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autor: Robert E. Howard etiqueta: Cuento textos no disponibles


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Tigres del Mar

Robert E. Howard


Cuento


I

—¡Tigres del Mar! ¡Hombres con corazón de lobo y ojos de fuego y acero! ¡Criadores de cuervos cuya única dicha reside en matar y en ser matados! ¡Gigantes a los que la canción de muerte de una espada les parece más dulce que la canción de amor de una muchacha!

Los ojos cansados del Rey Gerinth estaban ensombrecidos.

—Esto no es nuevo para mí. Durante años estos hombres han atacado a mi gente como una jauría de lobos hambrientos.

—Leed los relatos de César —contestó su consejero Donal mientras levantaba una copa de vino y bebía largamente de ella—. ¿No hemos visto en tales crónicas cómo César enfrentó al lobo contra el lobo? De esa forma conquistó a nuestros antepasados, que en su día fueron lobos también.

—Y ahora parecen más bien corderos —murmuró el Rey, revelando una oculta amargura en su voz—. Durante los años de paz con Roma, nuestra gente olvidó las artes de la guerra. Ahora Roma ha caído y nosotros luchamos por nuestras propias vidas, cuando no podemos ni siquiera proteger las de nuestras mujeres.

Donal dejó la copa y se inclinó sobre la mesa de roble perfectamente tallada.

—¡Lobo contra lobo! —gritó—. Vos mismo dijisteis que no disponíamos de guerreros en las costas para buscar a vuestra hermana, la princesa Helena, aunque supierais dónde encontrarla. Por eso debéis recabar la ayuda de otros hombres, y estos hombres a los que me refiero son superiores en ferocidad y barbarie a los restantes Tigres del Mar, así como estos Tigres son a su vez superiores a nuestros blandos guerreros.

—Pero, ¿servirían a las órdenes de un britano para luchar contra los de su propia sangre? —objetó el Rey—. ¿Y cumplirían su palabra?


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50 págs. / 1 hora, 28 minutos / 64 visitas.

Publicado el 10 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Sombra de la Bestia

Robert E. Howard


Cuento


¡Cuando brillen las estrellas malignas
O la luz de la luna ilumine el Oriente,
Que el Dios del Cielo nos guarde de
La Sombra de la Bestia!
 

La locura empezó con el estallido de una pistola. Un hombre cayó con una bala en el pecho, y el hombre que había hecho el disparo se volvió para huir, gruñendo una breve amenaza a la muchacha de cara pálida que permanecía en pie, paralizada por el horror; después se escurrió entre los árboles al borde del campamento, semejante a un simio con sus anchas espaldas y sus andares encorvados.

En menos de una hora, hombres de rostro serio estaban peinando los bosques de pinos con armas en la mano, y a lo largo de toda la noche continuó la horripilante cacería, mientras la víctima del fugitivo luchaba por su vida.

—Ahora está tranquilo; dicen que vivirá —dijo Joan al salir de la habitación donde yacía su hermano pequeño. Después se desplomó sobre una silla y dejó paso a un estallido de lágrimas.

Me senté junto a ella y la consolé como se consuela a una niña. La amaba, y ella había dado pruebas de que correspondía a mi afecto. Era mi amor por ella lo que me había arrastrado desde mi rancho de Texas hasta los campamentos de madera a la sombra de los bosques de pinos, donde su hermano vigilaba los intereses de su empresa. Yo había llegado a mi destino apenas una hora antes del tiroteo.

—Dame los detalles de lo que ha pasado —dije—. No he conseguido escuchar un relato coherente.


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14 págs. / 25 minutos / 62 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Los Nombres del Libro Negro

Robert E. Howard


Cuento


I

—Tres asesinatos sin resolver no son algo tan inusual… tratándose de River Street —gruñó Steve Harrison, agitando incómodo en la silla su musculoso corpachón.

Su acompañante encendió un cigarrillo, y Harrison observó que la esbelta mano de la mujer no parecía demasiado firme. Era una mujer de belleza exótica, con una figura oscura y sutil, y los ricos colores de las noches púrpura de Oriente y de los amaneceres carmesí en su cabello negro azulado y sus labios rojos. Pero, en sus ojos oscuros, Harrison detectó la sombra del miedo. Tan sólo una vez, anteriormente, había observado miedo en aquellos ojos maravillosos, y el recordarlo le hizo sentir vagamente incómodo.

—Tu trabajo es resolver asesinatos —dijo ella.

—Dame un poco de tiempo. Cuando uno está tratando con la gente del barrio oriental, no se pueden forzar las cosas.

