Textos más populares esta semana de Robert E. Howard etiquetados como Cuento no disponibles | pág. 8

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autor: Robert E. Howard etiqueta: Cuento textos no disponibles


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La Mano de la Diosa Negra

Robert E. Howard


Cuento


1

Kirby se detuvo con un pie en el umbral. El emplazamiento le resultaba familiar: un vestíbulo en penumbra, oficinas con puertas de cristal en el extremo opuesto y, en aquel lado, la escalera que conducía a su propia oficina. Pero la figura que se interponía ante él resultaba bizarramente poco familiar. De forma instintiva, Kirby supo que el hombre que había en el pasillo estaba fuera de lugar en aquel emplazamiento, y resultaba ajeno a él de un modo exótico, a pesar de su vestimenta convencional. No se trataba solo de que su piel morena y su acento extranjero sugirieran su procedencia oriental; flotaba a su alrededor la intangible aura de Oriente… una vaga sugestión de cosas que no eran del todo naturales, ni sanas, de acuerdo con el modo de pensar habitual del hombre blanco.

—¿Es usted el señor Kirby? —la voz era rica y profunda, como el retumbar de la campana de un templo, pero había una indefinida pizca de hostilidad en su resonancia. Y un fulgor de burla y amenaza bailaba en las profundidades de sus ojos oscuros.

—Sí, soy Kirby —intentó reprimir su antagonismo irracional, para que no se reflejara en su voz.

—No le entretendré. Tan solo deseo sugerirle que es mejor dejar que el Destino siga su curso elegido, en lugar de entrometerse en cosas que no le conciernen.

—¿Qué quiere decir con eso? —quiso saber Kirby—. Jamás le había visto antes…


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45 págs. / 1 hora, 20 minutos / 43 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Zarpas Negras

Robert E. Howard


Cuento


1

Joel Brill cerró de sopetón el libro que había estado examinando y dio rienda suelta a su desencanto con un lenguaje más apropiado para la cubierta de un barco ballenero que para la biblioteca del exclusivo Corinthian Club. Buckley, que permanecía sentado en un recodo cercano, sonrió con calma. Buckley parecía más un profesor de universidad que un detective, y, si solía deambular con tanta frecuencia por la biblioteca del Corinthian, es posible que no se debiera tanto a su naturaleza erudita como a su deseo de interpretar ese papel.

—Debe de tratarse algo muy inusual lo que te ha sacado de tu madriguera a esta hora del día —señaló—. Es la primera vez que te veo aquí por la tarde. Yo creía que pasabas las tardes recluido en tus aposentos, estudiando mohosos volúmenes en interés de ese museo con el que estás conectado.

—Ordinariamente, así es.

Brill tenía tan poca pinta de científico como Buckley de detective. De complexión robusta, poseía los anchos hombros, la mandíbula y los puños de un boxeador; de cejas bajas, su enmarañado cabello negro contrastaba con sus fríos ojos azules.

—Llevas enfrascado en esos libros desde antes de las seis —afirmó Buckley.

—He estado intentando encontrar algo de información para los directores del museo —repuso Brill—. ¡Mira! —señaló con dedo acusador una pila de gruesos tomos—. Tengo aquí tantos libros que enfermarían hasta a un perro… y ni uno solo de ellos ha sido capaz de decirme la razón de cierto baile ceremonial practicado por cierta tribu de la costa occidental de África.

—La mayoría de los miembros de este lugar han viajado lo suyo —sugirió Buckley—. ¿Por qué no les preguntas?

—Eso pensaba hacer —Brill descolgó el auricular del teléfono.

—Tienes a John Galt… —empezó Buckley.


