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autor: Robert E. Howard etiqueta: Cuento


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No Me Cavéis una Tumba

Robert E. Howard


Cuento


El estruendo de mi anticuado aldabón, reverberando tétricamente por toda la casa, me despertó de un sueño inquieto y plagado de pesadillas. Miré por la ventana. Bajo la última luz de la luna, el rostro blanquecino de mi amigo John Conrad me miraba.

—¿Puedo subir, Kirowan? —su voz era temblorosa y tensa.

—¡Por supuesto!

Salté de la cama y me puse un batín mientras le oía entrar por la puerta principal y subir las escaleras.

Un momento después lo tenía delante de mí, y bajo la luz que había encendido vi que sus manos temblaban y noté la palidez antinatural de su cara.

—El viejo John Grimlan ha muerto hace una hora —dijo bruscamente.

—¿Sí? No tenía idea de que estuviera enfermo.

—Ha sido un ataque repentino y virulento de naturaleza singular, una especie de acceso en cierto modo parecido a la epilepsia. Los últimos años había sufrido este tipo de crisis, ¿sabes?

Asentí. Algo sabía del viejo ermitaño que había vivido en la gran casa oscura en lo alto de la colina; de hecho, había sido testigo de uno de sus extraños ataques, y me horrorizaron las convulsiones, los aullidos y los gimoteos del desdichado, que se retorcía sobre el suelo como una serpiente herida, mascullando terribles maldiciones y negras blasfemias hasta que su voz se quebró en un chillido sin palabras que regó sus labios de espuma. Al ver esto, comprendí por qué la gente de épocas antiguas consideraba a semejantes víctimas como hombres poseídos por demonios.


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16 págs. / 29 minutos / 79 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Horror del Túmulo

Robert E. Howard


Cuento


Steve Brill no creía en fantasmas ni en demonios. Juan López sí. Pero ni la precaución de uno ni el testarudo escepticismo del otro pudieron protegerlos contra el horror que recayó sobre ellos… un horror olvidado por los hombres durante más de trescientos años, un miedo demencial procedente de épocas perdidas había resucitado.

Sin embargo, mientras Steve Brill se hallaba sentado en su desvencijado porche aquella última noche, sus pensamientos estaban tan alejados de extrañas amenazas como los pensamientos de cualquier hombre puedan estarlo. Los suyos eran pensamientos amargos pero materialistas. Miró sus tierras y luego blasfemó en voz alta. Brill era alto, delgado y tan duro como la piel de unas botas… un digno descendiente de los pioneros de cuerpos acerados que arrebataron a la tierra virgen el oeste de Texas. Estaba tostado por el sol y era fuerte como un novillo de cuerno largo. Sus delgadas piernas y las botas que las sostenían delataban sus instintos de vaquero, y ahora se maldecía a sí mismo por no haber bajado de los lomos de su gruñón potro mesteño y haber dedicado su tiempo a sacar adelante una granja. El no era granjero, admitió el joven vaquero maldiciéndose una vez más.

Sin embargo, su fracaso no había sido totalmente culpa suya. Lluvia abundante en el invierno, tan escasa en el oeste texano, había creado fundadas esperanzas de buenas cosechas. Pero, como de costumbre, algo sucedió. Una helada tardía echó a perder toda la fruta. El grano que había prosperado tanto estaba ahora abierto, descascarillado y aplastado en el suelo tras una terrible granizada justo cuando ya estaba amarilleando. Un periodo de intensa sequía, seguido de otro granizo, acabó con el maíz.


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23 págs. / 41 minutos / 178 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Negro Sabueso de la Muerte

Robert E. Howard


Cuento


1. El que mata en la oscuridad

¡Las tinieblas de Egipto! Unas palabras que bastan para que nazca la inquietud. Sugieren no solamente la oscuridad, sino las cosas invisibles ocultas en el seno de dicha oscuridad; cosas que se deslizan entre las sombras espesas y evitan la luz del día; formas furtivas que acechan más allá de la frontera de la vida normal.

Tales pensamientos atravesaban fugitivamente mi mente aquella noche mientras seguía lentamente el estrecho sendero que se retorcía entre los tupidos pinos. Tales pensamientos acuden de manera natural al hombre que se atreve a aventurarse de noche en aquella región a las orillas del río, una zona arbolada que los negros llaman Egipto por alguna oscura razón conocida solo por ellos.

