Textos por orden alfabético de Robert E. Howard no disponibles | pág. 7

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La Casa de Arabu

Robert E. Howard


Cuento


A la casa de donde nadie sale,
al camino sin retorno,
a la morada donde sus habitantes son privados de la luz,
el lugar donde el polvo es su sustento, y su alimento el barro.
No tienen luz y habitan en una densa oscuridad,
y están ataviados como aves, con mantos de plumas.
Allá, donde traspasando verjas y cerrojos, el polvo se extiende.

Leyenda babilónica de Ishtar

—¿Acaso ha visto un espíritu nocturno, o está escuchando los susurros de los que habitan en la oscuridad?

Extrañas palabras para ser murmuradas en el salón de fiestas de Naram-ninub, en medio de la música de los laúdes, el chapoteo de las fuentes, y el tintineo de las risas de las mujeres. El gran salón atestiguaba las riquezas de su propietario, no sólo por sus vastas dimensiones, sino también por el esplendor de los ornamentos. La superficie vidriada de las paredes ofrecía un sorprendente abigarramiento de esmaltes de color azul, rojo y naranja, rematados con juntas de oro bruñido. El aire estaba cargado de incienso, mezclado con la fragancia de flores exóticas de los jardines del exterior. Los festejantes, nobles de Nippur con túnicas de seda, estaban tumbados sobre cojines de satén, bebiendo vino escanciado de vasijas de alabastro, y acariciando a las jóvenes juguetonas repintadas y enjoyadas que la riqueza de Naram-ninub había traído desde todos los rincones del Oriente.

Había docenas de ellas. Sus blancas extremidades campanilleaban al bailar, o brillaban como marfil entre los cojines donde se tumbaban. Una tiara con piedras preciosas enganchada sobre una mata bruñida de cabello negro como la noche, un brazalete con una gema incrustada de oro macizo, pendientes de jade tallado… tales objetos constituían su única indumentaria. Su fragancia era mareante. Provocadoras al bailar, festejando y haciendo el amor, sus risas ligeras llenaban el salón con ondas de sonido argénteo.


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30 págs. / 53 minutos / 43 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Casa en el Robledal

Robert E. Howard


Cuento


—Por ese motivo, —dijo mi amigo James Conrad, mientras su pálido rostro brillaba de emoción—, continúo estudiando el extraño caso de Justin Geoffrey… intentando encontrar, ya sea en su propia vida, o en su árbol genealógico, el motivo de sus diferencias con el tipo de persona que hubiera debido ser, dada su familia. Intento averiguar qué fue lo que hizo que Justin fuera el hombre que fue.

—¿Has tenido éxito hasta ahora? —pregunté—. Veo que no te has limitado a estudiar su historia y su árbol genealógico, sino que tu reciente experiencia en Hungría te ha hecho considerarle de otro modo. No me cabe duda de que, con tu profundo conocimiento de la biología y la psicología, podrás explicar el comportamiento de ese extraño poeta, Geoffrey.

Conrad negó con la cabeza, y una extraña mirada brilló en sus ojos acuosos.

—Admito que no soy capaz de comprenderlo. Desde el punto de vista de un hombre normal, no debería haber ningún misterio… Justin Geoffrey era simplemente un tipo raro… un sujeto a mitad de camino entre un genio y un maníaco. El hombre normal diría que «sencillamente, él era así», del mismo modo en que no intentaría explicar cómo algunos árboles crecen adoptando una forma retorcida. Pero una mente retorcida no deja de tener más motivos para crecer de ese modo de los que pueda tener un simple árbol. Siempre existe un motivo… Y, salvo por su experiencia en Hungría, experiencia que he compartido, y que resulta de poca utilidad, dado que la vivió en una época tardía de su vida, no he encontrado en su biografía ningún otro hecho esclarecedor.


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23 págs. / 41 minutos / 49 visitas.

Publicado el 4 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

La Cosa con Pezuñas

Robert E. Howard


Cuento


Marjory lloraba la pérdida de Bozo, su rechoncho gato maltés, que no había regresado tras su habitual ronda nocturna. Se había desatado recientemente una peculiar epidemia de desapariciones de gatos en el vecindario, y Marjory estaba desconsolada. Nunca pude soportar ver a Marjory llorar, así que salí en busca de la mascota extraviada, aunque con pocas esperanzas de encontrarla. Con demasiada frecuencia algún humano pervertido sacia sus instintos sádicos envenenando animales apreciados por otros humanos, y estaba seguro de que Bozo y la veintena o más que habían desaparecido durante los últimos meses habían sido víctimas de un lunático de ese tipo.

