Textos más vistos de Robert E. Howard etiquetados como Cuento no disponibles | pág. 7

Mostrando 61 a 70 de 105 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Robert E. Howard etiqueta: Cuento textos no disponibles


56789

En Alta Sociedad

Robert E. Howard


Cuento


Soy impopular en la Sala de Boxeo de los Muelles de Frisco desde la noche en que el presentador subió al ring y anunció: —¡Señoras y señores! La dirección lamenta anunciarles que el combate que debía enfrentar a Dorgan el Marino contra Jim Ash no podrá celebrarse. Dorgan acaba a tumbar a Ash en los vestuarios, y están reanimando a este último con ayuda de un pulmonor.

—¡Vale, pues que Dorgan se enfrente a otro! —bramó la multitud.

—No es posible —dijo el presentador—. Alguien le ha echado un frasco de tabasco en los ojos.

Esta es la historia a grandes rasgos, salvo que no era salsa tabasco. Yo estaba tumbado en una mesa, en mi vestuario, mientras mi segundo me daba unas friegas, cuando entró un tipo de aspecto erudito, gafas oscuras y una enorme barba blanca.

—Soy el doctor Stauf —declaró—. La comisión me ha encargado que le examine para ver si está usted en condiciones de boxear.

—De acuerdo, pero dese prisa —le indicó mi ayudante, Joe Kerney—. Dennis debe subir al ring en menos de cinco minutos.

El doctor Stauf dio unos golpecitos en mi poderoso torso, me examinó los dientes y efectuó un examen completo.

—¡Oh! —exclamó—. ¡Ajá! —añadió—. Tus ojos tienen un problema. ¡Pero lo arreglaré!

Sacó de su maletín un frasco y un cuentagotas y, acto seguido, levantándome los párpados, dejó caer en mis ojos unas cuantas gotas de producto.

—Si esto no hace de usted otro hombre —dijo—, es que no me llamo Barí... digo, Stauf.

—¡Eh, qué está pasando? —pregunté, sentándome y sacudiendo la cabeza—. Tengo la impresión de que se me están dilatando los ojos, o algo parecido.

—Un producto muy saludable —dijo Stauf—. A fuerza de moverse por callejones oscuros, ha conseguido usted estropearse la vista. Pero este producto se la devolverá y... ¡yow!


Información texto

Protegido por copyright
20 págs. / 35 minutos / 30 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Espadas del Mar del Norte

Robert E. Howard


Cuento


I

—¡Salud!

Las vigas manchadas de hollín se estremecieron con aquel profundo bramido. Copas de asta brindaban y las empuñaduras de las espadas golpeaban la mesa de roble. Había dagas clavadas en los numerosos trozos de carne y, bajo los pies de los comensales, perros lobo peludos y demacrados se peleaban por los restos.

A la cabecera de la mesa se sentaba Rognor el Rojo, azote de los Mares Estrechos. El ciclópeo vikingo se mesó pensativamente la barba bermeja, mientras paseaba sus grandes y arrogantes ojos por la sala, abarcando la escena que le era familiar: cientos de guerreros festejaban, servidos por mujeres de cabello amarillo y mirada atrevida y por esclavos temblorosos; tesoros de las tierras del Sur circulaban profusa y descuidadamente: raros tapices y brocados, balas de seda y especias, mesas y bancos de fina caoba, curiosas armas engastadas y delicadas obras de arte competían con trofeos de caza, cuernos y cabezas de animales del bosque. Así proclamaban los vikingos su dominio sobre hombres y bestias.

Las naciones del Norte estaban ebrias de victoria y conquista. Roma había caído; francos, godos, vándalos y sajones habían saqueado las más bellas posesiones del mundo. Y ahora estas razas defendían a duras penas sus trofeos, frente a los pueblos aún más salvajes y feroces que se arrojaban sobre ellas desde las nieblas azuladas del Norte. Los francos, ya asentados en la Galia y con signos visibles de latinización, se encontraban con las grandes y estilizadas galeras de los noruegos guerreando en sus ríos; los godos, más al Sur, sentían el peso de la reciente furia de sus allegados; y los sajones, empujando a los britanos al oeste, se veían asediados por un enemigo aún más fiero desde la retaguardia.

Al este, al oeste y al sur, hasta los confines del mundo, llegaban los grandes barcos vikingos coronados por cabezas de dragón.


Información texto

Protegido por copyright
32 págs. / 56 minutos / 54 visitas.

Publicado el 10 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Espadas por Francia

Robert E. Howard


Cuento


1. Donde tengo un asunto con dos hombres enmascarados

—¿Qué haces con una espada, chico? ¡Ah, por San Denis, es una mujer! ¡Una mujer con espada y casco!

El alto rufián, de negras patillas, se detuvo, con la mano en la empuñadura de la espada, y me miró con la boca abierta, estupefacto.