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21 págs. / 37 minutos / 43 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Gorila del Destino

Robert E. Howard


Cuento


Al entrar en mi vestuario, unos instantes antes del combate que me enfrentaría con «One-Round» Egan, lo primero que vi fue un trozo de papel colocado encima de la mesa con ayuda de un cuchillo. Pensando que sería alguien que me quería gastar una broma, tomé el papel y lo leí. No tenía gracia. La nota decía sencillamente: «Túmbate en el primer round; si no lo haces, tu nombre se verá revolcado por el barro». No había firma, pero reconocí el estilo. Desde hacía algún tiempo, una banda de camorristas de poca monta se encargaba del puerto, reuniendo dinero día a día siguiendo métodos muy poco ortodoxos. Se creían muy listos, pero yo les tenía filados. Eran serpientes, más que lobos; sin embargo, estaban dispuestos a todo para conseguir algunos sucios dólares.

Mis cuidadores todavía no habían llegado; estaba solo. Rompí la nota y arrojé los trozos a un rincón, junto con los comentarios apropiados. Aunque mis ayudantes no llegaban, no dije ni pío. Cuando subí al ring, estaba loco de rabia y, cuando recorrí con la vista la primera fila de asientos, me fijé en un grupo que, por la idea que tenía en mente, era el responsable de la nota que encontré en el vestuario. Aquel grupo estaba formado por Waspy Shaw, Bully Klisson, Ned Brock y Tony Spagalli... apostantes menores y auténticos canallas. Me sonrieron como si estuvieran al corriente de algún secreto, y comprendí que no me había equivocado. Refrené mis ansias apasionadas y legítimas de deslizarme entre las cuerdas y saltar del ring para abrirles la cabeza.

Al oír la campana, en lugar de observar a Egan, mi adversario, no dejé de vigilar a Shaw con el rabillo del ojo: un individuo cuya cara parecía la hoja de un cuchillo, con la mirada fría y un traje llamativo.


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18 págs. / 32 minutos / 42 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Última Canción de Casonetto

Robert E. Howard


Cuento


Le eché una mirada curiosa al paquete. Era fino y plano, y la dirección estaba escrita con la elegante letra curvilínea que había llegado a odiar tanto… por la mano que tan bien sabía que ahora yacía mortalmente fría.

—Será mejor que tengas cuidado, Gordon —dijo mi amigo Costigan—. Porque… ¿qué otra cosa podría mandarte ese siniestro diablo si no es algo para hacerte daño?

—Cuando lo vi pensé en una bomba o algo similar —respondí—, pero es un paquete demasiado fino para contener algo de ese tipo. Lo voy a abrir.

—¡Por todos los cielos! —Costigan dejó escapar una breve risotada—. ¡Te ha enviado una de sus canciones!

Ante nuestros ojos apareció un ordinario disco de fonógrafo.

¿Ordinario, dije? Debería haber dicho el más extraordinario disco del mundo. Porque, según tenía entendido, era el único que había capturado en su plana superficie la voz de oro de Giovanni Casonetto, aquel gran genio diabólico cuyo canto operístico había asombrado al mundo entero, y cuyos oscuros y misteriosos crímenes habían conmocionado a ese mismo mundo.

—La celda de los condenados a muerte que Casonetto ocupó espera ya al siguiente inquilino, y el oscuro cantante yace muerto —dijo Costigan—. ¿Qué tipo de maleficio contendrá este disco enviado al hombre que lo mandó a la horca?

Me encogí de hombros. No por mérito propio, sino por la más pura casualidad, tropecé con el monstruoso secreto de Casonetto. Involuntariamente encontré la caverna en la que practicaba abominaciones milenarias y ofrecía sacrificios humanos al demonio que adoraba. Todo cuanto vi fue testificado en el juicio, y antes de que el verdugo corriera el nudo de la soga, Casonetto juró que me tenía preparado un destino nunca antes sufrido por mortal alguno.


