Textos más cortos de Robert E. Howard | pág. 7

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autor: Robert E. Howard


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La Marca del Cabo

Robert E. Howard


Cuento


Y un segundo más tarde este enorme lunático me estaba sacudiendo como si fuera un perro sacudiendo a una rata. «¿Dónde está Meve MacDonnal?», chillaba. Por todos los santos, es espeluznante oír a un loco en un lugar solitario y a medianoche pronunciar el nombre de una mujer muerta hace trescientos años.

(La Fábula del Estibador)
 

—Esta es la marca de piedras que buscas —dije, pasando la mano con cautela sobre una de las ásperas rocas que formaban el montículo de extraña simetría.

Un ávido interés hervía en los oscuros ojos de Ortali. Paseó la mirada por el paisaje hasta posarla de nuevo en la enorme construcción de grandes pedruscos erosionados por el clima.

—¡Qué lugar más extraño y desolado! —dijo—. ¿Quién hubiera pensado encontrar semejante sitio en este emplazamiento? A excepción del humo que se eleva allí, ¿quién podría ni tan siquiera soñar que tras el cabo hay una gran ciudad? Desde aquí no se divisa ni una mísera cabaña de pescadores.

—Las gentes evitan la marca —respondí—, tal y como llevan haciéndolo desde hace siglos.

—¿Por qué?

—Ya me preguntaste lo mismo antes —repliqué impaciente—. Sólo puedo decirte que ahora evitan por costumbre lo que sus antepasados evitaron por conocimiento.

—¡Conocimiento! —rió con sorna—. ¡Supersticiones, más bien!

Lo miré seriamente sin disimular mi desprecio. Difícilmente se podrían encontrar dos hombres tan distintos entre sí. Él era delgado, sobrio, de indudable origen latino, con ojos oscuros y aire sofisticado. Yo soy corpulento, torpe y con pinta de oso, con fríos ojos azules y enmarañado pelo rojo. Eramos compatriotas simplemente por el hecho de haber nacido en la misma tierra; pero las patrias de nuestros antepasados estaban tan alejadas como el norte del sur.


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26 págs. / 47 minutos / 44 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Ídolo de Bronce

Robert E. Howard


Cuento


Aquella fantástica y espeluznante aventura comenzó de forma repentina. Me encontraba sentado en mi alcoba, escribiendo tranquilamente, cuando la puerta se abrió de sopetón y mi criado árabe, Alí, irrumpió en la estancia, sin aliento, y con la mirada desorbitada. Pegado a sus talones entró un hombre al que creía muerto desde hacía mucho tiempo.

—¡Girtmann! —me puse en pie, asombrado—. En el nombre del cielo, ¿qué…?

Tras hacerme callar con un gesto, se giró hacia la puerta y la cerró, echando el cerrojo con un suspiro de alivio. Durante un instante, respiró profundamente mientras yo parpadeaba y le examinaba con curiosidad. Los años no le habían cambiado… su figura, baja y fornida evidenciaba aún una dinámica fuerza física y su rostro, reciamente esculpido con una mandíbula prominente, nariz ganchuda y ojos arrogantes, reflejaba aún la testaruda determinación y la implacable seguridad del hombre. Pero ahora, sus ojos fríos aparecían sombríos y sus arrugas de tensión convertían su semblante en una máscara demacrada. Todo su aspecto denotaba tal tensión nerviosa que supe que debía de haber pasado por un trance terrible.

—¿Qué sucede? —inquirí, contagiándome en parte de su evidente nerviosismo.

—Ten cuidado con él, sahib —estalló Alí—. ¡No tengas tratos con aquellos que están malditos por el diablo, no sea que los demonios se interesen también por ti! Te digo, sahib…


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27 págs. / 47 minutos / 57 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Rey del Pueblo Olvidado

Robert E. Howard


Cuento


Jim Brill se pasó la lengua por los labios agrietados y, con los ojos inyectados en sangre, lanzó miradas feroces a su alrededor. Tras él se extendía un arenal de dunas de cimas redondeadas; por delante se alzaban los contrafuertes desolados de las montañas sin nombre que eran su destino. El sol flotaba por encima del horizonte, al oeste, con un color de oro viejo en el velo de polvo que tintaba el cielo de un amarillo azufrado e impregnaba el aire que respiraba.

Sin embargo, contemplaba con gratitud aquella nube de polvo. Porque, sin la tormenta de arena, habría conocido sin lugar a dudas la misma suerte que sus guías y sus sirvientes... la suerte que cayó sobre ellos de manera imprevisible.