—Tienes menos tiempo del que tú crees —replicó ella de manera críptica—. Si no me escuchas, jamás resolverás estos asesinatos.

—Te estoy escuchando.

—Pero no vas a creerme. Dirás que estoy histérica… que veo fantasmas y que me asusto de las sombras.

—Escucha, Joan —exclamó él, impaciente—. Vamos al grano. Me has hecho venir a tu apartamento, y yo he acudido porque me has dicho que estabas en peligro de muerte. Pero ahora me cuentas acertijos acerca de tres hombres que fueron asesinados la semana pasada. Habla claro, ¿vale?

—¿Te acuerdas de Erlik Khan? —preguntó ella de forma abrupta.

—Dudo mucho que llegue a olvidarle alguna vez —repuso él—. Ese mongol que se hacía llamar el Señor de la Muerte. Su proyecto era combinar a todas las sociedades criminales orientales de América en una gran organización, que él mismo lideraría. Y podría haberlo logrado, si sus propios hombres no se hubieran vuelto contra él.

—Erlik Khan ha vuelto —dijo ella.


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48 págs. / 1 hora, 24 minutos / 62 visitas.

Publicado el 17 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Luna Negra

Robert E. Howard


Cuento


I

—Y tal es la leyenda del Espíritu del Zorro Blanco, mi honorable amigo —entonó el viejo Wang Yun mientras cruzaba sus esqueléticas manos bajo su túnica de seda bordada—, y así la contaban los Hijos de Han. Ahora, debo dar de comer a mi viejo compañero.

Steve Harrison, corpulento y sombrío, incongruente ante las porcelanas y la delicada fragilidad de los jades de oriente apilados en la pequeña tienda, apoyó la recia mandíbula en su puño, que asemejaba un martillo. Observó a su anfitrión con una fascinación personal, mientras que el viejo Chino se dirigía arrastrando los pies hacia una jaula de bambú. La embarrotada caja se encontraba sobre el seno de un enorme Buda verde, apoyado contra la pared, en medio de innumerables jarrones Ming y de alfombras del Turkestán oriental. Wang Yun entrecerró sus ojos rasgados y entonó un extraño canturreo, mientras sacaba una botella de leche y un pequeño platillo de jade de algún nicho indeterminado. Involuntariamente, Harrison se estremeció.

—He contemplado los animales de compañía más bizarros que uno pueda imaginar en algunos rincones de River Street —declaró el detective—. Chow-chows, gatos persas, gallos de pelea, pavos reales blancos y bebés cocodrilos… ¡pero que me cuelguen si alguna vez vi a un hombre cuya mascota fuera una cobra real!

—Pan Chau es muy viejo y muy sabio —sonrió Wang Yun—. Recibió el nombre de un gran guerrero que habría destruido el imperio romano, de haber llegado a vivir un año más. Hice que le extrajeran los colmillos a mi viejo amigo, para evitar que pueda hacerme daño alguno, dada su ceguera y su avanzada edad.

—Es usted un hombre muy extraño, Wang Yun —gruñó Harrison.


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17 págs. / 31 minutos / 62 visitas.

Publicado el 17 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Sauce Llorón

Robert E. Howard


Cuento


—Quítate esos guantes para niñas y ponte los de siete onzas —le ordené—. ¡Soy el famoso Mono Costigan, mánager siete no campeones! Quiero ver lo que tienes en las tripas... si es que tienes algo.

Se sacó sus guantes ligeros —guantes para pegarle a un punching-ball— y se puso los reglamentarios de boxeo, mostrando en la tarea muy poco entusiasmo. Sin embargo, tuve la impresión de ver un destello de interés en sus ojos tristes.

Avanzamos uno hacia el otro y adoptó una posición que ya estaba pasada de moda cuando John L. Sullivan lloriqueaba en la cuna. Le hice una finta al cuerpo y me irritó largándome un torpe zurdazo que me rebotó en el mentón. Le lancé un golpe corto a la nariz y una expresión lúgubre apareció en su rostro y le empezaron a correr las lágrimas por las mejillas.

¡Aquello me pilló completamente desprevenido! Bajé los puños y...

—Tendría que haberte avisado —me dijo Joe Harper, masajeándome la nuca—. ¡Ese merluzo es una verdadera fuente! En cuanto cruza los guantes, se pone a llorar.

—Bueno, de acuerdo —dije aturdido—. ¿Y qué fue aquel temblor de tierra?

—Bajaste la guardia cuando empezó a llorar —me explicó Joe pacientemente— y te pegó con un directo en el mentón y otros dos del mismo calibre mientras caías.

