de Acho, en una tarde de toros, y escuchar el tiroteo de agudezas en ellas y ellos, que los limeños no se quedaban rezagados en la chispa de las respuestas; compruébalo este cuentecito:

Iba en la muy concurrida procesión de Santa Rosa, persiguiendo a gentil tapada, un colegialito de San Carlos, mozo de veintle pascuas floridas, correcto en la indumentaria y de simpático coranvobis, realzado con lentes de oro, cabalgados sobre la nariz.

Lucía la tapada un brazo regordete y con hoyuelos, y al andar tenía un cucuteo como para resucitar difuntos, dejando ver un piececito que cabría holgado en la juntura de dos losas de la calle.

Rompió los fuegos el galán, diciéndole a Ia incógnita belIeza:

Me pego de balazos, con cualquiera, que me diga que no eres hechicera.

— ¿Versaina tenemos? ¡Límpiate que estás de huevo y déjame en paz, cuatro ojos!

— Te equivocas, tengo cinco, un taco para el quinto. ¿Y a ti en el sexto, cuántos te han puesto?


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Cosa de la Mujer

Ricardo Palma


Cuento


Era la época del faldellín, moda aristocrática que de Francia pasó a España y luego a Indias, moda apropiada para esconder o disimular redondeces de barriga.

En Lima, la moda se exageró un tantico (como en nuestros tiempos sucedió con la crinolina), pues muchas de las empingorotadas y elegantes limeñas, dieron por remate al ruedo del faldellín un círculo de mimbres o cañitas; así el busto parecía descansar sobre pirámide de ancha base, o sobre una canasta.

No era por entonces, como lo es ahora, el Cabildo o Ayuntamiento muy cuidadoso de la policía o aseo de las calles, y el vecindario arrojaba sin pizca de escrúpulo, en las aceras, cáscaras de plátano, de chirimoya y otras inmundicias; nadie estaba libre de un resbalón.

Muy de veinticinco alfileres y muy echada para atrás, salía una mañana de la misa de diez, en Santo Domingo, gentilísima dama limeña y, sin fijarse en que sobre la losa había esparcidas unas hojas del tamal serrano, puso sobre ellas la remonona botina, resbaIó de firme y dio, con su gallardo cuerpo, en el suelo.

Toda mujer, cuando cae de veras, cae de espalda, como si el peso de la ropa no le consintiera caer de bruces, o hacia adelante.

La madama de nuestro relato no había de ser la excepción de la regla y, en la caída, vínosele sobre el pecho la parte delantera del faldellín junto con la camisa, quedando a espectación pública y gratuita, el ombligo y sus alrededores.

El espectáculo fue para alquilar ojos y relamerse los labios. ¡Líbrenos San Expedito de presenciarlo!

Un marquesito, muy currutaco, acudió presuroso a favorecer a la caída, principiando por bajar el subversivo faldellín, para que volviera a cubrir el vientre y todo lo demás, que no sin embeleso contemplara el joven; el suyo fue peor que el suplicio de Tántalo.

Puesta en pie la maltrecha dama, dijo a su amparador:


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Tres Cuestiones Históricas sobre Pizarro

Ricardo Palma


Cuento


¿Supo o no supo escribir? ¿fué o no fué marqués de los atavillos? ¿cuál fué y dónde está su gonfalón de guerra?

I

Variadísimas y contradictorias son las opiniones históricas sobre si Pizarro supo o no escribir, y cronistas sesudos y minuciosos aseveran que ni aun conoció la O por redonda. Así se ha generalizado la anécdota de que estando Atahualpa en la prisión de Cajamarca, uno de los soldados que lo custodiaban le escribió en la uña la palabra Dios. El prisionero mostraba lo escrito a cuantos le visitaban, y hallando que todos, excepto Pizarro, acertaban a descifrar de corrido los signos, tuvo desde ese instante en menos al jefe de la conquista, y lo consideró inferior al último de los españoles. Deducen de aquí malignos o apasionados escritores que don Francisco se sintió lastimado en su amor propio, y que por tan pueril quisquilla se vengó del Inca haciéndole degollar.

