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autor: Robert E. Howard etiqueta: Cuento textos no disponibles


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El Sauce Llorón

Robert E. Howard


Cuento


—Quítate esos guantes para niñas y ponte los de siete onzas —le ordené—. ¡Soy el famoso Mono Costigan, mánager siete no campeones! Quiero ver lo que tienes en las tripas... si es que tienes algo.

Se sacó sus guantes ligeros —guantes para pegarle a un punching-ball— y se puso los reglamentarios de boxeo, mostrando en la tarea muy poco entusiasmo. Sin embargo, tuve la impresión de ver un destello de interés en sus ojos tristes.

Avanzamos uno hacia el otro y adoptó una posición que ya estaba pasada de moda cuando John L. Sullivan lloriqueaba en la cuna. Le hice una finta al cuerpo y me irritó largándome un torpe zurdazo que me rebotó en el mentón. Le lancé un golpe corto a la nariz y una expresión lúgubre apareció en su rostro y le empezaron a correr las lágrimas por las mejillas.

¡Aquello me pilló completamente desprevenido! Bajé los puños y...

—Tendría que haberte avisado —me dijo Joe Harper, masajeándome la nuca—. ¡Ese merluzo es una verdadera fuente! En cuanto cruza los guantes, se pone a llorar.

—Bueno, de acuerdo —dije aturdido—. ¿Y qué fue aquel temblor de tierra?

—Bajaste la guardia cuando empezó a llorar —me explicó Joe pacientemente— y te pegó con un directo en el mentón y otros dos del mismo calibre mientras caías.

Me levanté algo envarado y contemplé al «llorón», cuyo aspecto era más melancólico que nunca.

—Es más fuerte que yo —declaró—. Siempre lloro cuando boxeo, particularmente si alguien me pega en la nariz. El hecho mismo de golpear a uno de mis semejantes —y todavía más si el golpeado soy yo— me pone triste y melancólico.

—Entonces, ¿por qué boxeas? —quise saber, atónito.

—Me gusta —replicó sin más.


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7 págs. / 12 minutos / 65 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Pueblo de la Oscuridad

Robert E. Howard


Cuento


Fui a la Cueva de Dagón para matar a Richard Brent. Bajé por las oscuras avenidas que formaban los árboles enormes, y mi humor reflejaba la primitiva lobreguez del escenario. La llegada a la Cueva de Dagón siempre es oscura, pues las inmensas ramas y las frondosas hojas eclipsan el sol, y lo sombrío de mi propia alma hacía que las sombras pareciesen aún más ominosas y tétricas de lo normal.

No muy lejos, oí el lento batir de las olas contra los altos acantilados, pero el mar mismo quedaba fuera de la vista, oculto por el espeso bosque de robles. La oscuridad y la penumbra de mi entorno atenazaron mi alma ensombrecida mientras pasaba bajo las antiguas ramas, salía a un estrecho claro y veía la boca de la antigua cueva delante de mí. Me detuve, examinando el exterior de la cueva y el oscuro límite de los robles silenciosos.

¡El hombre al que odiaba no había llegado antes que yo! Estaba a tiempo de cumplir con mis macabras intenciones. Durante un instante me faltó decisión, y después, en una oleada me invadió la fragancia de Eleanor Bland, la visión de una ondulada cabellera dorada y unos profundos ojos azules, cambiantes y místicos como el mar. Apreté las manos hasta que los nudillos se me pusieron blancos, e instintivamente toqué el curvo y achatado revólver cuyo bulto pesaba en el bolsillo de mi abrigo.

De no ser por Richard Brent, estaba convencido de que ya me habría ganado a aquella mujer, a la cual deseaba tanto que había convertido mis horas de vigilia en un tormento y mi sueño en una agonía. ¿A quién amaba? Ella no quería decirlo; no creía que ni siquiera lo supiese. Si uno de nosotros desaparecía, pensé, ella se volvería hacia el otro. Y yo estaba dispuesto a hacerle más fácil la decisión… para ella y para mí mismo. Por casualidad había oído a mi rubio rival inglés comentar que pensaba venir a la solitaria Cueva de Dagón en una ociosa excursión… solo.


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25 págs. / 44 minutos / 170 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Terrible Tacto de la Muerte

Robert E. Howard


Cuento


Cuando la medianoche cubra la tierra
con lúgubres y negras sombras
que Dios nos libre del beso de Judas
de un muerto en la oscuridad.
 

El viejo Adam Farrel yacía muerto en la casa en la que había vivido solo los últimos veinte años. Un silencioso y huraño recluso que en vida no conoció amigo alguno, y tan sólo dos hombres fueron testigos de su final.

