Textos más vistos de Robert E. Howard publicados por Edu Robsy no disponibles | pág. 2

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autor: Robert E. Howard editor: Edu Robsy textos no disponibles


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El Túmulo en el Promontorio

Robert E. Howard


Cuento



Y al instante siguiente aquel gran loco pelirrojo me sacudía como un perro a una rata. «¿Dónde está Meve MacDonnal?», gritaba. Por todos los santos que es horrible oír gritar a un loco en un lugar solitario a medianoche, aullando el nombre de una mujer muerta hace trescientos años.

La historia del pescador de altura
 

Este es el túmulo que busca —dije, posando precavidamente mi mano sobre una de las ásperas piedras que componían el montículo extrañamente simétrico.

Un ávido interés ardía en los oscuros ojos de Ortali. Su mirada barrió el paisaje y volvió para descansar en la gran pila de enormes peñascos desgastados por la intemperie.

—¡Qué lugar más extraño, salvaje y desolado! —dijo—. ¿Quién habría pensando en hallar un sitio así excepto en esta comarca? ¡Salvo por el humo que se alza a lo lejos, apenas osaría uno soñar que una gran ciudad se encuentra más allá de ese promontorio! Aquí a duras penas si se divisa la choza de un pescador.

—La gente rehúye el túmulo como lo ha hecho durante siglos —repliqué.

—¿Por qué?

—Ya me lo ha preguntado antes —contesté con impaciencia—. Sólo puedo responder que ahora evitan por costumbre lo que sus antepasados evitaban por sabiduría.

—¡Sabiduría! —rió despectivamente—. ¡Superstición!

Le contemplé sombríamente con un odio sin disimular. Dos hombres a duras penas podrían haber sido de dos tipos más opuestos. Él era delgado, seguro de sí mismo, inequívocamente latino con sus ojos oscuros y su aspecto sofisticado. Yo soy pesado, torpe y de aspecto ursino, con fríos ojos azules y revuelta cabellera rojiza. Éramos paisanos porque habíamos nacido en la misma tierra, pero los hogares de nuestros antepasados estaban tan alejados como el sur del norte.


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25 págs. / 44 minutos / 102 visitas.

Publicado el 14 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Piedra Negra

Robert E. Howard


Cuento


Dicen que cosas horribles de Antaño todavía acechan
En los rincones oscuros y olvidados del mundo.
Y algunas noches las Puertas se abren para liberar
Seres enjaulados en el Infierno.

Justin Geoffrey
 

La primera vez que leí algo al respecto fue en el extraño libro de Von Junzt, el excéntrico alemán que vivió de forma tan peculiar y murió de manera tan atroz y misteriosa. Tuve la fortuna de acceder a sus Cultos Sin Nombre en la edición original, el llamado Libro Negro, publicado en Dusseldorf en 1839 poco antes de que el autor fuera víctima de un implacable Final. Los coleccionistas de literatura rara estaban familiarizados con los Cultos Sin Nombre principalmente a través de la traducción barata y defectuosa que fue pirateada en Londres por Bridewall en 1845, y por la edición cuidadosamente expurgada que publicó Golden Goblin Press en Nueva York en 1909. Pero el volumen con el que me tropecé era una de las copias alemanas sin expurgar, con pesadas tapas de cuero y oxidados pasadores de hierro. Dudo que hoy queden más de media docena de volúmenes en todo el mundo, pues la cantidad que se publicó no fue muy grande, y cuando corrieron los rumores sobre la forma en que se produjo el fallecimiento del autor, muchos poseedores del libro quemaron sus ejemplares, aterrorizados.


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21 págs. / 38 minutos / 307 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Serpiente del Sueño

Robert E. Howard


Cuento


La noche estaba extrañamente tranquila. Mientras nos sentábamos en la amplia galería, mirando las praderas anchas y sombrías, el silencio del momento inundó nuestros espíritus y durante largo rato nadie habló.

Entonces, en la lejanía de las borrosas montañas que trazaban el horizonte oriental, una bruma difusa empezó a resplandecer, y pronto salió una gran luna dorada, emitiendo una radiación fantasmal sobre la tierra y dibujando enérgicamente los macizos oscuros de sombras que formaban los árboles. Una brisa suave llegó susurrando desde el este, y la hierba sin segar se agitó en olas largas y sinuosas, difusamente visibles bajo la luz de la luna; y desde el grupo que estábamos en la galería brotó un fugaz suspiro, como si alguien tomara una profunda bocanada de aire que provocó que todos nos volviéramos a mirar.