No existen, en este lado del abismo no iluminado del Infierno, tinieblas tan absolutas como las de los bosques de pinos. El sendero era tan solo una pista medio borrada que serpenteaba entre murallas de sólido ébano. La seguía guiado más por mi instinto —siempre he vivido en esta región— que por mis sentidos. Andaba tan deprisa como me atrevía a hacerlo, pero la prudencia se mezclaba con el apresuramiento, y escuchaba atentamente. Aquella prudencia no era resultado de especulaciones inquietas que traicionaran lo sobrenatural, suscitadas por la oscuridad y el silencio. Tenía una buena razón, concreta, para mostrarme prudente. Quizá vagaban algunos aparecidos por aquellos bosques, con la garganta abierta y ensangrentada, impulsados por el hambre caníbal —como pretenden los negros—, pero no era de un aparecido de lo que yo tenía miedo. Escuchaba atentamente, dispuesto a detectar el crujido de una ramita bajo un gran pie, o cualquier otro ruido que anunciara la llegada del asesinato surgiendo de entre las espesas sombras. La criatura que acechaba en Egipto —como temía— era todavía más aterradora que cualquier aparecido de repulsiva apariencia.


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35 págs. / 1 hora, 1 minuto / 80 visitas.

Publicado el 9 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Sauce Llorón

Robert E. Howard


Cuento


—Quítate esos guantes para niñas y ponte los de siete onzas —le ordené—. ¡Soy el famoso Mono Costigan, mánager siete no campeones! Quiero ver lo que tienes en las tripas... si es que tienes algo.

Se sacó sus guantes ligeros —guantes para pegarle a un punching-ball— y se puso los reglamentarios de boxeo, mostrando en la tarea muy poco entusiasmo. Sin embargo, tuve la impresión de ver un destello de interés en sus ojos tristes.

Avanzamos uno hacia el otro y adoptó una posición que ya estaba pasada de moda cuando John L. Sullivan lloriqueaba en la cuna. Le hice una finta al cuerpo y me irritó largándome un torpe zurdazo que me rebotó en el mentón. Le lancé un golpe corto a la nariz y una expresión lúgubre apareció en su rostro y le empezaron a correr las lágrimas por las mejillas.

¡Aquello me pilló completamente desprevenido! Bajé los puños y...

—Tendría que haberte avisado —me dijo Joe Harper, masajeándome la nuca—. ¡Ese merluzo es una verdadera fuente! En cuanto cruza los guantes, se pone a llorar.

—Bueno, de acuerdo —dije aturdido—. ¿Y qué fue aquel temblor de tierra?

—Bajaste la guardia cuando empezó a llorar —me explicó Joe pacientemente— y te pegó con un directo en el mentón y otros dos del mismo calibre mientras caías.

Me levanté algo envarado y contemplé al «llorón», cuyo aspecto era más melancólico que nunca.

—Es más fuerte que yo —declaró—. Siempre lloro cuando boxeo, particularmente si alguien me pega en la nariz. El hecho mismo de golpear a uno de mis semejantes —y todavía más si el golpeado soy yo— me pone triste y melancólico.

—Entonces, ¿por qué boxeas? —quise saber, atónito.

—Me gusta —replicó sin más.


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7 págs. / 12 minutos / 65 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Piedra Negra

Robert E. Howard


Cuento


Dicen que cosas horribles de Antaño todavía acechan
En los rincones oscuros y olvidados del mundo.
Y algunas noches las Puertas se abren para liberar
Seres enjaulados en el Infierno.

Justin Geoffrey
 

La primera vez que leí algo al respecto fue en el extraño libro de Von Junzt, el excéntrico alemán que vivió de forma tan peculiar y murió de manera tan atroz y misteriosa. Tuve la fortuna de acceder a sus Cultos Sin Nombre en la edición original, el llamado Libro Negro, publicado en Dusseldorf en 1839 poco antes de que el autor fuera víctima de un implacable Final. Los coleccionistas de literatura rara estaban familiarizados con los Cultos Sin Nombre principalmente a través de la traducción barata y defectuosa que fue pirateada en Londres por Bridewall en 1845, y por la edición cuidadosamente expurgada que publicó Golden Goblin Press en Nueva York en 1909. Pero el volumen con el que me tropecé era una de las copias alemanas sin expurgar, con pesadas tapas de cuero y oxidados pasadores de hierro. Dudo que hoy queden más de media docena de volúmenes en todo el mundo, pues la cantidad que se publicó no fue muy grande, y cuando corrieron los rumores sobre la forma en que se produjo el fallecimiento del autor, muchos poseedores del libro quemaron sus ejemplares, aterrorizados.


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21 págs. / 38 minutos / 312 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Sombra de la Bestia

Robert E. Howard


Cuento


¡Cuando brillen las estrellas malignas
O la luz de la luna ilumine el Oriente,
Que el Dios del Cielo nos guarde de
La Sombra de la Bestia!
 