Sostuve su mirada sin inconveniente. Una mujer, sí, y en un lugar apartado, un claro en un bosque poblado por las sombras, lejos de cualquier reducto humano. Pero yo no llevaba la cota de malla, las calzas y las botas españolas para realzar mi silueta…, y el casco que me envolvía los rojos cabellos y la espada que colgaba junto a mi cintura no eran, ni mucho menos, simples adornos.

Estudié al rufián que el azar me había hecho encontrar en el corazón del bosque. Era bastante alto, con la cara marcada por las cicatrices, con mal aspecto; su casco estaba guarnecido con oro y bajo su capa brillaba una armadura y unas espalderas. La capa era una prenda notable, de terciopelo de Chipre, hábilmente bordada con hilo de oro. Aparentemente, su propietario había dormido bajo un árbol majestuoso, muy cerca de nosotros. Un caballo esperaba a su lado, atado a una rama, con una rica silla de cuero rojo e incrustaciones doradas. Al ver al hombre, suspiré, pues había caminado desde el alba y mis pies, con las pesadas botas que calzaba, me hacían sufrir cruelmente.

—¡Una mujer! —repitió el rufián lleno de sorpresa—. ¡Y vestida como un hombre! Quítate esa capa desgarrada, muchacha, ¡tengo una que va mejor a tus formas! ¡Por Dios, eres una fregona alta y delgada, y muy bella! ¡Vamos, quítate la capa!

—¡Basta, perro! —le amonesté con rudeza—. No soy una dulce prostituta destinada a distraerte.

—Entonces, ¿quién eres?

—Agnès de La Fère —le contesté—. Si no fueras extranjero, me conocerías.

Sacudió la cabeza.


Información texto

Protegido por copyright
29 págs. / 50 minutos / 41 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Espadas Rojas de la Negra Cathay

Robert E. Howard


Cuento


Capítulo 1


Las trompetas se apagan en el paso estruendoso,
Y las lanzas se perlan de niebla gris;
Tras brillar se extinguen estandartes gloriosos
En el polvo de los años y su devenir.
Son heraldos de un orgullo que el silencio acalla
Y el espectro de un Imperio que murió
Mas un canto aún persiste en las antiguas montañas
Como el aroma de una marchita flor.
¡Cabalga pues con nosotros, por caminos sin hollar
Hasta el alba de unos días que ya no hay,
En que blandimos nuestro acero por un pendón singular…!

Por la Flor de la Negra Cathay
 

La canción de las espadas era un clamor sepulcral en la cabeza de Godric de Villehard. Sangre y sudor velaban sus ojos y en un instante de ceguera sintió una afilada punta penetrar entre una juntura de su cota y aguijonear profundamente entre sus costillas. Golpeando a ciegas, sintió el áspero impacto que significaba que su espada había hecho blanco y le concedía un instante de gracia, se echó hacia atrás el visor y se secó la rojez de sus ojos. Solo pudo echar un simple vistazo: en esa mirada tuvo una fugaz vislumbre de las enormes y oscuras montañas salvajes; de un grupo de guerreros protegidos con cotas de mallas, rodeados por una aullante horda de lobos humanos; y en el centro de ese grupo, una delgada forma vestida de seda, permaneciendo en pie entre un caballo caído y su derribado jinete. Entonces las lobunas figuras surgieron por todas partes, arrasando como enloquecidos.

—¡Por Cristo y la Cruz!


Información texto

Protegido por copyright
37 págs. / 1 hora, 5 minutos / 33 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Haciendo de Santa Claus

Robert E. Howard


Cuento


Nada me pone de tan mal humor como ver a un bruto maltratando a un niño. Así que, cuando vi a un gigantesco chino golpeando a un niño flacucho y lloroso a la entrada de un callejón, no presté la menor atención a la regla que dice que en Peiping los blancos deben ocuparse de sus propios asuntos y de nada más. De un mamporro, obligué a aquel bruto a soltar al muchacho y luego le pateé el trasero vigorosamente para enseñarle buenas costumbres. Tuvo el morro de amenazarme con un cuchillo. Aquello me irritó, y le acaricié el mentón con un gancho de izquierda que le hizo caer cuan largo era en el arroyo, cosa que obligó a los curiosos —todos los chinos lo son— a dispersarse lloriqueando.

Los ignoré, como hago siempre que se trata de chinos, salvo si debo noquearlos, y ayudé al chico a levantarse, le limpié la sangre que le manchaba el rostro y le di mi última moneda de diez centavos. Cerró la mano descarnada sobre la moneda y echó a correr a toda velocidad.

Busqué con la vista el bar más cercano, me palmeé los bolsillos y suspiré resignado. Me disponía a seguir mi camino cuando escuché que una voz declaraba:

—Amigo mío, parece que le gustan los niños.