Faming se inclinaba hacia delante, agarrándose a los brazos de la silla, la cara extraña y pálida bajo la luz espectral; un fino hilo de sangre goteaba del labio en el que había clavado sus dientes. Asombrados, le miramos, y de pronto se agitó con una risa breve semejante a un bufido.


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8 págs. / 15 minutos / 75 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Los Hijos de la Noche

Robert E. Howard


Cuento


Recuerdo que éramos seis los que estábamos en el extravagantemente decorado estudio de Conrad, con sus raras reliquias de todo el mundo y sus largas hileras de libros que abarcaban desde la edición de Mandrake Press de Boccaccio hasta un Missale Romanum, encuadernado con broches de madera de roble e impreso en Venecia, en 1740. Clemants y el profesor Kirowan acababan de enzarzarse en una discusión antropológica algo subida de tono: Clemants defendía la teoría de que existía una raza alpina separada y distinta, mientras que el profesor mantenía que esa supuesta raza era sólo una desviación del tronco ario original, posiblemente resultado de una mezcla entre las razas sureña o mediterránea y los pueblos nórdicos.

—¿Y cómo —preguntó Clemants— explica su braquicefalismo? Los mediterráneos eran tan de cabeza alargada como los arios: ¿acaso una mezcla de pueblos dolicocefálicos produce un tipo intermedio de cabeza ancha?

—Las condiciones especiales pueden provocar un cambio en una raza que originalmente tenía la cabeza alargada —repuso Kirowan—. Boaz ha demostrado, por ejemplo, que en el caso de los inmigrantes que llegan a América, las formaciones del cráneo a menudo cambian en una sola generación. Y Flinders Petrie ha indicado que los lombardos cambiaron de cabeza alargada a cabeza redondeada en unos pocos siglos.

—¿Pero qué provocó esos cambios?

—La ciencia todavía desconoce muchas cosas —contestó Kirowan—, y no necesitamos ser dogmáticos. Nadie sabe, todavía, por qué la gente con antepasados británicos e irlandeses tiende a crecer hasta alcanzar una estatura extraordinariamente alta en el distrito Darling de Australia —cornstalks, los llaman—, o por qué la gente de dicha ascendencia normalmente tiene una estructura de mandíbula más delgada al cabo de pocas generaciones en Nueva Inglaterra. El universo está lleno de cosas inexplicables.


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20 págs. / 35 minutos / 131 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Espectro en el Umbral

Robert E. Howard


Cuento


Lo sobrenatural siempre ha jugado un papel importante, no solo en el folclore, sino en la verdadera historia de Irlanda. Aparte de los Duine Sidh, los espíritus de la tierra, los Leprechaun, o Leuhphrogan, el Geancanach o la Cloblier-ceann, y demás espíritus como las hadas, comunes a toda la isla y a toda la raza, existen espíritus locales, y resulta difícil encontrar una sola familia irlandesa que no cuente con su propio fantasma o aparición.

Lo que se disponen a leer a continuación es una traducción del gaéèlico de las Memorias del capitán Turlogh Kirowan, que ejerció dicho rango en Francia, durante el reinado de Luis XIV, en 165—. La vida del capitán Kirowan resulta sumamente turbulenta. Nació en la ciudad de Galway, pero su madre era una O’Sullivan del Condado de Kerry. Participó en primera línea en la mayoría de los complots y revueltas contra el gobierno inglés y fue en 1650, durante la increíble severidad del sangriento dominio de Cromwell en Irlanda, cuando tuvieron lugar los siguientes sucesos. Kirowan le era bien conocido a Cromwell, tanto por su valor como por su habilidad, y el célebre hipócrita de manos ensangrentadas, que rugía blasfemias contra la voluntad Divina mientras repartía muerte a diestro y siniestro, había ofrecido un alto precio por la cabeza del valiente capitán de Galway. Podemos estar seguros de que Cromwell andaba a la búsqueda de Kirowan, aunque fuera por medio de terceros. El puritano psicópata se encontraba en su elemento a la hora de masacrar a mujeres y niños, pero no tenía agallas para enfrentarse con Kirowan, hombre a hombre.


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4 págs. / 7 minutos / 105 visitas.