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4 págs. / 8 minutos / 42 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Casa de Arabu

Robert E. Howard


Cuento


A la casa de donde nadie sale,
al camino sin retorno,
a la morada donde sus habitantes son privados de la luz,
el lugar donde el polvo es su sustento, y su alimento el barro.
No tienen luz y habitan en una densa oscuridad,
y están ataviados como aves, con mantos de plumas.
Allá, donde traspasando verjas y cerrojos, el polvo se extiende.

Leyenda babilónica de Ishtar

—¿Acaso ha visto un espíritu nocturno, o está escuchando los susurros de los que habitan en la oscuridad?

Extrañas palabras para ser murmuradas en el salón de fiestas de Naram-ninub, en medio de la música de los laúdes, el chapoteo de las fuentes, y el tintineo de las risas de las mujeres. El gran salón atestiguaba las riquezas de su propietario, no sólo por sus vastas dimensiones, sino también por el esplendor de los ornamentos. La superficie vidriada de las paredes ofrecía un sorprendente abigarramiento de esmaltes de color azul, rojo y naranja, rematados con juntas de oro bruñido. El aire estaba cargado de incienso, mezclado con la fragancia de flores exóticas de los jardines del exterior. Los festejantes, nobles de Nippur con túnicas de seda, estaban tumbados sobre cojines de satén, bebiendo vino escanciado de vasijas de alabastro, y acariciando a las jóvenes juguetonas repintadas y enjoyadas que la riqueza de Naram-ninub había traído desde todos los rincones del Oriente.

Había docenas de ellas. Sus blancas extremidades campanilleaban al bailar, o brillaban como marfil entre los cojines donde se tumbaban. Una tiara con piedras preciosas enganchada sobre una mata bruñida de cabello negro como la noche, un brazalete con una gema incrustada de oro macizo, pendientes de jade tallado… tales objetos constituían su única indumentaria. Su fragancia era mareante. Provocadoras al bailar, festejando y haciendo el amor, sus risas ligeras llenaban el salón con ondas de sonido argénteo.


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30 págs. / 53 minutos / 42 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Señor de Samarcanda

Robert E. Howard


Cuento


Capítulo 1

El rugido de la batalla había expirado; el sol colgaba sobre las colinas del oeste como una bola de oro carmesí. A través del hollado campo de batalla ningún escuadrón resonaba, ningún grito de guerra reverberaba. Solo los alaridos de los heridos y los quejidos de los moribundos se alzaban hasta los círculos de buitres cuyas negras alas se acercaban más y más hasta que rozaban sus pálidas cabezas en su vuelo.

En su enorme semental, sobre la ladera de una colina repleta de matorrales, Ak Boga el tártaro oteaba atentamente, como ya lo había hecho desde abajo, cuando las huestes acorazadas de los francos, con su bosque de lanzas y pendones flameantes, había avanzado sobre la planicie de Nicópolis para enfrentarse con las siniestras hordas de Bayazid.

Ak Boga, observando la formación de batalla, había chascado sus dientes con sorpresa cuando vio que los relucientes escuadrones de caballeros montados se estiraron en un frente compacto como si fueran la infantería. Estaba la flor y nata de Europa: caballeros de Austria, Alemania, Francia e Italia; pero Ak Boga había sacudido su cabeza con desaprobación.

Había visto a los caballeros cargar con un atronador rugido que agitó incluso los cielos, les había visto embestir a la avanzada de Bayazid como una ráfaga fulminante y barrer la larga pendiente bajo el fuego de los arqueros turcos de la cima. Les había visto cosechar a los arqueros como maíz maduro, y lanzar todo su poder contra los spahis que se les acerca ban, la caballería ligera turca. Y había visto a los spahis doblarse, romperse y esparcirse como espuma en una tormenta; los jinetes provistos de armaduras ligeras arrojaron a un lado sus lanzas y espolearon fuera de la refriega como perros locos. Pero Ak Boga había mirado atrás, donde, algo más lejos, los robustos piqueros húngaros se apostaban, buscando mantener cierta distancia de la avanzada de los caballeros.