Pensando que era alguien que se burlaba de mí por haberle dado la última moneda a aquel mocoso chino, y como siempre soy muy susceptible con esas cosas, me di la vuelta, encogí el labio superior y llevé hacia atrás el puño derecho.

—Sí, ¿y qué? —pregunté con voz sanguinaria.

—Algo muy digno de elogio, señor —dijo el tipo que había hablado y que, por fin, podía examinar detenidamente.

Era un hombre alto, de una delgadez extrema y un rostro anguloso. Llevaba un traje negro y lustroso cuya chaqueta tenía largos faldones; su cabeza estaba rematada con un sombrero de ala ancha. Tenía un rostro serio y daba la impresión de no haber sonreído en toda su vida; sin embargo, le encontré simpático.


Información texto

Protegido por copyright
21 págs. / 38 minutos / 37 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Huracán Negro

Robert E. Howard


Cuento


1. «¡Me llevo a esta mujer!»

Emmett Glanton pisó a fondo los frenos de su viejo Ford modelo T y el vehículo se detuvo chirriando a menos de un metro de la aparición que se había materializado en mitad de la noche negra e impenetrable.

—¿Qué demonios pretendes saltando de ese modo frente a mi coche? —aulló iracundo, reconociendo a la figura que posaba de forma grotesca ante el resplandor de los faros dél auto. Se trataba de Joshua, el leñador de pocas luces que trabajaba para el viejo John Bruckman; pero Joshua se hallaba en un estado en el que Glanton no le había visto jamás. Bajo la blanca luminosidad de las luces, el rostro ancho y brutal de aquel tipo parecía convulsionado; mostraba espuma en los labios, y sus ojos estaban rojos, como los de un lobo rabioso. Agitaba los brazos y graznaba de forma incoherente.

Impresionado, Glanton abrió la puerta y se apeó del vehículo. De pie, era varios centímetros más alto que Joshua, pero su figura fibrosa y ancha de hombros no resultaba impresionante si se comparaba con la masa encorvada y simiesca del tarado.

Había algo amenazante en la actitud de Joshua. La expresión vacua y apática que solía lucir por lo general, había desaparecido por completo. Enseñaba los dientes y gruñía como una bestia salvaje, y se dirigió hacia Glanton.

—¡No te acerques a mí, condenado! —avisó Glanton—. Además, ¿qué demonios te pasa?

—¡Te diriges allí! —boqueó el tarado, gesticulando vagamente en dirección sur—. El viejo John te llamó por teléfono. ¡Le oí!

—Sí. Me llamó —repuso Glanton—. Me pidió que viniera lo más rápido que me fuera posible. No me dijo por qué. ¿Y qué? ¿Quieres que te lleve allí de vuelta?


Información texto

Protegido por copyright
31 págs. / 55 minutos / 30 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Jugando a Ser Periodista

Robert E. Howard


Cuento


Cuando entré en la trastienda del bar Ocean Wave, Bill O'Brien, Mushy Hansen, Jim Rogers y Sven Larson levantaron la nariz de sus respectivas cervezas y se echaron a reír ruidosamente. Bill O'Brien exclamó:

—¡Si es el gran hombre de negocios!

—No hay más que ver el panamá y el bastón —dijo Jim Rogers, ahogándose de la risa—. ¡Y el collar de ricachón de Spike!

Mushy suspiró melancólicamente.

—Vivir para ver, ¡Dennis Dorgan pavonéandose como si fuera un vulgar pisaverde!

—¡Escuchadme todos, ratas de muelle! —dije, dominado por una legítima cólera—. Si he hecho un enorme esfuerzo para vestirme como un caballero, no es cosa que os tenga que permitir esos insultos. El camarero me ha dicho que os encontraría aquí. ¿Qué queréis?

—Si consigues sacar algo de tiempo de tus importantes transacciones —declaró Bill con un tono cáustico—, «Hard-cash» Clemants, aquí presente, tiene una proposición que hacerte.

El susodicho individuo estaba allí sentado, fumándose un enorme puro, barrigón y más coriáceo que nunca.

—No os canséis —dije—. He colgado los guantes. He peleado con gorilas con orejas de coliflor desde el día en que fui lo bastante alto para levantar los puños y...

—Sólo porque hayas tenido la suerte increíble de apostar por la yegua ganadora en Tía Juana, ya te crees lo bastante bueno como para no volver a boxear —se burló Rogers—. Quitar el pan de la boca a tus compañeros de a bordo, eso es algo...