El doctor Stein se levantó y observó por la ventana la creciente oscuridad.

—Entonces, ¿crees que podrás pasar la noche aquí? —le preguntó a su acompañante.

Este, de nombre Falred, asintió.

—Sí, por supuesto. Supongo que tendré que ocuparme yo.

—Una costumbre bastante inútil y primitiva esta de velar a un muerto —comentó el doctor, que se disponía a marcharse—, pero supongo que tendremos que respetar las costumbres, aunque sólo sea por decoro. Podría intentar encontrar a alguien que te acompañara en la vigilia.

Falred se encogió de hombros.

—Lo dudo mucho. Farrel no era muy popular… no tenía muchos amigos. Yo mismo apenas lo conocía, pero no me importa velar su cuerpo.

El doctor Stein estaba quitándose los guantes de goma y Falred observaba el proceso con un interés que era casi fascinación. Un ligero e involuntario temblor le sacudió al recordar el tacto de aquellos guantes… resbaladizos, fríos y húmedos, como el tacto de la muerte.

—Podrías sentirte demasiado solo esta noche si no encuentro a nadie más —afirmó el doctor al abrir la puerta—. No eres supersticioso, ¿verdad?

Falred rió.

—No mucho. Lo cierto es que, por lo que he oído acerca del trato de Farrel, prefiero estar ahora velando su cuerpo que haber sido uno de sus invitados cuando aún vivía.


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7 págs. / 12 minutos / 103 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Las Palomas del Infierno

Robert E. Howard


Cuento


1. El Silbido en la Oscuridad

Griswell se despertó repentinamente, con un cosquilleo nervioso como premonición del peligro inminente. Echó un vistazo alrededor con ojos febriles, incapaz al principio de recordar dónde estaba, o qué estaba haciendo allí. La luz de la luna se filtraba a través de las ventanas polvorientas, y la gran habitación vacía con su techo elevado y su chimenea negra resultaba espectral y desconocida. Entonces, a medida que emergía de las pegajosas telarañas de su reciente sueño, recordó dónde estaba y cómo había llegado hasta allí. Giró la cabeza y miró a su acompañante, que dormía en el suelo cerca de él. John Branner no era más que un bulto borroso en la oscuridad que la luna apenas teñía de gris.

Griswell intentó recordar qué le había despertado. No había ningún sonido en la casa, y tampoco ningún sonido fuera, excepto el fúnebre ulular de un búho, en la lejanía de los bosques de pinos. Por fin recuperó el esquivo recuerdo. Había sido un sueño, una pesadilla tan llena de pálido horror que le había asustado hasta despertarle. Los recuerdos volvieron a él en un torrente, dibujando vividamente la abominable visión.

¿O no fue un sueño? Seguramente debió de serlo, pero se había mezclado tan curiosamente con los acontecimientos reales recientes que era difícil saber dónde terminaba la realidad y dónde empezaba la fantasía.


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37 págs. / 1 hora, 5 minutos / 332 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Cosa del Tejado

Robert E. Howard


Cuento


Avanzan pesadamente a través de la noche
Con su paso elefantino;
Tiemblo atemorizado
Y me acurruco en la cama.
Elevan alas colosales
Sobre los tejados a dos aguas
Que retumban bajo las pisadas
De sus pezuñas mastodónticas.

Justin Geoffrey: Lo que procede del País Antiguo
 

Empezaré diciendo que me sorprendió la llamada de Tussmann. Nunca habíamos sido amigos íntimos; sus instintos mercenarios me repelían; y desde nuestra amarga polémica de tres años antes, cuando intentó desacreditar mi Pruebas de la cultura Nahua en el Yucatán, que había sido el resultado de años de cuidadosa investigación, nuestras relaciones habían sido cualquier cosa menos cordiales. Sin embargo, le recibí y sus modales me parecieron apremiantes y bruscos, pero más bien distraídos, como si su disgusto hacia mí hubiera sido dejado de lado por alguna pasión obsesiva que se hubiera adueñado de él.

Pronto expuso la razón que le había traído ante mí. Deseaba que le prestara ayuda para obtener un ejemplar de la primera edición de los Cultos Sin Nombre de Von Junzt, la edición conocida como el Libro Negro, no por su color, sino por sus oscuros contenidos. Igual me podría haber pedido la traducción griega original del Necronomicon. Aunque desde mi regreso del Yucatán había dedicado prácticamente todo mi tiempo a mi vocación de coleccionismo de libros, no había tropezado con nada que indicase que el volumen de la edición de Dusseldorf siguiera estando disponible.


