Textos más populares esta semana de Robert E. Howard publicados por Edu Robsy | pág. 6

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autor: Robert E. Howard editor: Edu Robsy


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El Sauce Llorón

Robert E. Howard


Cuento


—Quítate esos guantes para niñas y ponte los de siete onzas —le ordené—. ¡Soy el famoso Mono Costigan, mánager siete no campeones! Quiero ver lo que tienes en las tripas... si es que tienes algo.

Se sacó sus guantes ligeros —guantes para pegarle a un punching-ball— y se puso los reglamentarios de boxeo, mostrando en la tarea muy poco entusiasmo. Sin embargo, tuve la impresión de ver un destello de interés en sus ojos tristes.

Avanzamos uno hacia el otro y adoptó una posición que ya estaba pasada de moda cuando John L. Sullivan lloriqueaba en la cuna. Le hice una finta al cuerpo y me irritó largándome un torpe zurdazo que me rebotó en el mentón. Le lancé un golpe corto a la nariz y una expresión lúgubre apareció en su rostro y le empezaron a correr las lágrimas por las mejillas.

¡Aquello me pilló completamente desprevenido! Bajé los puños y...

—Tendría que haberte avisado —me dijo Joe Harper, masajeándome la nuca—. ¡Ese merluzo es una verdadera fuente! En cuanto cruza los guantes, se pone a llorar.

—Bueno, de acuerdo —dije aturdido—. ¿Y qué fue aquel temblor de tierra?

—Bajaste la guardia cuando empezó a llorar —me explicó Joe pacientemente— y te pegó con un directo en el mentón y otros dos del mismo calibre mientras caías.

Me levanté algo envarado y contemplé al «llorón», cuyo aspecto era más melancólico que nunca.

—Es más fuerte que yo —declaró—. Siempre lloro cuando boxeo, particularmente si alguien me pega en la nariz. El hecho mismo de golpear a uno de mis semejantes —y todavía más si el golpeado soy yo— me pone triste y melancólico.

—Entonces, ¿por qué boxeas? —quise saber, atónito.

—Me gusta —replicó sin más.


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7 págs. / 12 minutos / 62 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Canaan Negro

Robert E. Howard


Cuento


1. Llamada de Canaan

«¡Problemas en el torrente del Tularoosa!». Este aviso pretendía que un frío gélido recorriese la espalda de cualquier hombre criado en aquella remota región del interior llamada Canaan, situada entre el río Tularoosa y Río Negro, y donde fuera que le llegara el mensaje, lo condujese a toda prisa de vuelta a aquella región pantanosa.

Era tan sólo un susurro en los labios marchitos de una vieja y renqueante bruja negra, que se esfumó entre la muchedumbre antes de que pudiera alcanzarla, pero me bastó. No era necesario esperar una confirmación ni indagar por qué misteriosos medios propios de los negros le había llegado la noticia. No hacía falta averiguar qué oscuras fuerzas actuaban para que aquellos ajados labios me hubieran revelado la noticia a mí, un hombre de Río Negro. Bastaba que el aviso fuese entregado y entendido.

¿Entendido? ¿Cómo no iba a entender cualquier hombre de Río Negro tal advertencia? Sólo podía significar una cosa: viejos odios supuraban de nuevo de las profundidades de la jungla cenagosa, oscuras sombras se deslizaban entre los cipreses, y la masacre acechaba desde la misteriosa aldea negra emplazada sobre la orilla recubierta del musgo nudoso del lúgubre Tularoosa.

Una hora más tarde, Nueva Orleans seguía alejándose más y más a mis espaldas con cada nueva vuelta de las ruedas cimbreantes. Todo hombre nacido en Canaan mantiene un vínculo invisible que irremediablemente le arrastra a su tierra natal cuando ésta se ve amenazada por la sombra tenebrosa que ha estado al acecho en sus selvas durante más de medio siglo.


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44 págs. / 1 hora, 17 minutos / 61 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Hombre de Hierro

Robert E. Howard


Cuento


1. El hombre de hierro

«¡Una izquierda como un cañonazo y una derecha fulgurante! ¡Una mandíbula de granito y un cuerpo de acero templado! ¡La ferocidad de un tigre y el corazón de combatiente más grande que haya latido en un pecho con las costillas de hierro! Así era Mike Brennon, aspirante al título de la categoría de los pesos pesados».