El ataque tuvo lugar al alba. Surgiendo por detrás de una duna árida que disimuló su acercamiento, un enjambre de jinetes achaparrados, a lomos de caballos de pelo largo, llegó al galope e irrumpió en el campamento, aullando como demonios, disparando y lanzando tajos. En lo más duro del combate, llegó la tempestad portando nubes de un polvo cegador que cubrieron el desierto. Jim Brill aprovechó aquel hecho para huir, sabiendo que era el único miembro de la expedición que seguía con vida, a costa de muchos esfuerzos, para proseguir con su extraña búsqueda.

En aquel momento, tras aquella huida desesperada que había agotado sus fuerzas y las de su montura, no veía señal alguna de sus perseguidores, aunque el polvo, que flotaba por encima del desierto, limitaba considerablemente la extensión de lo que podía ver.

Era el único hombre blanco de la expedición. Por sus anteriores encuentros con bandidos mongoles, sabía que no le dejarían escapar si estaba en su mano impedirlo.

Los bienes de Brill consistían en un Colt 45, que colgaba de su cadera, y un bidón que contenía unas pocas gotas de agua. Su caballo, sin rechistar bajo su peso, estaba extenuado por culpa de la larga huida.


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27 págs. / 48 minutos / 43 visitas.

Publicado el 9 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Valle del Gusano

Robert E. Howard


Cuento


Os hablaré de Niord y el Gusano. Habéis oído la historia bajo muchas formas distintas antes. En ellas, el héroe se llamaba Tyr, o Perseo, o Sigfrido, o Beowulf, o San Jorge. Pero fue Niord quien se encontró con la abominable cosa demoníaca que salió arrastrándose repugnantemente del infierno, y de cuyo encuentro surgió el ciclo de relatos heroicos que ha ido girando por todas las eras hasta que la misma esencia de la verdad se ha perdido y ha pasado al limbo de las leyendas olvidadas. Sé de lo que hablo, pues yo fui Niord.

Mientras yazgo esperando la muerte, que se arrastra lentamente sobre mí como una babosa ciega, mis sueños se llenan con visiones deslumbrantes y con la pompa de la gloria. No es con la vida gris y afligida por las enfermedades de James Allison con lo que sueño, sino con todas las figuras resplandecientes de espléndida nobleza que le han precedido, y con las que le sucederán; pues he atisbado débilmente, no sólo las figuras que han dejado su rastro antes, sino también las figuras que vendrán después, como un hombre en un largo desfile atisba, en la lejanía, la hilera de figuras que le preceden doblando una remota colina, recortándose como una sombra contra el cielo. Yo soy uno de ellos y todo el despliegue de figuras, formas y máscaras que han sido, que son, y que serán las manifestaciones visibles de ese espíritu elusivo, intangible, pero vitalmente existente, está ahora desfilando ante el fugaz y temporal nombre de James Allison.


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28 págs. / 50 minutos / 71 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Espadas por Francia

Robert E. Howard


Cuento


1. Donde tengo un asunto con dos hombres enmascarados

—¿Qué haces con una espada, chico? ¡Ah, por San Denis, es una mujer! ¡Una mujer con espada y casco!

El alto rufián, de negras patillas, se detuvo, con la mano en la empuñadura de la espada, y me miró con la boca abierta, estupefacto.

Sostuve su mirada sin inconveniente. Una mujer, sí, y en un lugar apartado, un claro en un bosque poblado por las sombras, lejos de cualquier reducto humano. Pero yo no llevaba la cota de malla, las calzas y las botas españolas para realzar mi silueta…, y el casco que me envolvía los rojos cabellos y la espada que colgaba junto a mi cintura no eran, ni mucho menos, simples adornos.

Estudié al rufián que el azar me había hecho encontrar en el corazón del bosque. Era bastante alto, con la cara marcada por las cicatrices, con mal aspecto; su casco estaba guarnecido con oro y bajo su capa brillaba una armadura y unas espalderas. La capa era una prenda notable, de terciopelo de Chipre, hábilmente bordada con hilo de oro. Aparentemente, su propietario había dormido bajo un árbol majestuoso, muy cerca de nosotros. Un caballo esperaba a su lado, atado a una rama, con una rica silla de cuero rojo e incrustaciones doradas. Al ver al hombre, suspiré, pues había caminado desde el alba y mis pies, con las pesadas botas que calzaba, me hacían sufrir cruelmente.

—¡Una mujer! —repitió el rufián lleno de sorpresa—. ¡Y vestida como un hombre! Quítate esa capa desgarrada, muchacha, ¡tengo una que va mejor a tus formas! ¡Por Dios, eres una fregona alta y delgada, y muy bella! ¡Vamos, quítate la capa!

—¡Basta, perro! —le amonesté con rudeza—. No soy una dulce prostituta destinada a distraerte.

—Entonces, ¿quién eres?

—Agnès de La Fère —le contesté—. Si no fueras extranjero, me conocerías.

Sacudió la cabeza.