Publicado el 4 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

El León de Tiberias

Robert E. Howard


Cuento


I

La batalla en los prados del Éufrates había terminado, pero no la carnicería. Tanto en ese campo sangriento, donde el Califa de Bagdad y sus aliados turcos habían roto la poderosa avalancha de Doubeys ibn Sadaka de Hilla, como en el desierto circundante, los cuerpos forrados de acero yacían como si una tormenta les hubiese arrastrado y amontonado. El gran canal, al que llamaban Nilo, que conectaba el Éufrates con el distante Tigris, se encontraba bloqueado por los cuerpos de los hombres de las diversas tribus, y los supervivientes jadeaban en su huida hacia los blancos muros de Hilla que brillaban en la distancia, más allá de las plácidas aguas del cercano río. Tras ellos, halcones acorazados, los selyúcidas, rajaban a los fugitivos desde sus sillas de montar. El resplandeciente sueño del emir árabe había acabado en una tormenta de sangre y acero, y sus espuelas salpicaban sangre mientras cabalgaba hacia el distante rio.

Aún en ese momento, en un punto del sucio campo, la lucha se recrudecía y se arremolinaba donde el hijo favorito del emir, Achmet, un esbelto muchacho de diecisiete o dieciocho años, permanecía en pie junto a un aliado. Los jinetes cubiertos de cotas de malla se acercaban, golpeaban y retrocedían, rugiendo en su desconcertada furia ante el azote de la gran espada en las manos de ese hombre. La suya era una figura extraña e incongruente: su roja melena contrastaba con los negros mechones de cuantos le rodeaban, no menos de lo que su polvorienta cota lo hacia con los emplumados tocados y las plateadas corazas de los atacantes. Era alto y poderoso, con una dureza lobuna en sus miembros y figura que su malla no podía ocultar. Su oscuro semblante repleto de cicatrices era sombrío, sus ojos azules, fríos y duros como el azul acero forjado por los gnomos de las Rhinelanu para los héroes de los bosques del norte.


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37 págs. / 1 hora, 5 minutos / 41 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Momento Supremo

Robert E. Howard


Cuento


—¡El futuro de la humanidad depende de ello!

El que acababa de pronunciar estas palabras era un hombre de rostro enérgico y autoritario. En él, todo expresaba poder.

De hecho, solo había un hombre en aquella sala que no diera la impresión de riqueza y poder. Cinco hombres, cada uno sentado en una silla, se enfrentaban a él.

Exteriormente, era el más insignificante de todos. Bajo y deforme, tenía las piernas torcidas y era jorobado. Unos ojos enfermos miraban de reojo por debajo de una frente muy abombada.

—¿Por qué han venido a buscarme? —preguntó con voz aflautada, sonora, en la que un extraño desafío se mezclaba con la humildad.

Los otros le miraron con desprecio, casi con desagrado.

—Sabe muy bien —replicó el hombre que habló en primer lugar, levantándose y recorriendo la habitación— que es el único hombre en todo el mundo que tiene lo que queremos. Lo que debemos tener a cualquier precio. Como ya sabe, una nueva especie de hongo ha aparecido en Ecuador. No hay, al parecer, nada que pueda detener su crecimiento. Esos hongos se desarrollan y cubren los campos, las granjas, las casas. Todo cuanto tocan, lo destruyen. Antes de su llegada, tierras fértiles y una rica vegetación; tras su paso, un desierto desnudo y árido. Esos hongos se extienden a una velocidad sorprendente y pueden recorrer millas en una sola jornada. Nada puede impedir su avance. Se alimentan de carne lo mismo que de vegetación. Bosques y ciudades desaparecen del mismo modo ante ellos. Los océanos no pueden detenerles, pues se extienden sobre su superficie, como sargazos inmensos e inconcebibles, obstruyéndolos, destruyendo los peces y atrapando los barcos, devorándolos. Como si fuera un inmenso pulpo, esa forma desconocida de hongo extiende sus tentáculos a través del mundo para dominarlo y cubrirlo por completo. Pero, sin ninguna duda, usted ya sabe todo eso.


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5 págs. / 9 minutos / 46 visitas.

Publicado el 9 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Templo de la Abominación

Robert E. Howard


Cuento


I

—Todo tranquilo —gruñó Wulfhere Hausakliufr—. Veo el brillo de un edificio de piedra entre los árboles… ¡Por la sangre de Thor, Cormac! ¿Nos llevas a una trampa?

El alto gaélico sacudió la cabeza, con un gesto ceñudo que oscurecía su faz siniestra y llena de cicatrices.

—Nunca he oído que hubiese un castillo en estas tierras; las tribus britanas de los alrededores no construyen con piedra. Puede que sea una vieja ruina romana.

Wulfhere dudó, echando un vistazo a su espalda, a las compactas filas de guerreros barbudos con yelmos astados.

—Quizá sería mejor enviar a un explorador.

Cormac Mac Art lanzó una carcajada.