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47 págs. / 1 hora, 22 minutos / 42 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Espadas por Francia

Robert E. Howard


Cuento


1. Donde tengo un asunto con dos hombres enmascarados

—¿Qué haces con una espada, chico? ¡Ah, por San Denis, es una mujer! ¡Una mujer con espada y casco!

El alto rufián, de negras patillas, se detuvo, con la mano en la empuñadura de la espada, y me miró con la boca abierta, estupefacto.

Sostuve su mirada sin inconveniente. Una mujer, sí, y en un lugar apartado, un claro en un bosque poblado por las sombras, lejos de cualquier reducto humano. Pero yo no llevaba la cota de malla, las calzas y las botas españolas para realzar mi silueta…, y el casco que me envolvía los rojos cabellos y la espada que colgaba junto a mi cintura no eran, ni mucho menos, simples adornos.

Estudié al rufián que el azar me había hecho encontrar en el corazón del bosque. Era bastante alto, con la cara marcada por las cicatrices, con mal aspecto; su casco estaba guarnecido con oro y bajo su capa brillaba una armadura y unas espalderas. La capa era una prenda notable, de terciopelo de Chipre, hábilmente bordada con hilo de oro. Aparentemente, su propietario había dormido bajo un árbol majestuoso, muy cerca de nosotros. Un caballo esperaba a su lado, atado a una rama, con una rica silla de cuero rojo e incrustaciones doradas. Al ver al hombre, suspiré, pues había caminado desde el alba y mis pies, con las pesadas botas que calzaba, me hacían sufrir cruelmente.

—¡Una mujer! —repitió el rufián lleno de sorpresa—. ¡Y vestida como un hombre! Quítate esa capa desgarrada, muchacha, ¡tengo una que va mejor a tus formas! ¡Por Dios, eres una fregona alta y delgada, y muy bella! ¡Vamos, quítate la capa!

—¡Basta, perro! —le amonesté con rudeza—. No soy una dulce prostituta destinada a distraerte.

—Entonces, ¿quién eres?

—Agnès de La Fère —le contesté—. Si no fueras extranjero, me conocerías.

Sacudió la cabeza.


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29 págs. / 50 minutos / 41 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Luna del Zambebwei

Robert E. Howard


Cuento


1. El horror entre los pinos

El silencio en los pinares se extendía como una capa de melancolía sobre el alma de Bristol McGrath. Las negras sombras parecían estáticas, inmóviles, como el peso de las supersticiones que flotaban en esta remota y despoblada zona rural. La mente de McGrath era un torbellino de vagos terrores ancestrales; había nacido en los pinares, y en dieciséis años vagando por el mundo no había logrado librarse de sus sombras. Los aterradores cuentos que le estremecían de niño volvían a susurrarle en la conciencia; cuentos de oscuras figuras que acechaban en los claros a medianoche…

McGrath maldijo estos recuerdos infantiles y aceleró el paso. El sendero en penumbra serpenteaba tortuosamente entre densas paredes de árboles gigantescos. No era de extrañar que no hubiera podido contratar ningún transporte en el lejano pueblo del río para que lo trajera a la hacienda de Ballville. La carretera era intransitable para cualquier vehículo, surcada por raíces y vegetación crecida. A unos metros delante de él se veía una curva pronunciada.

McGrath paró en seco, totalmente petrificado. El silencio finalmente se había roto, tan desgarradoramente que un gélido cosquilleo le recorrió el dorso de las manos. Y es que el sonido era el gemido inequívoco de un ser humano agonizando. Durante unos segundos McGrath permaneció quieto, y después se deslizó hasta el comienzo de la curva con el mismo paso sigiloso de una pantera al acecho.

Un revólver de cañón corto había aparecido como por arte de magia en su mano derecha. La izquierda se tensó involuntariamente en el bolsillo, arrugando el trozo de papel que sostenía, y que era el responsable de su presencia en aquel lúgubre bosque. Ese papel era una desesperada y misteriosa llamada de auxilio; estaba firmado por el peor enemigo de McGrath, y contenía el nombre de una mujer muerta hacía mucho tiempo.


