No Me Cavéis una Tumba
Robert E. Howard
Cuento
El estruendo de mi anticuado aldabón, reverberando tétricamente por toda la casa, me despertó de un sueño inquieto y plagado de pesadillas. Miré por la ventana. Bajo la última luz de la luna, el rostro blanquecino de mi amigo John Conrad me miraba.
—¿Puedo subir, Kirowan? —su voz era temblorosa y tensa.
—¡Por supuesto!
Salté de la cama y me puse un batín mientras le oía entrar por la puerta principal y subir las escaleras.
Un momento después lo tenía delante de mí, y bajo la luz que había encendido vi que sus manos temblaban y noté la palidez antinatural de su cara.
—El viejo John Grimlan ha muerto hace una hora —dijo bruscamente.
—¿Sí? No tenía idea de que estuviera enfermo.
—Ha sido un ataque repentino y virulento de naturaleza singular, una especie de acceso en cierto modo parecido a la epilepsia. Los últimos años había sufrido este tipo de crisis, ¿sabes?
Asentí. Algo sabía del viejo ermitaño que había vivido en la gran casa oscura en lo alto de la colina; de hecho, había sido testigo de uno de sus extraños ataques, y me horrorizaron las convulsiones, los aullidos y los gimoteos del desdichado, que se retorcía sobre el suelo como una serpiente herida, mascullando terribles maldiciones y negras blasfemias hasta que su voz se quebró en un chillido sin palabras que regó sus labios de espuma. Al ver esto, comprendí por qué la gente de épocas antiguas consideraba a semejantes víctimas como hombres poseídos por demonios.
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Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.