Saliendo del jardín de la casa de los Ash, crucé varias parcelas libres cubiertas de hierba crecida y maleza y llegué a la última casa del otro lado de la calle, un edificio ruinoso construido sobre un terreno irregular y que había sido ocupado recientemente, aunque sin restaurarlo, por un tal Stark, un oriental solitario y retraído. Mirando la vieja casa destartalada alzándose entre grandes robles y retirada unos cien metros aproximadamente de la calle, se me ocurrió que el señor Stark podría quizás arrojar algo de luz a este misterio.

Entré por la desvencijada verja de hierro oxidado y recorrí el agrietado camino, apreciando el abandono general del lugar. Poco se sabía sobre su propietario y, aunque habíamos sido vecinos durante más de seis meses, no había tenido oportunidad de verlo de cerca. Se rumoreaba que vivía solo, incluso sin servidumbre, a pesar de estar lisiado. Un estudioso excéntrico de naturaleza taciturna y con suficiente dinero como para satisfacer sus caprichos, ésa era la opinión general.


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26 págs. / 45 minutos / 90 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Cosa del Tejado

Robert E. Howard


Cuento


Avanzan pesadamente a través de la noche
Con su paso elefantino;
Tiemblo atemorizado
Y me acurruco en la cama.
Elevan alas colosales
Sobre los tejados a dos aguas
Que retumban bajo las pisadas
De sus pezuñas mastodónticas.

Justin Geoffrey: Lo que procede del País Antiguo
 

Empezaré diciendo que me sorprendió la llamada de Tussmann. Nunca habíamos sido amigos íntimos; sus instintos mercenarios me repelían; y desde nuestra amarga polémica de tres años antes, cuando intentó desacreditar mi Pruebas de la cultura Nahua en el Yucatán, que había sido el resultado de años de cuidadosa investigación, nuestras relaciones habían sido cualquier cosa menos cordiales. Sin embargo, le recibí y sus modales me parecieron apremiantes y bruscos, pero más bien distraídos, como si su disgusto hacia mí hubiera sido dejado de lado por alguna pasión obsesiva que se hubiera adueñado de él.

Pronto expuso la razón que le había traído ante mí. Deseaba que le prestara ayuda para obtener un ejemplar de la primera edición de los Cultos Sin Nombre de Von Junzt, la edición conocida como el Libro Negro, no por su color, sino por sus oscuros contenidos. Igual me podría haber pedido la traducción griega original del Necronomicon. Aunque desde mi regreso del Yucatán había dedicado prácticamente todo mi tiempo a mi vocación de coleccionismo de libros, no había tropezado con nada que indicase que el volumen de la edición de Dusseldorf siguiera estando disponible.


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11 págs. / 20 minutos / 96 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Dentellada del Oso Negro

Robert E. Howard


Cuento


La noche caía sobre el río como una sombría amenaza, preñada de condenación. Me agazapé tras los arbustos y me estremecí en silencio. En algún lugar, en el interior de la gran casa oscura que había frente a mí, un gong sonó débilmente… una vez. Aquel gong había sonado hasta ocho veces desde me ocultara allí, al caer la noche. Había ido contando las notas, de un modo mecánico. Observé sombrío la gran masa oscura de la mansión. Se trataba de la Casa del misterio… la morada del misterioso Yotai Yun, el príncipe mercader chino… y qué siniestros negocios se cocían entre aquellos muros, era algo que ningún hombre blanco sabía. Bill Lannon se lo había preguntado —antaño había pertenecido al Servicio Secreto Británico, y, al resultarle fácil volver a sus antiguos hábitos, había realizado investigaciones por su cuenta—. Me había hablado vagamente acerca de los turbios sucesos que tenían lugar tras las paredes de la casa de Yotai Yun… nos había confiado sus descubrimientos a Eric Brand y a mí, hablándonos de misteriosos movimientos, planes insidiosos, y de un terrible Monje Encapuchado perteneciente a algún oscuro culto, que prometía un imperio amarillo…

Eric Brand, un aventurero delgado y de ojos vivarachos, se había reído de Lannon, pero yo no. Sabía que mi amigo era como un sabueso que se hallara tras la pista de algo siniestro y misterioso. Una noche, mientras los tres nos sentábamos en el salón del European Club, trasegando unos whiskys con soda, nos anunció que pretendía deslizarse, esa misma noche, en el interior de la casa de Yotai Yun, para descubrir de una vez por todas qué se cocía allí dentro. Encontraron su cadáver a la mañana siguiente, flotando en las aguas sucias y amarillentas del río Yangtze… con una daga delgada clavada hasta el fondo entre sus omóplatos.


