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autor: Robert E. Howard etiqueta: Cuento textos no disponibles


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La Aparición Sobre el Cuadrilátero

Robert E. Howard


Cuento


Los lectores de esta revista se acordarán sin duda de Ace Jessel, el gran boxeador negro del que fui mánager hace algunos años. Era un gigante de ébano de un metro noventa y dos centímetros de altura y ciento quince kilos de peso. Se movía con la cómoda ligereza de un gigantesco leopardo y sus músculos de acero ondulaban bajo su brillante piel. Sorprendentemente rápido para un boxeador de su tamaño, tenía una pegada terrible y cada uno de sus enormes puños contenía la potencia de un martillo pilón.

En aquella época yo estaba convencido de que era tan bueno como cualquier otro hombre que pudiera subir a un cuadrilátero... salvo por un defecto capital. Carecía de instinto asesino. Tenía un enorme coraje, como demostró en numerosas ocasiones... pero se contentaba con boxear, las más de las veces, batiendo a sus enemigos por los puntos y lanzando los golpes exactos para no perder el combate.

De vez en cuando, los espectadores le insultaban, pero sus sarcasmos no hacían más que ampliar su jovial sonrisa. Sin embargo, sus combates seguían atrayendo a un público enorme porque, las raras veces que se encontraba en dificultades y se veía obligado a atacar, o cuando se enfrentaba a un peligroso adversario al que tenía forzosamente que dejar K. O. para conseguir la victoria, los espectadores asistían a un verdadero combate que les entusiasmaba de principio a fin. Incluso en aquellas ocasiones, su costumbre era apartarse de su adversario tambaleándose, dejando que el boxeador atontado por los golpes tuviera tiempo para recuperarse y volver al ataque... mientras la multitud aullaba enfurecida y yo me tiraba de los pelos.


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17 págs. / 29 minutos / 59 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Amenaza Turca

Robert E. Howard


Cuento


Caía la noche y yo deambulaba por las calles, preguntándome cuándo el Python volvería a puerto. Ya estaba harto de arrastrarme por Shangai y tenía muchas ganas de volver a ver a Spike, mi bulldog blanco. Lo había dejado a bordo y había llegado a la ciudad china por mis propios medios, para enfrentarme a un chino que decía que era el Campeón de Oriente.

Los ignoré, como hago siempre que se trata de chinos, salvo si debo noquearlos, y ayudé al chico a levantarse, le limpié la sangre que le manchaba el rostro y le di mi última moneda de diez centavos. Cerró la mano descarnada sobre la moneda y echó a correr a toda velocidad.

El llamado «Campeón» se limitó a echarme un único vistazo a mis feroces ojos y salió corriendo del ring a toda velocidad, con lo que el organizador, muy corto de miras, se negó a darme ni un céntimo.

Meditaba sobre todas aquellas injusticias, andando con pasos majestuosos, cuando me di cuenta de que delante de mí estaba pasando algo muy raro. A pocos metros, un joven delgado y fornido andaba a buen paso; en la mano llevaba un saquito de cuero. Según le miraba, una silueta maciza apareció desde una calleja lateral y pude escuchar el impacto del golpe. El joven se derrumbó, y el otro le arrebató el saquito de cuero y volvió a la carrera al callejón del que había salido.

Deduje que el joven acababa de ser agredido y desvalijado —estoy muy dotado para este tipo de deducciones— y, lanzando un aullido, me adelanté.

La víctima no estaba muy grave, al parecer. Justo cuando llegué a su altura, el joven se apoyó en las manos y empezó a llamar a la policía. Al oírle, no me detuve a prestarle ayuda y me adentré en el callejón, tan negro como la boca de un lobo. Pero escuché el sonido de la carrera precipitada del fugitivo calle abajo, y me lancé en su busca.


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12 págs. / 22 minutos / 34 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Amante de la Muerte

Robert E. Howard


Cuento


Ante mí, en la sombría calleja, un chasquido metálico retumbó y un hombre lanzó un grito como los que lanzan sólo los hombres mortalmente heridos. Surgiendo de una esquina de la sinuosa callejuela, tres formas envueltas en capas llegaron corriendo desesperadamente, como corren los seres dominados por el pánico y el terror. Me pegué contra la pared para dejarles pasar. Dos de ellos me rozaron sin verme, jadeando y lanzando secas exclamaciones; el tercero, corriendo con la cabeza baja, me golpeó de lleno.