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39 págs. / 1 hora, 9 minutos / 41 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El León de Tiberias

Robert E. Howard


Cuento


I

La batalla en los prados del Éufrates había terminado, pero no la carnicería. Tanto en ese campo sangriento, donde el Califa de Bagdad y sus aliados turcos habían roto la poderosa avalancha de Doubeys ibn Sadaka de Hilla, como en el desierto circundante, los cuerpos forrados de acero yacían como si una tormenta les hubiese arrastrado y amontonado. El gran canal, al que llamaban Nilo, que conectaba el Éufrates con el distante Tigris, se encontraba bloqueado por los cuerpos de los hombres de las diversas tribus, y los supervivientes jadeaban en su huida hacia los blancos muros de Hilla que brillaban en la distancia, más allá de las plácidas aguas del cercano río. Tras ellos, halcones acorazados, los selyúcidas, rajaban a los fugitivos desde sus sillas de montar. El resplandeciente sueño del emir árabe había acabado en una tormenta de sangre y acero, y sus espuelas salpicaban sangre mientras cabalgaba hacia el distante rio.

Aún en ese momento, en un punto del sucio campo, la lucha se recrudecía y se arremolinaba donde el hijo favorito del emir, Achmet, un esbelto muchacho de diecisiete o dieciocho años, permanecía en pie junto a un aliado. Los jinetes cubiertos de cotas de malla se acercaban, golpeaban y retrocedían, rugiendo en su desconcertada furia ante el azote de la gran espada en las manos de ese hombre. La suya era una figura extraña e incongruente: su roja melena contrastaba con los negros mechones de cuantos le rodeaban, no menos de lo que su polvorienta cota lo hacia con los emplumados tocados y las plateadas corazas de los atacantes. Era alto y poderoso, con una dureza lobuna en sus miembros y figura que su malla no podía ocultar. Su oscuro semblante repleto de cicatrices era sombrío, sus ojos azules, fríos y duros como el azul acero forjado por los gnomos de las Rhinelanu para los héroes de los bosques del norte.


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37 págs. / 1 hora, 5 minutos / 41 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Amante de la Muerte

Robert E. Howard


Cuento


Ante mí, en la sombría calleja, un chasquido metálico retumbó y un hombre lanzó un grito como los que lanzan sólo los hombres mortalmente heridos. Surgiendo de una esquina de la sinuosa callejuela, tres formas envueltas en capas llegaron corriendo desesperadamente, como corren los seres dominados por el pánico y el terror. Me pegué contra la pared para dejarles pasar. Dos de ellos me rozaron sin verme, jadeando y lanzando secas exclamaciones; el tercero, corriendo con la cabeza baja, me golpeó de lleno.

Gritó como un alma condenada; evidentemente, se creía atacado y me agarró salvajemente e intentó morderme, como un perro rabioso. Con una imprecación, me arranqué de su abrazo y le arrojé violentamente contra la pared. Pero mi propio impulso me arrastró y mi pie resbaló en un charco entre los adoquines del piso. Perdí el equilibrio y caí de rodillas.

Huyó gritando hacia la entrada de la calleja. Cuando me levantaba, una silueta alta surgió por encima de mí, como un fantasma saliendo de las espesas sombras. La luz de una antorcha lejana lanzó un reflejo oscuro sobre el capacete y la espada que blandía sobre mi cabeza. Apenas tuve tiempo para detener el golpe; las chispas volaron cuando chocaron nuestras hojas. Contraataqué, lanzando una estocada tan violenta que la punta de mi espada se hundió en su boca, entre los dientes, atravesando su nuca y chocando contra el borde de su casco de acero.


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23 págs. / 40 minutos / 40 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2018 por Edu Robsy.

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