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11 págs. / 20 minutos / 107 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Túmulo en el Promontorio

Robert E. Howard


Cuento



Y al instante siguiente aquel gran loco pelirrojo me sacudía como un perro a una rata. «¿Dónde está Meve MacDonnal?», gritaba. Por todos los santos que es horrible oír gritar a un loco en un lugar solitario a medianoche, aullando el nombre de una mujer muerta hace trescientos años.

La historia del pescador de altura
 

Este es el túmulo que busca —dije, posando precavidamente mi mano sobre una de las ásperas piedras que componían el montículo extrañamente simétrico.

Un ávido interés ardía en los oscuros ojos de Ortali. Su mirada barrió el paisaje y volvió para descansar en la gran pila de enormes peñascos desgastados por la intemperie.

—¡Qué lugar más extraño, salvaje y desolado! —dijo—. ¿Quién habría pensando en hallar un sitio así excepto en esta comarca? ¡Salvo por el humo que se alza a lo lejos, apenas osaría uno soñar que una gran ciudad se encuentra más allá de ese promontorio! Aquí a duras penas si se divisa la choza de un pescador.

—La gente rehúye el túmulo como lo ha hecho durante siglos —repliqué.

—¿Por qué?

—Ya me lo ha preguntado antes —contesté con impaciencia—. Sólo puedo responder que ahora evitan por costumbre lo que sus antepasados evitaban por sabiduría.

—¡Sabiduría! —rió despectivamente—. ¡Superstición!

Le contemplé sombríamente con un odio sin disimular. Dos hombres a duras penas podrían haber sido de dos tipos más opuestos. Él era delgado, seguro de sí mismo, inequívocamente latino con sus ojos oscuros y su aspecto sofisticado. Yo soy pesado, torpe y de aspecto ursino, con fríos ojos azules y revuelta cabellera rojiza. Éramos paisanos porque habíamos nacido en la misma tierra, pero los hogares de nuestros antepasados estaban tan alejados como el sur del norte.


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25 págs. / 44 minutos / 104 visitas.

Publicado el 14 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Negro Sabueso de la Muerte

Robert E. Howard


Cuento


1. El que mata en la oscuridad

¡Las tinieblas de Egipto! Unas palabras que bastan para que nazca la inquietud. Sugieren no solamente la oscuridad, sino las cosas invisibles ocultas en el seno de dicha oscuridad; cosas que se deslizan entre las sombras espesas y evitan la luz del día; formas furtivas que acechan más allá de la frontera de la vida normal.

Tales pensamientos atravesaban fugitivamente mi mente aquella noche mientras seguía lentamente el estrecho sendero que se retorcía entre los tupidos pinos. Tales pensamientos acuden de manera natural al hombre que se atreve a aventurarse de noche en aquella región a las orillas del río, una zona arbolada que los negros llaman Egipto por alguna oscura razón conocida solo por ellos.

No existen, en este lado del abismo no iluminado del Infierno, tinieblas tan absolutas como las de los bosques de pinos. El sendero era tan solo una pista medio borrada que serpenteaba entre murallas de sólido ébano. La seguía guiado más por mi instinto —siempre he vivido en esta región— que por mis sentidos. Andaba tan deprisa como me atrevía a hacerlo, pero la prudencia se mezclaba con el apresuramiento, y escuchaba atentamente. Aquella prudencia no era resultado de especulaciones inquietas que traicionaran lo sobrenatural, suscitadas por la oscuridad y el silencio. Tenía una buena razón, concreta, para mostrarme prudente. Quizá vagaban algunos aparecidos por aquellos bosques, con la garganta abierta y ensangrentada, impulsados por el hambre caníbal —como pretenden los negros—, pero no era de un aparecido de lo que yo tenía miedo. Escuchaba atentamente, dispuesto a detectar el crujido de una ramita bajo un gran pie, o cualquier otro ruido que anunciara la llegada del asesinato surgiendo de entre las espesas sombras. La criatura que acechaba en Egipto —como temía— era todavía más aterradora que cualquier aparecido de repulsiva apariencia.


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35 págs. / 1 hora, 1 minuto / 78 visitas.

Publicado el 9 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Serpiente del Sueño

Robert E. Howard


Cuento


La noche estaba extrañamente tranquila. Mientras nos sentábamos en la amplia galería, mirando las praderas anchas y sombrías, el silencio del momento inundó nuestros espíritus y durante largo rato nadie habló.

Entonces, en la lejanía de las borrosas montañas que trazaban el horizonte oriental, una bruma difusa empezó a resplandecer, y pronto salió una gran luna dorada, emitiendo una radiación fantasmal sobre la tierra y dibujando enérgicamente los macizos oscuros de sombras que formaban los árboles. Una brisa suave llegó susurrando desde el este, y la hierba sin segar se agitó en olas largas y sinuosas, difusamente visibles bajo la luz de la luna; y desde el grupo que estábamos en la galería brotó un fugaz suspiro, como si alguien tomara una profunda bocanada de aire que provocó que todos nos volviéramos a mirar.