Me levanté algo envarado y contemplé al «llorón», cuyo aspecto era más melancólico que nunca.

—Es más fuerte que yo —declaró—. Siempre lloro cuando boxeo, particularmente si alguien me pega en la nariz. El hecho mismo de golpear a uno de mis semejantes —y todavía más si el golpeado soy yo— me pone triste y melancólico.

—Entonces, ¿por qué boxeas? —quise saber, atónito.

—Me gusta —replicó sin más.


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7 págs. / 12 minutos / 62 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Canaan Negro

Robert E. Howard


Cuento


1. Llamada de Canaan

«¡Problemas en el torrente del Tularoosa!». Este aviso pretendía que un frío gélido recorriese la espalda de cualquier hombre criado en aquella remota región del interior llamada Canaan, situada entre el río Tularoosa y Río Negro, y donde fuera que le llegara el mensaje, lo condujese a toda prisa de vuelta a aquella región pantanosa.

Era tan sólo un susurro en los labios marchitos de una vieja y renqueante bruja negra, que se esfumó entre la muchedumbre antes de que pudiera alcanzarla, pero me bastó. No era necesario esperar una confirmación ni indagar por qué misteriosos medios propios de los negros le había llegado la noticia. No hacía falta averiguar qué oscuras fuerzas actuaban para que aquellos ajados labios me hubieran revelado la noticia a mí, un hombre de Río Negro. Bastaba que el aviso fuese entregado y entendido.

¿Entendido? ¿Cómo no iba a entender cualquier hombre de Río Negro tal advertencia? Sólo podía significar una cosa: viejos odios supuraban de nuevo de las profundidades de la jungla cenagosa, oscuras sombras se deslizaban entre los cipreses, y la masacre acechaba desde la misteriosa aldea negra emplazada sobre la orilla recubierta del musgo nudoso del lúgubre Tularoosa.

Una hora más tarde, Nueva Orleans seguía alejándose más y más a mis espaldas con cada nueva vuelta de las ruedas cimbreantes. Todo hombre nacido en Canaan mantiene un vínculo invisible que irremediablemente le arrastra a su tierra natal cuando ésta se ve amenazada por la sombra tenebrosa que ha estado al acecho en sus selvas durante más de medio siglo.


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44 págs. / 1 hora, 17 minutos / 61 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Hombre de Hierro

Robert E. Howard


Cuento


1. El hombre de hierro

«¡Una izquierda como un cañonazo y una derecha fulgurante! ¡Una mandíbula de granito y un cuerpo de acero templado! ¡La ferocidad de un tigre y el corazón de combatiente más grande que haya latido en un pecho con las costillas de hierro! Así era Mike Brennon, aspirante al título de la categoría de los pesos pesados».

Mucho antes de que los periodistas deportivos descubrieran la existencia de Brennon, yo me encontraba en la «tienda de atletismo» de un circo que alzó sus carpas a las afueras de una pequeña ciudad de Nevada, sonriendo y admirando las bufonadas del presentador, que ofrecía con toda facilidad cincuenta dólares a cualquier hombre que resistiera cuatro asaltos frente a Young Firpo, el Asesino de California, ¡campeón de California y de Insulindia! Young Firpo, un muchacho recio y peludo, con los músculos sobresalientes de un levantador de pesas y cuyo verdadero nombre sería algo así como Leary, estaba a su lado, con una expresión aburrida y despectiva dibujada en sus gruesas facciones. Todo aquello era rutina para él.

—Vamos, amigos —gritaba el presentador—, ¿no hay ningún joven entre los presentes capaz de arriesgar su vida en el cuadrilátero? ¡Naturalmente, la dirección declina toda responsabilidad si tan valiente joven se deja matar o desgraciar! Pero si alguien de los presentes se arriesga a correr semejantes peligros...

Vi a un individuo de rostro patibulario levantarse de su asiento —uno de los habituales «comparsas» en connivencia con los feriantes, claro—, pero en aquel momento la multitud empezó a bramar:

—¡Brennon! ¡Brennon! ¡Vamos, Mike!


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46 págs. / 1 hora, 21 minutos / 61 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Aparición Sobre el Cuadrilátero

Robert E. Howard


Cuento


Los lectores de esta revista se acordarán sin duda de Ace Jessel, el gran boxeador negro del que fui mánager hace algunos años. Era un gigante de ébano de un metro noventa y dos centímetros de altura y ciento quince kilos de peso. Se movía con la cómoda ligereza de un gigantesco leopardo y sus músculos de acero ondulaban bajo su brillante piel. Sorprendentemente rápido para un boxeador de su tamaño, tenía una pegada terrible y cada uno de sus enormes puños contenía la potencia de un martillo pilón.

