El halcón salvaje al cielo que el viento barre,
El ciervo al salutífero monte,
Y el corazón del hombre al corazón de la joven,
KIPLING
I
Estaba haciendo muy mal su trabajo. Le rodearon el cuello con la
cuerda y le ataron las muñecas con juncos, pero de nuevo cayó
esparrancado, revolviéndose, retorciéndose sobre las hojas,
desgarrándolo todo a su alrededor, como una pantera atrapada.
Les arrancó la cuerda; se aferró de ella con puños sangrantes; le
clavó sus blancos dientes hasta que las hebras de yute se aflojaron, se
deshicieron y se rompieron roídas por sus blancos dientes.
Dos veces Tully lo golpeó con una porra de goma. Los pesados golpes dieron contra una carne rígida como la piedra.
Jadeante, sucio de tierra y hojas podridas, con las manos y la cara
ensangrentadas, estaba sentado en el suelo mirando al círculo de
hombres que lo rodeaban.
—¡Disparadle! —exclamó Tully jadeante, enjugándose el sudor de la
frente bronceada; y Bates, respirando pesadamente, se sentó en un leño y
sacó un revólver de su bolsillo trasero. El hombre echado por tierra lo
observaba; tenía espuma en la comisura de los labios.
—¡Retroceded! —susurró Bates, pero la voz y la mano le temblaban—. Kent —tartamudeó— ¿no dejarás que te colguemos?
El hombre por tierra lo miró con ojos refulgentes.
—Tienes que morir, Kent —lo instó—; todos lo dicen. Pregúntaselo a
Zurdo Sawyer; pregúntaselo a Dyce; pregúntaselo a Carrots. Tienes que
columpiarte por lo que hiciste ¿no es cierto, Tully? Kent, por amor de
Dios ¡cuelga! ¡Hazlo por esta gente!
El hombre por tierra jadeaba: sus ojos brillantes estaban inmóviles.
Información texto 'La Llave del Dolor'