Santuario de Buitres
Robert E. Howard
Cuento
Un viento errante levantaba pequeños remolinos de polvo allí donde el camino a California se confundía, durante unos pocos cientos de yardas, con la calle principal de ciudad Capitán. Unos cuantos perros mestizos descansaban a la sombra de los edificios de frente porticado; los caballos atados a los bebederos pateaban y espantaban las moscas; un niño holgazaneaba en una de las maltrechas aceras de tablones… A excepción de estos signos de vida, ciudad Capitán podría haber sido un pueblo fantasma, abandonado al sol y al viento del desierto.
Un carruaje cubierto crujía lentamente desde el este a lo largo de la polvorienta carretera. Los caballos, flacos y viejos, se inclinaban hacia adelante con cada una de sus renqueantes zancadas. La muchacha en el pescante llevóse una mano a la frente para protegerse del sol y habló con el anciano sentado junto a ella.
—Padre, estamos entrando en un pueblo.
El interpelado asintió con la cabeza y dijo:
—Es Capitán. No perderemos mucho tiempo aquí. Es un mal lugar; he oído hablar de él desde que cruzamos el Pecos. No impera ninguna ley aquí. Es un refugio de fugitivos y renegados. Sin embargo, deberemos detenernos el tiempo suficiente para comprar tocino y café.
Su voz vieja y cascada animó a los esforzados jamelgos; el polvo incrustado tras el larguísimo camino se desprendía del bastidor de la carreta, conforme esta se internaba rechinando en ciudad Capitán.
Cociéndose bajo un frente de incandescentes ondas caloríficas emanado por un sol implacable se alzaba Capitán. Dormitando entre los llanos páramos al sur y los desnudos Guadalupes se hallaba aquel pueblucho: hogar de fugitivos de toda ralea; mas no su santuario final, no el último y definitivo refugio para los desesperados y los condenados.
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Publicado el 10 de julio de 2018 por Edu Robsy.