—Alarico condujo a sus godos a través del Foro hace veinte años, aunque vosotros los bárbaros aún os sobresaltáis al oír el nombre de Roma. No temas; no hay legiones en Britania. Creo que es un templo druida. No tenemos nada que temer de los druidas, más aún si nos dirigimos contra sus enemigos naturales.

—Y la gente de Cedric aullará como lobos cuando les ataquemos desde el oeste en lugar del sur o el este —dijo el Rompecráneos con una mueca— . Fue una astuta idea la tuya, Cormac, ocultar nuestro drakkar en la costa oeste y atravesar Britania para caer sobre los sajones. Pero también es una locura.


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15 págs. / 26 minutos / 64 visitas.

Publicado el 10 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Terrible Tacto de la Muerte

Robert E. Howard


Cuento


Cuando la medianoche cubra la tierra
con lúgubres y negras sombras
que Dios nos libre del beso de Judas
de un muerto en la oscuridad.
 

El viejo Adam Farrel yacía muerto en la casa en la que había vivido solo los últimos veinte años. Un silencioso y huraño recluso que en vida no conoció amigo alguno, y tan sólo dos hombres fueron testigos de su final.

El doctor Stein se levantó y observó por la ventana la creciente oscuridad.

—Entonces, ¿crees que podrás pasar la noche aquí? —le preguntó a su acompañante.

Este, de nombre Falred, asintió.

—Sí, por supuesto. Supongo que tendré que ocuparme yo.

—Una costumbre bastante inútil y primitiva esta de velar a un muerto —comentó el doctor, que se disponía a marcharse—, pero supongo que tendremos que respetar las costumbres, aunque sólo sea por decoro. Podría intentar encontrar a alguien que te acompañara en la vigilia.

Falred se encogió de hombros.

—Lo dudo mucho. Farrel no era muy popular… no tenía muchos amigos. Yo mismo apenas lo conocía, pero no me importa velar su cuerpo.

El doctor Stein estaba quitándose los guantes de goma y Falred observaba el proceso con un interés que era casi fascinación. Un ligero e involuntario temblor le sacudió al recordar el tacto de aquellos guantes… resbaladizos, fríos y húmedos, como el tacto de la muerte.

—Podrías sentirte demasiado solo esta noche si no encuentro a nadie más —afirmó el doctor al abrir la puerta—. No eres supersticioso, ¿verdad?

Falred rió.

—No mucho. Lo cierto es que, por lo que he oído acerca del trato de Farrel, prefiero estar ahora velando su cuerpo que haber sido uno de sus invitados cuando aún vivía.


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7 págs. / 12 minutos / 102 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Valle Perdido de Iskander

Robert E. Howard


Cuento


I. El valle perdido de Iskander

Fue el chasquido furtivo del acero al rozar una piedra lo que despertó a Gordon. Bajo la débil luz de las estrellas, una forma sombría se alzó por encima de él y algo brilló en su mano levantada. Gordon reaccionó en el acto, como un resorte de acero que se libera. Su mano izquierda se alzó y detuvo el puño que descendía —apretando un curvo machete— y, simultáneamente, se levantó y cerró salvajemente la mano derecha alrededor de un cuello velludo.

Un gorgoteo ronco se estranguló en aquella garganta. Gordon, resistiendo las terribles coces de su adversario, pasó una pierna alrededor de la rodilla de la su asaltante, la levantó y le derribó al suelo. No se produjo el menor ruido, salvo algunos carraspeos y los golpes sordos que provocaron los dos cuerpos al caer estrechamente soldados. Como siempre, Gordon luchaba ferozmente y en silencio. Ningún sonido salió de los labios crispados del hombre que tenía inmovilizado bajo su cuerpo. Su mano derecha era retorcida por la presa de Gordon y la izquierda tiraba en vano de la muñeca cuyos dedos de hierro se hundían cada vez más profundamente en la garganta que apretaban. Aquella muñeca parecía una grapa de hilos metálicos cuidadosamente trenzados para los dedos que se iban debilitando al tiempo que intentaban aflojar su presa. Gordon mantuvo su posición de un modo feroz, pasando toda la fuerza de sus poderosos hombros y brazos, cuyos músculos sobresalían como sogas, a los dedos que apretaban. Sabía que era su vida o la del hombre que se había deslizado hacia él en la oscuridad para apuñalarle. En aquella región inexplorada de las montañas afganas, todos los combates eran a muerte. Los dedos que le laceraban fueron cada vez más débiles. Un temblor convulso recorrió el cuerpo arqueado bajo el del americano. Luego, se aflojó del todo y permaneció inmóvil.


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33 págs. / 57 minutos / 74 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

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