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29 págs. / 50 minutos / 41 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Cabeza de Lobo

Robert E. Howard


Cuento


¿Miedo? Disculpen, Messieurs, pero ustedes desconocen el significado del miedo. No, me mantengo en lo que he dicho. Ustedes son soldados, aventureros. Han conocido cargas de regimientos de dragones, o el pánico en mares azotados por el viento. Pero miedo, el verdadero miedo de puro terror reptante y que pone los pelos de punta, ése lo desconocen. Yo sí he conocido ese miedo; pero hasta el día en que las legiones oscuras asciendan desde las puertas del infierno y el mundo arda en ruinas, ningún hombre volverá a enfrentarse a un miedo similar.

Escuchen, les contaré una historia, ya que ocurrió hace muchos años y a medio camino del otro lado del mundo; y ninguno de ustedes verá jamás al hombre del que les voy a hablar, o si lo ven, no lo reconocerán.

Retrocedan entonces conmigo unos cuantos años atrás en el tiempo, hasta el día en que yo, un caballero joven y temerario, bajé de la pequeña barcaza que me había acercado a tierra firme desde el barco fondeado en el puerto mar adentro, maldije el barrizal que cubría el rústico embarcadero, y recorrí la franja de tierra firme que llevaba hasta el castillo, en respuesta a la invitación de un viejo amigo, Dom Vincente da Lusto.

Dom Vincente era un hombre extraño, de carácter fuerte y amplitud de miras, un visionario adelantado a los conocimientos de su tiempo. En sus venas, quizás, corriese la sangre de aquellos antiguos fenicios que, como nos relatan los sacerdotes, dominaron los mares y construyeron ciudades en tierras lejanas en épocas inmemoriales. Su plan para enriquecerse era extraño y, sin embargo, tuvo éxito; a pocos hombres se les hubiera ocurrido, e incluso menos lo hubieran logrado. Y es que su hacienda se encontraba en la costa occidental de ese oscuro y místico continente, ese enigma para los exploradores… África.


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29 págs. / 50 minutos / 130 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Casa de Arabu

Robert E. Howard


Cuento


A la casa de donde nadie sale,
al camino sin retorno,
a la morada donde sus habitantes son privados de la luz,
el lugar donde el polvo es su sustento, y su alimento el barro.
No tienen luz y habitan en una densa oscuridad,
y están ataviados como aves, con mantos de plumas.
Allá, donde traspasando verjas y cerrojos, el polvo se extiende.

Leyenda babilónica de Ishtar

—¿Acaso ha visto un espíritu nocturno, o está escuchando los susurros de los que habitan en la oscuridad?

Extrañas palabras para ser murmuradas en el salón de fiestas de Naram-ninub, en medio de la música de los laúdes, el chapoteo de las fuentes, y el tintineo de las risas de las mujeres. El gran salón atestiguaba las riquezas de su propietario, no sólo por sus vastas dimensiones, sino también por el esplendor de los ornamentos. La superficie vidriada de las paredes ofrecía un sorprendente abigarramiento de esmaltes de color azul, rojo y naranja, rematados con juntas de oro bruñido. El aire estaba cargado de incienso, mezclado con la fragancia de flores exóticas de los jardines del exterior. Los festejantes, nobles de Nippur con túnicas de seda, estaban tumbados sobre cojines de satén, bebiendo vino escanciado de vasijas de alabastro, y acariciando a las jóvenes juguetonas repintadas y enjoyadas que la riqueza de Naram-ninub había traído desde todos los rincones del Oriente.

Había docenas de ellas. Sus blancas extremidades campanilleaban al bailar, o brillaban como marfil entre los cojines donde se tumbaban. Una tiara con piedras preciosas enganchada sobre una mata bruñida de cabello negro como la noche, un brazalete con una gema incrustada de oro macizo, pendientes de jade tallado… tales objetos constituían su única indumentaria. Su fragancia era mareante. Provocadoras al bailar, festejando y haciendo el amor, sus risas ligeras llenaban el salón con ondas de sonido argénteo.


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30 págs. / 53 minutos / 43 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Fuego de Asurbanipal

Robert E. Howard


Cuento


Yar Ali entornó los ojos lentamente mirando al extremo del cañón azulado de su Lee-Enfield, invocó devotamente a Alá y envió una bala a través del cerebro de un veloz jinete.

—¡Allaho akbar!

El enorme afgano gritó con júbilo, agitando su arma sobre la cabeza.

—¡Dios es grande! ¡Por Alá, sahib, he enviado a otro de esos perros al Infierno!

Su acompañante echó un vistazo cautelosamente sobre el borde de la trinchera de arena que habían excavado con sus propias manos. Era un americano fibroso, de nombre Steve Clarney.

—Buen trabajo, viejo potro —dijo esta persona—. Quedan cuatro. Mira, se están retirando.