La locura empezó con el estallido de una pistola. Un hombre cayó con una bala en el pecho, y el hombre que había hecho el disparo se volvió para huir, gruñendo una breve amenaza a la muchacha de cara pálida que permanecía en pie, paralizada por el horror; después se escurrió entre los árboles al borde del campamento, semejante a un simio con sus anchas espaldas y sus andares encorvados.

En menos de una hora, hombres de rostro serio estaban peinando los bosques de pinos con armas en la mano, y a lo largo de toda la noche continuó la horripilante cacería, mientras la víctima del fugitivo luchaba por su vida.

—Ahora está tranquilo; dicen que vivirá —dijo Joan al salir de la habitación donde yacía su hermano pequeño. Después se desplomó sobre una silla y dejó paso a un estallido de lágrimas.

Me senté junto a ella y la consolé como se consuela a una niña. La amaba, y ella había dado pruebas de que correspondía a mi afecto. Era mi amor por ella lo que me había arrastrado desde mi rancho de Texas hasta los campamentos de madera a la sombra de los bosques de pinos, donde su hermano vigilaba los intereses de su empresa. Yo había llegado a mi destino apenas una hora antes del tiroteo.

—Dame los detalles de lo que ha pasado —dije—. No he conseguido escuchar un relato coherente.


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14 págs. / 25 minutos / 66 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Horror Sin Nariz

Robert E. Howard


Cuento


Hay abismos de terror desconocido tras las brumas que separan la vida cotidiana del hombre y los reinos inexplorados e insospechados de lo sobrenatural. La mayoría de la gente vive y muere en bendita ignorancia de estos reinos, y digo bendita porque descorrer el velo que existe entre el mundo real y el mundo de lo oculto es frecuentemente una experiencia nauseabunda. En una ocasión descorrí ese velo, y los sucesos que tuvieron lugar a partir de ese momento quedaron grabados tan profundamente en mi cerebro que me persiguen en sueños hasta el día de hoy.

Los terribles eventos se iniciaron a raíz de una invitación para visitar las tierras de sir Thomas Cameron, el famoso egiptólogo y explorador. Acepté porque este personaje siempre me ha parecido un caso de estudio bastante interesante, aunque detestaba sus brutales modales y carácter cruel. Debido a mi colaboración con varias publicaciones científicas, habíamos coincidido frecuentemente a lo largo de los años, y suponía que sir Thomas me consideraba uno de sus pocos amigos. Me acompañó en esta visita John Gordon, un adinerado deportista que también había sido invitado.

Ya se ponía el sol cuando llegamos a la entrada de su hacienda, y el desolado y lúgubre paisaje me deprimió y llenó de innombrables presentimientos.

Unos kilómetros más allá podía distinguirse débilmente el pueblo en el que nos habíamos apeado del tren y, en medio, rodeando la hacienda por todos los flancos, baldíos páramos se extendían sombríos y lúgubres. No se avistaba ningún otro núcleo habitado, y el único signo de vida con el que nos topamos fue el aleteo de alguna enorme ave de pantano volando solitariamente tierra adentro. Un viento frío soplaba desde el este, cargado del fuerte y amargo olor a salitre marino, haciéndome temblar.


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19 págs. / 33 minutos / 42 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Pueblo de la Oscuridad

Robert E. Howard


Cuento


Fui a la Cueva de Dagón para matar a Richard Brent. Bajé por las oscuras avenidas que formaban los árboles enormes, y mi humor reflejaba la primitiva lobreguez del escenario. La llegada a la Cueva de Dagón siempre es oscura, pues las inmensas ramas y las frondosas hojas eclipsan el sol, y lo sombrío de mi propia alma hacía que las sombras pareciesen aún más ominosas y tétricas de lo normal.

No muy lejos, oí el lento batir de las olas contra los altos acantilados, pero el mar mismo quedaba fuera de la vista, oculto por el espeso bosque de robles. La oscuridad y la penumbra de mi entorno atenazaron mi alma ensombrecida mientras pasaba bajo las antiguas ramas, salía a un estrecho claro y veía la boca de la antigua cueva delante de mí. Me detuve, examinando el exterior de la cueva y el oscuro límite de los robles silenciosos.

¡El hombre al que odiaba no había llegado antes que yo! Estaba a tiempo de cumplir con mis macabras intenciones. Durante un instante me faltó decisión, y después, en una oleada me invadió la fragancia de Eleanor Bland, la visión de una ondulada cabellera dorada y unos profundos ojos azules, cambiantes y místicos como el mar. Apreté las manos hasta que los nudillos se me pusieron blancos, e instintivamente toqué el curvo y achatado revólver cuyo bulto pesaba en el bolsillo de mi abrigo.