Gritó como un alma condenada; evidentemente, se creía atacado y me agarró salvajemente e intentó morderme, como un perro rabioso. Con una imprecación, me arranqué de su abrazo y le arrojé violentamente contra la pared. Pero mi propio impulso me arrastró y mi pie resbaló en un charco entre los adoquines del piso. Perdí el equilibrio y caí de rodillas.

Huyó gritando hacia la entrada de la calleja. Cuando me levantaba, una silueta alta surgió por encima de mí, como un fantasma saliendo de las espesas sombras. La luz de una antorcha lejana lanzó un reflejo oscuro sobre el capacete y la espada que blandía sobre mi cabeza. Apenas tuve tiempo para detener el golpe; las chispas volaron cuando chocaron nuestras hojas. Contraataqué, lanzando una estocada tan violenta que la punta de mi espada se hundió en su boca, entre los dientes, atravesando su nuca y chocando contra el borde de su casco de acero.


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23 págs. / 40 minutos / 40 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Abadía

Robert E. Howard


Cuento


El sol se ponía entre los árboles cuando llegué a la abadía… un edificio chato, de tres plantas, de arquitectura claramente sajona. Me detuve asombrado. Había contemplado antes numerosas ruinas de abadías y capillas, pero esta se hallaba en un notable estado de conservación. No parecía rodeada de ninguna clase de claustro o pared perimetral, y los altos robles arrojaban sombras druídicas sobre su plementería. A poca distancia de ella había un estanque redondo, rodeado de piedras resbaladizas y cubiertas de musgo… evidentemente, había sido construido por el hombre. Pensé que resultaba muy probable que el edificio continuara en uso hoy en día. Pero el silencio reinaba por doquier y no acerté a ver a nadie.

Entré. Era como si todos sus ocupantes acabaran de ser evacuados, dejando el tosco mobiliario en el mismo lugar en el que lo habían empleado. Me fijé en un anticuado escritorio, como el que solían emplear aquellos monjes que iluminaban los manuscritos, y escribían sobre rollos de pergamino. Me fijé también en un pedazo de papel, que aparecía dejado allí por descuido, como si su propietario lo hubiera olvidado. Lo recogí, esperando de un modo infantil que se encontrara plagado de símbolos arcaicos. Pero estaba escrito en inglés, y con una letra innegablemente femenina. Comenzaba abruptamente.


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13 págs. / 22 minutos / 50 visitas.

Publicado el 4 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Kull

Robert E. Howard


Cuento


Prólogo

Poco se sabe de aquella época conocida por los cronistas nemedianos como la Era Precataclísmica, excepto de su última parte, y eso se halla envuelto en las neblinas de la leyenda. La historia conocida se inicia con el declive de la civilización precataclísmica, dominada por los reinos de Kamelia, Valusia, Verulia, Grondar, Thule y Commoria. Esos pueblos hablaban una lengua similar, y argumentaban un origen común. Había otros reinos, igualmente civilizados, pero habitados por otras razas diferentes y aparentemente, más antiguas.

Los bárbaros de aquellos tiempos eran los pictos, que vivían en islas lejanas, en el océano de poniente; los atlantes, que habitaban en el pequeño continente situado entre las islas pictas y la tierra firme o continente thurio; y los lemures, que habitaban una cadena de grandes islas situadas en el hemisferio oriental.

Había vastas regiones de territorios inexplorados. Los reinos civilizados. aunque de extensión enorme, sólo ocupaban una parte comparativamente pequeña de todo el planeta. Valusia era el más occidental de los reinos del continente thurio, y Grondar el más oriental. Al este de Grondar, cuyo pueblo era menos civilizado que los de otros reinos, se extendía un territorio salvaje y árido de desiertos. En las zonas menos áridas, en las junglas, y entre las montañas, vivían diseminados clanes y tribus de salvajes primitivos. Bastante más al sur había una civilización misteriosa, no relacionada con la cultura thuria, con la que de vez en cuando entraban en contacto los lemures. Aparentemente, procedía de un continente envuelto en las sombras, sin nombre, que debía encontrarse en alguna parte al este de las islas lemures.


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250 págs. / 7 horas, 17 minutos / 65 visitas.

Publicado el 10 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Jugando a Ser Periodista

Robert E. Howard


Cuento


Cuando entré en la trastienda del bar Ocean Wave, Bill O'Brien, Mushy Hansen, Jim Rogers y Sven Larson levantaron la nariz de sus respectivas cervezas y se echaron a reír ruidosamente. Bill O'Brien exclamó:

—¡Si es el gran hombre de negocios!