Faming se inclinaba hacia delante, agarrándose a los brazos de la silla, la cara extraña y pálida bajo la luz espectral; un fino hilo de sangre goteaba del labio en el que había clavado sus dientes. Asombrados, le miramos, y de pronto se agitó con una risa breve semejante a un bufido.


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8 págs. / 15 minutos / 76 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Tigres del Mar

Robert E. Howard


Cuento


I

—¡Tigres del Mar! ¡Hombres con corazón de lobo y ojos de fuego y acero! ¡Criadores de cuervos cuya única dicha reside en matar y en ser matados! ¡Gigantes a los que la canción de muerte de una espada les parece más dulce que la canción de amor de una muchacha!

Los ojos cansados del Rey Gerinth estaban ensombrecidos.

—Esto no es nuevo para mí. Durante años estos hombres han atacado a mi gente como una jauría de lobos hambrientos.

—Leed los relatos de César —contestó su consejero Donal mientras levantaba una copa de vino y bebía largamente de ella—. ¿No hemos visto en tales crónicas cómo César enfrentó al lobo contra el lobo? De esa forma conquistó a nuestros antepasados, que en su día fueron lobos también.

—Y ahora parecen más bien corderos —murmuró el Rey, revelando una oculta amargura en su voz—. Durante los años de paz con Roma, nuestra gente olvidó las artes de la guerra. Ahora Roma ha caído y nosotros luchamos por nuestras propias vidas, cuando no podemos ni siquiera proteger las de nuestras mujeres.

Donal dejó la copa y se inclinó sobre la mesa de roble perfectamente tallada.

—¡Lobo contra lobo! —gritó—. Vos mismo dijisteis que no disponíamos de guerreros en las costas para buscar a vuestra hermana, la princesa Helena, aunque supierais dónde encontrarla. Por eso debéis recabar la ayuda de otros hombres, y estos hombres a los que me refiero son superiores en ferocidad y barbarie a los restantes Tigres del Mar, así como estos Tigres son a su vez superiores a nuestros blandos guerreros.

—Pero, ¿servirían a las órdenes de un britano para luchar contra los de su propia sangre? —objetó el Rey—. ¿Y cumplirían su palabra?


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50 págs. / 1 hora, 28 minutos / 67 visitas.

Publicado el 10 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Fantasma del Anillo

Robert E. Howard


Cuento


Al entrar en el estudio de John Kirowan me encontraba demasiado absorto en mis pensamientos para darme cuenta de la demacrada apariencia de su visitante, un alto y atractivo joven que yo conocía bien.

—Hola, Kirowan —saludé—. Hola Gordon. No te veía desde hace bastante tiempo… ¿cómo está Evelyn? —y antes de que contestase, en el calor del entusiasmo que me había llevado hasta allí, exclamé—: Mirad esto, amigos; os mostraré algo que os dejará boquiabiertos. Me lo vendió aquel ladrón, Ahmed Mektub, y le pagué un precio alto por ello, pero vale la pena. ¡Mirad!

De debajo de mi abrigo saqué la daga afgana con incrustaciones de piedras preciosas en el mango que me tenía fascinado como coleccionista de armas raras.

Kirowan, que conocía mi pasión, mostró tan sólo un interés educado, pero la reacción de Gordon fue espeluznante.

Pegó un brinco a la vez que lanzaba un grito ahogado, derribando la silla con gran estruendo al impactar contra el suelo. Con los puños apretados y el rostro lívido se volvió hacia mí, gritando:

—¡Atrás! Aléjate de mí o…

Me quedé petrificado.

—¡Qué diablos…! —comencé a decir estupefacto, cuando Gordon, tras otro asombroso cambio de actitud, se derrumbó sobre una silla y hundió la cabeza entre las manos. Vi cómo le temblaban los voluminosos hombros. Le miré desconsolado y luego miré a Kirowan, que estaba igualmente enmudecido—. ¿Está borracho? —pregunté.

Kirowan negó con la cabeza y, tras llenar una copa de brandy, se la ofreció al joven. Gordon le devolvió la mirada con ojos hundidos, tomó la copa y se la bebió de un trago, como si estuviera medio famélico. Luego se irguió y nos miró avergonzado.

—Siento haber perdido los estribos, O’Donnel —dijo—. Fue la impresión cuando sacaste ese cuchillo.


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20 págs. / 35 minutos / 52 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

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