En aquella época yo estaba convencido de que era tan bueno como cualquier otro hombre que pudiera subir a un cuadrilátero... salvo por un defecto capital. Carecía de instinto asesino. Tenía un enorme coraje, como demostró en numerosas ocasiones... pero se contentaba con boxear, las más de las veces, batiendo a sus enemigos por los puntos y lanzando los golpes exactos para no perder el combate.

De vez en cuando, los espectadores le insultaban, pero sus sarcasmos no hacían más que ampliar su jovial sonrisa. Sin embargo, sus combates seguían atrayendo a un público enorme porque, las raras veces que se encontraba en dificultades y se veía obligado a atacar, o cuando se enfrentaba a un peligroso adversario al que tenía forzosamente que dejar K. O. para conseguir la victoria, los espectadores asistían a un verdadero combate que les entusiasmaba de principio a fin. Incluso en aquellas ocasiones, su costumbre era apartarse de su adversario tambaleándose, dejando que el boxeador atontado por los golpes tuviera tiempo para recuperarse y volver al ataque... mientras la multitud aullaba enfurecida y yo me tiraba de los pelos.


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17 págs. / 29 minutos / 59 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Ídolo de Bronce

Robert E. Howard


Cuento


Aquella fantástica y espeluznante aventura comenzó de forma repentina. Me encontraba sentado en mi alcoba, escribiendo tranquilamente, cuando la puerta se abrió de sopetón y mi criado árabe, Alí, irrumpió en la estancia, sin aliento, y con la mirada desorbitada. Pegado a sus talones entró un hombre al que creía muerto desde hacía mucho tiempo.

—¡Girtmann! —me puse en pie, asombrado—. En el nombre del cielo, ¿qué…?

Tras hacerme callar con un gesto, se giró hacia la puerta y la cerró, echando el cerrojo con un suspiro de alivio. Durante un instante, respiró profundamente mientras yo parpadeaba y le examinaba con curiosidad. Los años no le habían cambiado… su figura, baja y fornida evidenciaba aún una dinámica fuerza física y su rostro, reciamente esculpido con una mandíbula prominente, nariz ganchuda y ojos arrogantes, reflejaba aún la testaruda determinación y la implacable seguridad del hombre. Pero ahora, sus ojos fríos aparecían sombríos y sus arrugas de tensión convertían su semblante en una máscara demacrada. Todo su aspecto denotaba tal tensión nerviosa que supe que debía de haber pasado por un trance terrible.

—¿Qué sucede? —inquirí, contagiándome en parte de su evidente nerviosismo.

—Ten cuidado con él, sahib —estalló Alí—. ¡No tengas tratos con aquellos que están malditos por el diablo, no sea que los demonios se interesen también por ti! Te digo, sahib…


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27 págs. / 47 minutos / 57 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

No Me Cavéis una Tumba

Robert E. Howard


Cuento


El estruendo de mi anticuado aldabón, reverberando tétricamente por toda la casa, me despertó de un sueño inquieto y plagado de pesadillas. Miré por la ventana. Bajo la última luz de la luna, el rostro blanquecino de mi amigo John Conrad me miraba.

—¿Puedo subir, Kirowan? —su voz era temblorosa y tensa.

—¡Por supuesto!

Salté de la cama y me puse un batín mientras le oía entrar por la puerta principal y subir las escaleras.

Un momento después lo tenía delante de mí, y bajo la luz que había encendido vi que sus manos temblaban y noté la palidez antinatural de su cara.

—El viejo John Grimlan ha muerto hace una hora —dijo bruscamente.

—¿Sí? No tenía idea de que estuviera enfermo.

—Ha sido un ataque repentino y virulento de naturaleza singular, una especie de acceso en cierto modo parecido a la epilepsia. Los últimos años había sufrido este tipo de crisis, ¿sabes?

Asentí. Algo sabía del viejo ermitaño que había vivido en la gran casa oscura en lo alto de la colina; de hecho, había sido testigo de uno de sus extraños ataques, y me horrorizaron las convulsiones, los aullidos y los gimoteos del desdichado, que se retorcía sobre el suelo como una serpiente herida, mascullando terribles maldiciones y negras blasfemias hasta que su voz se quebró en un chillido sin palabras que regó sus labios de espuma. Al ver esto, comprendí por qué la gente de épocas antiguas consideraba a semejantes víctimas como hombres poseídos por demonios.


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16 págs. / 29 minutos / 57 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

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