—No hay más que ver el panamá y el bastón —dijo Jim Rogers, ahogándose de la risa—. ¡Y el collar de ricachón de Spike!

Mushy suspiró melancólicamente.

—Vivir para ver, ¡Dennis Dorgan pavonéandose como si fuera un vulgar pisaverde!

—¡Escuchadme todos, ratas de muelle! —dije, dominado por una legítima cólera—. Si he hecho un enorme esfuerzo para vestirme como un caballero, no es cosa que os tenga que permitir esos insultos. El camarero me ha dicho que os encontraría aquí. ¿Qué queréis?

—Si consigues sacar algo de tiempo de tus importantes transacciones —declaró Bill con un tono cáustico—, «Hard-cash» Clemants, aquí presente, tiene una proposición que hacerte.

El susodicho individuo estaba allí sentado, fumándose un enorme puro, barrigón y más coriáceo que nunca.

—No os canséis —dije—. He colgado los guantes. He peleado con gorilas con orejas de coliflor desde el día en que fui lo bastante alto para levantar los puños y...

—Sólo porque hayas tenido la suerte increíble de apostar por la yegua ganadora en Tía Juana, ya te crees lo bastante bueno como para no volver a boxear —se burló Rogers—. Quitar el pan de la boca a tus compañeros de a bordo, eso es algo...


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15 págs. / 27 minutos / 36 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Huracán Negro

Robert E. Howard


Cuento


1. «¡Me llevo a esta mujer!»

Emmett Glanton pisó a fondo los frenos de su viejo Ford modelo T y el vehículo se detuvo chirriando a menos de un metro de la aparición que se había materializado en mitad de la noche negra e impenetrable.

—¿Qué demonios pretendes saltando de ese modo frente a mi coche? —aulló iracundo, reconociendo a la figura que posaba de forma grotesca ante el resplandor de los faros dél auto. Se trataba de Joshua, el leñador de pocas luces que trabajaba para el viejo John Bruckman; pero Joshua se hallaba en un estado en el que Glanton no le había visto jamás. Bajo la blanca luminosidad de las luces, el rostro ancho y brutal de aquel tipo parecía convulsionado; mostraba espuma en los labios, y sus ojos estaban rojos, como los de un lobo rabioso. Agitaba los brazos y graznaba de forma incoherente.

Impresionado, Glanton abrió la puerta y se apeó del vehículo. De pie, era varios centímetros más alto que Joshua, pero su figura fibrosa y ancha de hombros no resultaba impresionante si se comparaba con la masa encorvada y simiesca del tarado.

Había algo amenazante en la actitud de Joshua. La expresión vacua y apática que solía lucir por lo general, había desaparecido por completo. Enseñaba los dientes y gruñía como una bestia salvaje, y se dirigió hacia Glanton.

—¡No te acerques a mí, condenado! —avisó Glanton—. Además, ¿qué demonios te pasa?

—¡Te diriges allí! —boqueó el tarado, gesticulando vagamente en dirección sur—. El viejo John te llamó por teléfono. ¡Le oí!

—Sí. Me llamó —repuso Glanton—. Me pidió que viniera lo más rápido que me fuera posible. No me dijo por qué. ¿Y qué? ¿Quieres que te lleve allí de vuelta?


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31 págs. / 55 minutos / 30 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Hombres de las Sombras

Robert E. Howard


Cuento


Del sombrío amanecer rojizo de la Creación,
de las nieblas del Tiempo sin tiempo,
llegamos nosotros, la primera gran nación,
la primera en iniciar el ascenso.

Salvajes, sin maestros, ignorantes,
buscando a tientas a través de la noche primitiva,
y con todo aferrando débilmente el resplandor,
el atisbo de la Luz venidera.

Viajando por tierras vírgenes,
navegando en mares desconocidos;
encerrados en el laberinto de los misterios del mundo,
echando nuestros mojones de piedra.

Asiendo vagamente la gloria,
mirando más allá de nuestro entendimiento;
mudamente la historia de las eras
erigiéndose en llanuras y pantanos.

Ved cómo arde imperecedero el Fuego Perdido.
Hechos estamos del moho de los eones.
Las naciones han hollado nuestros hombros,
pisoteándonos en el polvo.

Somos la primera de las razas,
uniendo lo Viejo y lo Nuevo...
Mirad, donde los espacios del mar nebuloso
se mezclan con el azul del océano.

Así nos hemos mezclado con las eras,
y el viento del mundo remueve nuestras cenizas.
Nos hemos desvanecido de las páginas del Tiempo.
¿Nuestro recuerdo? Viento en los abetos.