Información texto

Protegido por copyright
15 págs. / 27 minutos / 36 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Kull

Robert E. Howard


Cuento


Prólogo

Poco se sabe de aquella época conocida por los cronistas nemedianos como la Era Precataclísmica, excepto de su última parte, y eso se halla envuelto en las neblinas de la leyenda. La historia conocida se inicia con el declive de la civilización precataclísmica, dominada por los reinos de Kamelia, Valusia, Verulia, Grondar, Thule y Commoria. Esos pueblos hablaban una lengua similar, y argumentaban un origen común. Había otros reinos, igualmente civilizados, pero habitados por otras razas diferentes y aparentemente, más antiguas.

Los bárbaros de aquellos tiempos eran los pictos, que vivían en islas lejanas, en el océano de poniente; los atlantes, que habitaban en el pequeño continente situado entre las islas pictas y la tierra firme o continente thurio; y los lemures, que habitaban una cadena de grandes islas situadas en el hemisferio oriental.

Había vastas regiones de territorios inexplorados. Los reinos civilizados. aunque de extensión enorme, sólo ocupaban una parte comparativamente pequeña de todo el planeta. Valusia era el más occidental de los reinos del continente thurio, y Grondar el más oriental. Al este de Grondar, cuyo pueblo era menos civilizado que los de otros reinos, se extendía un territorio salvaje y árido de desiertos. En las zonas menos áridas, en las junglas, y entre las montañas, vivían diseminados clanes y tribus de salvajes primitivos. Bastante más al sur había una civilización misteriosa, no relacionada con la cultura thuria, con la que de vez en cuando entraban en contacto los lemures. Aparentemente, procedía de un continente envuelto en las sombras, sin nombre, que debía encontrarse en alguna parte al este de las islas lemures.


Información texto

Protegido por copyright
250 págs. / 7 horas, 17 minutos / 66 visitas.

Publicado el 10 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Abadía

Robert E. Howard


Cuento


El sol se ponía entre los árboles cuando llegué a la abadía… un edificio chato, de tres plantas, de arquitectura claramente sajona. Me detuve asombrado. Había contemplado antes numerosas ruinas de abadías y capillas, pero esta se hallaba en un notable estado de conservación. No parecía rodeada de ninguna clase de claustro o pared perimetral, y los altos robles arrojaban sombras druídicas sobre su plementería. A poca distancia de ella había un estanque redondo, rodeado de piedras resbaladizas y cubiertas de musgo… evidentemente, había sido construido por el hombre. Pensé que resultaba muy probable que el edificio continuara en uso hoy en día. Pero el silencio reinaba por doquier y no acerté a ver a nadie.

Entré. Era como si todos sus ocupantes acabaran de ser evacuados, dejando el tosco mobiliario en el mismo lugar en el que lo habían empleado. Me fijé en un anticuado escritorio, como el que solían emplear aquellos monjes que iluminaban los manuscritos, y escribían sobre rollos de pergamino. Me fijé también en un pedazo de papel, que aparecía dejado allí por descuido, como si su propietario lo hubiera olvidado. Lo recogí, esperando de un modo infantil que se encontrara plagado de símbolos arcaicos. Pero estaba escrito en inglés, y con una letra innegablemente femenina. Comenzaba abruptamente.


Información texto

Protegido por copyright
13 págs. / 22 minutos / 50 visitas.

Publicado el 4 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

La Amante de la Muerte

Robert E. Howard


Cuento


Ante mí, en la sombría calleja, un chasquido metálico retumbó y un hombre lanzó un grito como los que lanzan sólo los hombres mortalmente heridos. Surgiendo de una esquina de la sinuosa callejuela, tres formas envueltas en capas llegaron corriendo desesperadamente, como corren los seres dominados por el pánico y el terror. Me pegué contra la pared para dejarles pasar. Dos de ellos me rozaron sin verme, jadeando y lanzando secas exclamaciones; el tercero, corriendo con la cabeza baja, me golpeó de lleno.

Gritó como un alma condenada; evidentemente, se creía atacado y me agarró salvajemente e intentó morderme, como un perro rabioso. Con una imprecación, me arranqué de su abrazo y le arrojé violentamente contra la pared. Pero mi propio impulso me arrastró y mi pie resbaló en un charco entre los adoquines del piso. Perdí el equilibrio y caí de rodillas.

Huyó gritando hacia la entrada de la calleja. Cuando me levantaba, una silueta alta surgió por encima de mí, como un fantasma saliendo de las espesas sombras. La luz de una antorcha lejana lanzó un reflejo oscuro sobre el capacete y la espada que blandía sobre mi cabeza. Apenas tuve tiempo para detener el golpe; las chispas volaron cuando chocaron nuestras hojas. Contraataqué, lanzando una estocada tan violenta que la punta de mi espada se hundió en su boca, entre los dientes, atravesando su nuca y chocando contra el borde de su casco de acero.


Información texto

Protegido por copyright
23 págs. / 40 minutos / 41 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2018 por Edu Robsy.

56789