Mucho antes de que los periodistas deportivos descubrieran la existencia de Brennon, yo me encontraba en la «tienda de atletismo» de un circo que alzó sus carpas a las afueras de una pequeña ciudad de Nevada, sonriendo y admirando las bufonadas del presentador, que ofrecía con toda facilidad cincuenta dólares a cualquier hombre que resistiera cuatro asaltos frente a Young Firpo, el Asesino de California, ¡campeón de California y de Insulindia! Young Firpo, un muchacho recio y peludo, con los músculos sobresalientes de un levantador de pesas y cuyo verdadero nombre sería algo así como Leary, estaba a su lado, con una expresión aburrida y despectiva dibujada en sus gruesas facciones. Todo aquello era rutina para él.

—Vamos, amigos —gritaba el presentador—, ¿no hay ningún joven entre los presentes capaz de arriesgar su vida en el cuadrilátero? ¡Naturalmente, la dirección declina toda responsabilidad si tan valiente joven se deja matar o desgraciar! Pero si alguien de los presentes se arriesga a correr semejantes peligros...

Vi a un individuo de rostro patibulario levantarse de su asiento —uno de los habituales «comparsas» en connivencia con los feriantes, claro—, pero en aquel momento la multitud empezó a bramar:

—¡Brennon! ¡Brennon! ¡Vamos, Mike!


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46 págs. / 1 hora, 21 minutos / 61 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Aparición Sobre el Cuadrilátero

Robert E. Howard


Cuento


Los lectores de esta revista se acordarán sin duda de Ace Jessel, el gran boxeador negro del que fui mánager hace algunos años. Era un gigante de ébano de un metro noventa y dos centímetros de altura y ciento quince kilos de peso. Se movía con la cómoda ligereza de un gigantesco leopardo y sus músculos de acero ondulaban bajo su brillante piel. Sorprendentemente rápido para un boxeador de su tamaño, tenía una pegada terrible y cada uno de sus enormes puños contenía la potencia de un martillo pilón.

En aquella época yo estaba convencido de que era tan bueno como cualquier otro hombre que pudiera subir a un cuadrilátero... salvo por un defecto capital. Carecía de instinto asesino. Tenía un enorme coraje, como demostró en numerosas ocasiones... pero se contentaba con boxear, las más de las veces, batiendo a sus enemigos por los puntos y lanzando los golpes exactos para no perder el combate.

De vez en cuando, los espectadores le insultaban, pero sus sarcasmos no hacían más que ampliar su jovial sonrisa. Sin embargo, sus combates seguían atrayendo a un público enorme porque, las raras veces que se encontraba en dificultades y se veía obligado a atacar, o cuando se enfrentaba a un peligroso adversario al que tenía forzosamente que dejar K. O. para conseguir la victoria, los espectadores asistían a un verdadero combate que les entusiasmaba de principio a fin. Incluso en aquellas ocasiones, su costumbre era apartarse de su adversario tambaleándose, dejando que el boxeador atontado por los golpes tuviera tiempo para recuperarse y volver al ataque... mientras la multitud aullaba enfurecida y yo me tiraba de los pelos.


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17 págs. / 29 minutos / 59 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Ídolo de Bronce

Robert E. Howard


Cuento


Aquella fantástica y espeluznante aventura comenzó de forma repentina. Me encontraba sentado en mi alcoba, escribiendo tranquilamente, cuando la puerta se abrió de sopetón y mi criado árabe, Alí, irrumpió en la estancia, sin aliento, y con la mirada desorbitada. Pegado a sus talones entró un hombre al que creía muerto desde hacía mucho tiempo.

—¡Girtmann! —me puse en pie, asombrado—. En el nombre del cielo, ¿qué…?

Tras hacerme callar con un gesto, se giró hacia la puerta y la cerró, echando el cerrojo con un suspiro de alivio. Durante un instante, respiró profundamente mientras yo parpadeaba y le examinaba con curiosidad. Los años no le habían cambiado… su figura, baja y fornida evidenciaba aún una dinámica fuerza física y su rostro, reciamente esculpido con una mandíbula prominente, nariz ganchuda y ojos arrogantes, reflejaba aún la testaruda determinación y la implacable seguridad del hombre. Pero ahora, sus ojos fríos aparecían sombríos y sus arrugas de tensión convertían su semblante en una máscara demacrada. Todo su aspecto denotaba tal tensión nerviosa que supe que debía de haber pasado por un trance terrible.