Stonehenge, de gloria largamente perdida,
sombría y solitaria en la noche,
murmura la historia vieja de eras,
de cómo alumbramos la primera de las Luces.

Hablad, vientos nocturnos, de la creación del hombre,
susurrad sobre barrancos y pantanos,
la historia de la primera gran nación,
los últimos hombres de la Edad de Piedra.

La espada se enfrentó a la espada, chocando y resbalando.

—A-a-ailla! A-a-ailla! —subió un creciente clamor que surgía de cien gargantas salvajes.


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26 págs. / 46 minutos / 123 visitas.

Publicado el 16 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Haciendo de Santa Claus

Robert E. Howard


Cuento


Nada me pone de tan mal humor como ver a un bruto maltratando a un niño. Así que, cuando vi a un gigantesco chino golpeando a un niño flacucho y lloroso a la entrada de un callejón, no presté la menor atención a la regla que dice que en Peiping los blancos deben ocuparse de sus propios asuntos y de nada más. De un mamporro, obligué a aquel bruto a soltar al muchacho y luego le pateé el trasero vigorosamente para enseñarle buenas costumbres. Tuvo el morro de amenazarme con un cuchillo. Aquello me irritó, y le acaricié el mentón con un gancho de izquierda que le hizo caer cuan largo era en el arroyo, cosa que obligó a los curiosos —todos los chinos lo son— a dispersarse lloriqueando.

Los ignoré, como hago siempre que se trata de chinos, salvo si debo noquearlos, y ayudé al chico a levantarse, le limpié la sangre que le manchaba el rostro y le di mi última moneda de diez centavos. Cerró la mano descarnada sobre la moneda y echó a correr a toda velocidad.

Busqué con la vista el bar más cercano, me palmeé los bolsillos y suspiré resignado. Me disponía a seguir mi camino cuando escuché que una voz declaraba:

—Amigo mío, parece que le gustan los niños.

Pensando que era alguien que se burlaba de mí por haberle dado la última moneda a aquel mocoso chino, y como siempre soy muy susceptible con esas cosas, me di la vuelta, encogí el labio superior y llevé hacia atrás el puño derecho.

—Sí, ¿y qué? —pregunté con voz sanguinaria.

—Algo muy digno de elogio, señor —dijo el tipo que había hablado y que, por fin, podía examinar detenidamente.

Era un hombre alto, de una delgadez extrema y un rostro anguloso. Llevaba un traje negro y lustroso cuya chaqueta tenía largos faldones; su cabeza estaba rematada con un sombrero de ala ancha. Tenía un rostro serio y daba la impresión de no haber sonreído en toda su vida; sin embargo, le encontré simpático.


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21 págs. / 38 minutos / 37 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Espadas Rojas de la Negra Cathay

Robert E. Howard


Cuento


Capítulo 1


Las trompetas se apagan en el paso estruendoso,
Y las lanzas se perlan de niebla gris;
Tras brillar se extinguen estandartes gloriosos
En el polvo de los años y su devenir.
Son heraldos de un orgullo que el silencio acalla
Y el espectro de un Imperio que murió
Mas un canto aún persiste en las antiguas montañas
Como el aroma de una marchita flor.
¡Cabalga pues con nosotros, por caminos sin hollar
Hasta el alba de unos días que ya no hay,
En que blandimos nuestro acero por un pendón singular…!

Por la Flor de la Negra Cathay
 

La canción de las espadas era un clamor sepulcral en la cabeza de Godric de Villehard. Sangre y sudor velaban sus ojos y en un instante de ceguera sintió una afilada punta penetrar entre una juntura de su cota y aguijonear profundamente entre sus costillas. Golpeando a ciegas, sintió el áspero impacto que significaba que su espada había hecho blanco y le concedía un instante de gracia, se echó hacia atrás el visor y se secó la rojez de sus ojos. Solo pudo echar un simple vistazo: en esa mirada tuvo una fugaz vislumbre de las enormes y oscuras montañas salvajes; de un grupo de guerreros protegidos con cotas de mallas, rodeados por una aullante horda de lobos humanos; y en el centro de ese grupo, una delgada forma vestida de seda, permaneciendo en pie entre un caballo caído y su derribado jinete. Entonces las lobunas figuras surgieron por todas partes, arrasando como enloquecidos.

—¡Por Cristo y la Cruz!


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37 págs. / 1 hora, 5 minutos / 32 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2018 por Edu Robsy.

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