De no ser por Richard Brent, estaba convencido de que ya me habría ganado a aquella mujer, a la cual deseaba tanto que había convertido mis horas de vigilia en un tormento y mi sueño en una agonía. ¿A quién amaba? Ella no quería decirlo; no creía que ni siquiera lo supiese. Si uno de nosotros desaparecía, pensé, ella se volvería hacia el otro. Y yo estaba dispuesto a hacerle más fácil la decisión… para ella y para mí mismo. Por casualidad había oído a mi rubio rival inglés comentar que pensaba venir a la solitaria Cueva de Dagón en una ociosa excursión… solo.


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25 págs. / 44 minutos / 170 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Terrible Tacto de la Muerte

Robert E. Howard


Cuento


Cuando la medianoche cubra la tierra
con lúgubres y negras sombras
que Dios nos libre del beso de Judas
de un muerto en la oscuridad.
 

El viejo Adam Farrel yacía muerto en la casa en la que había vivido solo los últimos veinte años. Un silencioso y huraño recluso que en vida no conoció amigo alguno, y tan sólo dos hombres fueron testigos de su final.

El doctor Stein se levantó y observó por la ventana la creciente oscuridad.

—Entonces, ¿crees que podrás pasar la noche aquí? —le preguntó a su acompañante.

Este, de nombre Falred, asintió.

—Sí, por supuesto. Supongo que tendré que ocuparme yo.

—Una costumbre bastante inútil y primitiva esta de velar a un muerto —comentó el doctor, que se disponía a marcharse—, pero supongo que tendremos que respetar las costumbres, aunque sólo sea por decoro. Podría intentar encontrar a alguien que te acompañara en la vigilia.

Falred se encogió de hombros.

—Lo dudo mucho. Farrel no era muy popular… no tenía muchos amigos. Yo mismo apenas lo conocía, pero no me importa velar su cuerpo.

El doctor Stein estaba quitándose los guantes de goma y Falred observaba el proceso con un interés que era casi fascinación. Un ligero e involuntario temblor le sacudió al recordar el tacto de aquellos guantes… resbaladizos, fríos y húmedos, como el tacto de la muerte.

—Podrías sentirte demasiado solo esta noche si no encuentro a nadie más —afirmó el doctor al abrir la puerta—. No eres supersticioso, ¿verdad?

Falred rió.

—No mucho. Lo cierto es que, por lo que he oído acerca del trato de Farrel, prefiero estar ahora velando su cuerpo que haber sido uno de sus invitados cuando aún vivía.


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7 págs. / 12 minutos / 103 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Túmulo en el Promontorio

Robert E. Howard


Cuento



Y al instante siguiente aquel gran loco pelirrojo me sacudía como un perro a una rata. «¿Dónde está Meve MacDonnal?», gritaba. Por todos los santos que es horrible oír gritar a un loco en un lugar solitario a medianoche, aullando el nombre de una mujer muerta hace trescientos años.

La historia del pescador de altura
 

Este es el túmulo que busca —dije, posando precavidamente mi mano sobre una de las ásperas piedras que componían el montículo extrañamente simétrico.

Un ávido interés ardía en los oscuros ojos de Ortali. Su mirada barrió el paisaje y volvió para descansar en la gran pila de enormes peñascos desgastados por la intemperie.

—¡Qué lugar más extraño, salvaje y desolado! —dijo—. ¿Quién habría pensando en hallar un sitio así excepto en esta comarca? ¡Salvo por el humo que se alza a lo lejos, apenas osaría uno soñar que una gran ciudad se encuentra más allá de ese promontorio! Aquí a duras penas si se divisa la choza de un pescador.

—La gente rehúye el túmulo como lo ha hecho durante siglos —repliqué.

—¿Por qué?

—Ya me lo ha preguntado antes —contesté con impaciencia—. Sólo puedo responder que ahora evitan por costumbre lo que sus antepasados evitaban por sabiduría.

—¡Sabiduría! —rió despectivamente—. ¡Superstición!

Le contemplé sombríamente con un odio sin disimular. Dos hombres a duras penas podrían haber sido de dos tipos más opuestos. Él era delgado, seguro de sí mismo, inequívocamente latino con sus ojos oscuros y su aspecto sofisticado. Yo soy pesado, torpe y de aspecto ursino, con fríos ojos azules y revuelta cabellera rojiza. Éramos paisanos porque habíamos nacido en la misma tierra, pero los hogares de nuestros antepasados estaban tan alejados como el sur del norte.


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25 págs. / 44 minutos / 104 visitas.

Publicado el 14 de julio de 2018 por Edu Robsy.

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