En efecto, los jinetes de túnicas blancas se alejaban, agrupándose más allá del alcance de un disparo de rifle, como si celebraran un consejo. Eran siete cuando se habían lanzado sobre los dos camaradas, pero el fuego de los rifles de la trinchera había tenido consecuencias mortíferas.

—¡Mira, sahib, abandonan la refriega!

Yar Ali se irguió valientemente y lanzó provocaciones a los jinetes que se marchaban, uno de los cuales se volvió y envió una bala que levantó la arena un metro por delante de la zanja.

—Disparan como los hijos de una perra —dijo Yar Ali con complacida autoestima—. Por Alá, ¿has visto a ese bandido caerse de la silla cuando mi plomo alcanzó su destino? Arriba, sahib, ¡vamos a perseguirlos y acabar con ellos!

Sin prestar atención a la descabellada propuesta —pues sabía que era uno de los gestos que la naturaleza afgana exige continuamente— Steve se levantó, se sacudió el polvo de los pantalones y, mirando en dirección a los jinetes, convertidos ahora en manchas blancas en el remoto desierto, dijo con tono pensativo:

—Esos tipos cabalgan como si tuvieran algún objetivo definido en mente, no como corren los hombres que huyen de la derrota.


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30 págs. / 53 minutos / 179 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Siempre Vuelven

Robert E. Howard


Cuento


Hace tres años eras el mejor de tu categoría y podías aspirar al título... ¡Ahora eres un vagabundo lleno de whisky tumbado en un bar mexicano!

La voz era dura y ronca, llena de amargo desprecio, tan cortante como un cuchillo. El hombre a quien se le dirigían tales palabras se estremeció y parpadeó unos ojos enrojecidos por el alcohol.

—¿Y a ti qué te importa? —preguntó groseramente.

—Sólo porque me repugna ver cómo se echa a perder un hombre... ¡sólo porque me da asco ver cómo un hombre que lo tiene todo para ser un campeón se pudre en un pueblo de mala muerte de la frontera!

Aquellos dos hombres y los clientes, americanos y mexicanos desde el otro lado del saloon los observaban con curiosidad, eran todo un contraste. El hombre medio recostado en la mesa manchada de cerveza era joven y, pese a sus ropas hechas jirones, su atlética apariencia resultaba evidente. Su rostro no era antipático, aunque llevase las marcas de una vida disoluta. Sus facciones eran muy finas, nariz regular de delicado caballete, lo que indicaba lo bueno de su cuna. A primera vista, su boca parecía traicionar una cierta debilidad. Pero un examen más detenido revelaba que la boca era la de un hombre dotado de sensibilidad y con un carácter inestable y caprichoso... un defecto que no le convertía en un haragán.

El hombre que le había dirigido la palabra tenía el cuerpo esbelto, seco y nervudo, de mediana edad, con labios delgados, nariz encorvada y ojos de mirada autoritaria. Su ropa era cara pero sin ser rebuscada, y su presencia parecía fuera de lugar en aquel sórdido antro.


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Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Huracán Negro

Robert E. Howard


Cuento


1. «¡Me llevo a esta mujer!»

Emmett Glanton pisó a fondo los frenos de su viejo Ford modelo T y el vehículo se detuvo chirriando a menos de un metro de la aparición que se había materializado en mitad de la noche negra e impenetrable.

—¿Qué demonios pretendes saltando de ese modo frente a mi coche? —aulló iracundo, reconociendo a la figura que posaba de forma grotesca ante el resplandor de los faros dél auto. Se trataba de Joshua, el leñador de pocas luces que trabajaba para el viejo John Bruckman; pero Joshua se hallaba en un estado en el que Glanton no le había visto jamás. Bajo la blanca luminosidad de las luces, el rostro ancho y brutal de aquel tipo parecía convulsionado; mostraba espuma en los labios, y sus ojos estaban rojos, como los de un lobo rabioso. Agitaba los brazos y graznaba de forma incoherente.

Impresionado, Glanton abrió la puerta y se apeó del vehículo. De pie, era varios centímetros más alto que Joshua, pero su figura fibrosa y ancha de hombros no resultaba impresionante si se comparaba con la masa encorvada y simiesca del tarado.

Había algo amenazante en la actitud de Joshua. La expresión vacua y apática que solía lucir por lo general, había desaparecido por completo. Enseñaba los dientes y gruñía como una bestia salvaje, y se dirigió hacia Glanton.

—¡No te acerques a mí, condenado! —avisó Glanton—. Además, ¿qué demonios te pasa?

—¡Te diriges allí! —boqueó el tarado, gesticulando vagamente en dirección sur—. El viejo John te llamó por teléfono. ¡Le oí!

—Sí. Me llamó —repuso Glanton—. Me pidió que viniera lo más rápido que me fuera posible. No me dijo por qué. ¿Y qué? ¿Quieres que te lleve allí de vuelta?


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31 págs. / 55 minutos / 30 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

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