—¿Qué sucede? —inquirí, contagiándome en parte de su evidente nerviosismo.

—Ten cuidado con él, sahib —estalló Alí—. ¡No tengas tratos con aquellos que están malditos por el diablo, no sea que los demonios se interesen también por ti! Te digo, sahib…


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27 págs. / 47 minutos / 57 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Voz de El-Lil - Howard

Robert E. Howard


Cuento


Muskat, como muchos otros puertos, da cobijo a los vagabundos de numerosas naciones que traen consigo sus peculiaridades y sus costumbres tribales. Los turcos se mezclan con los griegos y los árabes discuten con los hindúes. Las lenguas de medio Oriente resuenan en el ruidoso y maloliente bazar. Por lo tanto, no me pareció incongruente oír, al inclinarme sobre una barra atendida por un eurasiático sonriente, las notas musicales de una canción china sonando claramente a través del zumbido perezoso del tráfico nativo. Ciertamente no había nada tan sorprendente en esos tonos suaves como para provocar que el gran inglés que tenía a mi lado se sobresaltase, jurase y derramara su whisky con agua sobre mi manga.

Se disculpó y censuró su torpeza con rotundas obscenidades, pero noté que estaba alterado. Me interesaba como siempre me ha interesado su tipo; era un individuo gallardo, de más de seis pies de altura, hombros anchos, cintura estrecha, miembros pesados, el luchador perfecto, de rostro moreno, ojos azules y pelo tostado. Su estirpe es antigua en Europa, y su misma figura traía a la mente borrosos personajes legendarios —Hengist, Hereward, Cedric—, viajeros y luchadores natos salidos del molde bárbaro original.

Aún más, noté que estaba de humor parlanchín. Me presenté, pedí bebidas y esperé. El sujeto me dio las gracias, murmuró entre dientes, se bebió su licor apresuradamente y rompió a hablar de forma brusca.

—Usted se preguntará por qué un hombre adulto se siente tan repentinamente afectado por algo de tan poca monta… Bueno, reconozco que ese maldito gong me ha dado un susto. Es ese idiota de Yotai Lao, que trae sus espantosos pebetes y sus budas a una ciudad decente… Por medio penique sobornaría a algún fanático musulmán para cortarle esa garganta amarilla y hundir su maldito gong en el golfo. Y le contaré por qué odio ese chisme.


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31 págs. / 55 minutos / 57 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Noche del Lobo

Robert E. Howard


Cuento


I

La penetrante mirada de Thorwald Hiende-Escudos se desvió de la amenaza que brillaba en los expresivos ojos del hombre que estaba de pie frente a él, y recorrió la entera longitud del gran skalli. Se fijó en las largas filas de guerreros ataviados con cotas de malla y yelmos con cuernos, jefes con rostros de halcón que habían cesado su festín para escuchar. Y Thorwald Hiende-Escudos rio.

Pues, en verdad, el hombre que había hablado con rudeza ante las mismas fauces de los vikingos no parecía particularmente amenazador al lado de los gigantes armados que abarrotaban la sala. Era un hombre bajo, de fuerte musculatura, de facciones suaves y muy oscuras. Sus únicas ropas y ornamentos eran unas toscas sandalias que adornaban sus pies, un taparrabos de piel de ciervo, y un amplio tahalí de cuero del que pendía una espada con una curiosa forma de sierra. No llevaba armadura, y su negra cabellera cuadrada solo era recogida por una delgada banda de plata que le ceñía las sienes. Sus ojos fríos y negros brillaban con furia contenida, y sus impulsos interiores se reflejaban con claridad en un rostro habitualmente inmutable.


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33 págs. / 59 minutos / 56 visitas.

Publicado el 10 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Hombre en Tierra

Robert E. Howard


Cuento


Cal Reynolds se pasó la mascada de tabaco al otro lado de la boca y miró con los ojos entrecerrados por el cañón azul opaco de su Winchester. Movía las mandíbulas metódicamente, cesando el movimiento para encontrar su punto de mira. Se quedó petrificado en una rígida inmovilidad; a continuación enroscó el dedo y apretó el gatillo. El impacto del disparo hizo que el eco retumbase por las colinas, y como un eco llegó un disparo en respuesta.