Duro se nos hace creer que quien hombreándose con lo más granado de la nobleza española, pues alanceó toros en presencia de la reina doña Juana y de su corte, adquiriendo por su gallardía y destreza de picador fama tan imperecedera como la que años más tarde se conquistara por sus hazañas en el Perú; duro es, repetimos, concebir que hubiera sido indolente hasta el punto de ignorar el abecedario, tanto más, cuanto que Pizarro aunque soldado rudo, supo estimar y distinguir a los hombres de letras.


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Un Desmemoriado

Ricardo Palma


Cuento


Cuando en 1825 fue Bolívar a Bolivia, mandaba la guarnición de Potosí el coronel don Nicolás Medina, que era un llanero de la pampa venezolana, de gigantesca estatura y tan valiente como el Cid Campeador, pero en punto a ilustración era un semi salvaje, un bestia, al que había que amarrar para afeitarlo.

Deber oficial era para nuestro coronel, dirigir algunas palabras de bienvenida al Libertador, y un tinterillo de Potosí se encargo de sacar de atrenzos a la autoridad escribiéndole la siguiente arenga: "Excelentísimo Señor: hoy, al dar a V.E. la bienvenida, pido a la divina Providencia que lo colme de favores para prosperidad de la Independencia Americana. He dicho".

Todavía estaba en su apogeo, sobre todo en el Alto Perú, el anagrama: "Omnis libravo", formado con las letras de Simón Bolivar. Pronto llegarían los tiempos en que sería más popular este pasquín:


Si a Bolívar la letra con que empieza
Y aquella con que acaba le quitamos,
De la Paz con la Oliva nos quedamos.
Eso quiere decir, que de ese pieza,
La cabeza y los pies cortar debemos
Si una Paz perdurable apetecemos.
 

Una semana pasó Medina fatigando con el estudio de la arenga la memoria que, como se verá, era en él bastante flaca.

En el pueblecito de Yocoya, a poco mas de una legua de Potosí, hizo Medina que la tropa que lo acompañaba presentase las armas y, deteniendo su caballo, delante del Libertador, dijo después de saludar militarmente:

— Excelentísimo Señor. .. (gran pausa), Excelentísimo Señor Libertador... (más larga pausa)... —y dándose una palmada en la frente, exclamó: ¡Carajo!... Yo no sirvo para estas palanganadas, sino para meter lanza y sablear gente. Esta mañana me sabía la arenga como agua, y ahora no me acuerdo ni de una puñetera palabrita. Me cago en el muy cojudo que me la escribió.


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El Justicia Mayor de Laycacota

Ricardo Palma


Cuento


Crónica de la época del décimonono virrey del perú

(Al doctor don José Mariano Jiménez.)

I

En una serena tarde de marzo del año del Señor de 1665, hallábase reunida a la puerta de su choza una familia de indios. Componíase ésta de una anciana que se decía descendiente del gran general Ollantay, dos hijas, Carmen y Teresa, y un mancebo llamado Tomás.

La choza estaba situada a la falda del cerro de Laycacota. Ella con quince o veinte más constituían lo que se llama una aldea de cien habitantes.

Mientras las muchachas se entretenían en hilar, la madre contaba al hijo, por la milésima vez, la tradición de su familia. Esta no es un secreto, y bien puedo darla a conocer a mis lectores, que la hallarán relatada con extensos y curiosos pormenores en el importante libro que con el título Anales del Cuzco, publicó mi ilustrado amigo y compañero de Congreso don Pío Benigno Mesa.

He aquí la tradición sobre Ollantay:

Bajo el imperio del Inca Pachacutec, noveno soberano del Cuzco, era Ollantay, curaca de Ollantaytambo, el generalísimo de los ejércitos. Amante correspondido de una de las ñustas o infantas, solicitó de Pachacutec, y como recompensa a importantes servicios, que le acordase la mano de la joven. Rechazada su pretensión por el orgulloso monarca, cuya sangre, según las leyes del imperio, no podía mezclarse con la de una familia que no descendiese directamente de Mango Capac, el enamorado cacique desapareció una noche del Cuzco, robándose a su querida Cusicoyllor.


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