Reynolds se agachó, aplastando su largo cuerpo contra la tierra, maldiciendo en voz baja. Una esquirla gris saltó de una de las rocas cercanas a su cabeza y una bala rebotada pasó silbando y se perdió en el espacio. Tembló involuntariamente. El sonido era tan mortal como el siseo de una pitón escondida.

Se incorporó con cautela lo suficiente para poder echar una ojeada entre las rocas que tenía al frente. Separado de su refugio por una ancha franja recubierta de matorrales de mezquite y chumberas, se elevaba un amasijo de rocas y cantos rodados similar al que le cobijaba a él. Por detrás de esos cantos rodados flotaba una fina voluta de humo blanquecino. Los entrenados ojos de Reynolds, acostumbrados a distancias abrasadas por el sol, detectaron entre las rocas un pequeño círculo de acero azul que brillaba tenuemente. Aquel anillo era la boca de un rifle, pero Reynolds sabía perfectamente quién estaba apostado tras aquel cañón.


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7 págs. / 13 minutos / 56 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Blue River Blues

Robert E. Howard


Cuento


Debería haber sabido que todo lo relacionado con Joey Garfinkle, más conocido por el apodo de La Rata Almizclera de Schenectedy, quería decir problemas en letras mayúsculas. Vi por primera vez a semejante energúmeno la noche que peleé con «Un Asalto» O'Rourke en Los Angeles. El tipo que debía arbitrar el combate no acudió y —como era una sala de boxeo bastante cutre, para qué vamos a engañarnos—, el propietario subió al cuadrilátero y anunció que el señor Joey Garfinkle, el conocido organizador de encuentros de boxeo, ocuparía su puesto. Lo hizo, con lo que me privó de una victoria legítima. El combate estaba previsto a diez asaltos y, hasta el momento decisivo, Joey no tuvo la menor ocasión de demostrar si conocía su oficio o no, por la única razón de que un árbitro es necesario sobre un ring cuando hay que contar y no fue hasta el último minuto cuando se produjo el primer derribo. O'Rourke vencía a los puntos y quedaban tan sólo catorce segundos exactos antes de acabar el décimo y último asalto cuando le acaricié primero con un zurdazo y luego con un derechazo en el rostro que acabaron con el desafortunado O'Rourke tumbado en la lona.


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20 págs. / 35 minutos / 56 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Cupido Contra Pólux

Robert E. Howard


Cuento


Al tiempo que subía los escalones de la casa de la fraternidad, me encontré con Tarántula Soons, un memo con poca disposición y los ojos saltones.

—¿Podría suponer que estás buscando a Spike? —dijo, y al verme admitir el hecho, me miró con curiosidad y añadió que Spike se encontraba en su habitación.

Subí y, mientras lo hacía, oí que alguien cantaba una canción de amor con una voz que era la incitación para un homicidio justificado. Por extraño que parezca, aquella atrocidad emanaba de la habitación de Spike, y cuando entré, vi a Spike sentado en un diván y cantando algo acerca de las lunas de los amantes y labios suaves de color rojo. Sus ojos brillaban encandilados vueltos hacia el techo y ponía el alma en el escandaloso bramido que sólo él imaginaba a la altura de la melodía. Decir que me quedé sorprendido es decir poco y, cuando se volvió y me dijo: «Steve, ¿no es maravilloso el amor?» podría haberme derribado con un martinete. Además de medir sus buenos seis pies y siete pulgadas y pesar algo más de doscientas setenta libras, Spike tiene un careto que hace que Firpo parezca el personaje adecuado para un anuncio para petimetres, sin contar con que es casi tan sentimental como un rinoceronte.

—¿Eh? ¿Y quién es ella? —pregunté con cierto sarcasmo, a lo que Spike se limitó a suspirar amorosamente y seguir con sus poesía. Aquello me irritó—. ¡Así que por eso no estás entrenando en el gimnasio! —bramé—. Eres un maldito haragán. El torneo de boxeo entre colegios empieza mañana y estás aquí, maldito morsa enorme, cantando cursiladas como si fueras un condenado becerro de tres años.

—¡Lárgate! —dijo, amagando un directo de derecha a mi mandíbula de manera distraída—. Puedo acabar con esos pastores alemanes sin entrenarme.


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4 págs. / 8 minutos / 55 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

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