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18 págs. / 32 minutos / 50 visitas.

Publicado el 4 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

La Espadachina

Robert E. Howard


Cuento


1. Res adventura

—¡Agnès! Pelirroja del Infierno, ¿dónde estás?

Era mi padre, llamándome de la forma habitual. Eché hacia atrás los cabellos empapados en sudor que me caían sobre los ojos y volví a apoyarme las gavillas en el hombro. En mi vida había pocos momentos de descanso.

Mi padre apartó los arbustos y avanzó por el claro…

Era un hombre alto, de rostro demacrado, moreno por los soles de muchas campiñas, marcado por cicatrices recibidas al servicio de reyes codiciosos y duques ladrones. Me miró irritado y debo reconocer que no le habría reconocido si hubiera tenido otra expresión.

—¿Qué hacías? —rugió.

—Me enviaste a recoger madera al bosque —respondí amorosamente.

—¿Te dije que te ausentaras todo el día? —rugió, al tiempo que intentaba darme un golpe en la cabeza, cosa que evité sin esfuerzo gracias a la larga práctica—. ¿Has olvidado que es el día de tu boda?

Al oír aquellas palabras, mis dedos quedaron sin fuerza y soltaron la cuerda; las ramas cayeron y se esparcieron al golpear contra el suelo. El color dorado desapareció del sol y la alegría se alejó de los trinos de los pájaros.

—Lo había olvidado —murmuré, con los labios súbitamente secos.

—Bien, recoge las ramas y sígueme —rezongó mi padre—. El sol ya se pone por el oeste. Hija ingrata… desvergonzada… ¡que obligas a tu padre a seguirte por todo el bosque para llevarte junto a tu marido!

—¡Mi marido! —murmuré—. ¡François! ¡Por las pezuñas del diablo!

—¿Y juras, maldita? —siseó mi padre—. ¿Debo darte una nueva lección? ¿Te burlas del hombre que he elegido para ti? François es el muchacho más apuesto que puedes encontrar en toda Normandía.


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49 págs. / 1 hora, 27 minutos / 66 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Hija de Erlik Kahn

Robert E. Howard


Novela corta


I

El inglés alto, Pembroke, trazaba signos en el suelo con su cuchillo de caza mientras hablaba con una voz entrecortada que indicaba una contenida agitación:

—No hay ninguna duda, Ormond; ese pico al oeste es el que buscamos. Mira, he dibujado un mapa en el suelo. Esta cruz de aquí representa nuestro campamento, y esta otra el pico. Hemos avanzando lo suficiente hacia el norte. Aquí, debimos desviarnos hacia el oeste…

—¡Silencio! —murmuró Ormond—. Borra el mapa. Aquí está Gordon. Pembroke hizo desaparecer las líneas trazadas en la tierra con un rápido movimiento de la palma de su mano. Se incorporó y arrastró como sin darse cuenta el pie para borrar las últimas líneas que quedaban en el suelo. Él y Ormond reían e intercambiaban naderías cuando se les unió el tercer hombre de la expedición.

* * *

Gordon era más bajo que sus compañeros, pero su físico soportaba fácilmente la comparación con el del rechoncho y macizo Ormond, o el de Pembroke, más fino y estilizado. Era uno de esos raros individuos que son a la vez delgados y poderosos. Su fuerza no daba la impresión de estar retenida y constreñida por su cuerpo, como suele pasar con los hombres fuertes. Se desplazaba con una fácil ligereza que indicaba su fuerza de un modo más sútil que lo que conseguiría con un cuerpo macizo y musculoso.

Iba vestido prácticamente como los dos ingleses, a excepción de un tocado árabe; sin embargo, estaba en perfecta armonía con el decorado que le rodeada, lo que no era su caso. Era un americano, pero parecía formar parte de aquellos altiplanos de relieve accidentado donde los feroces nómadas hacen pastar a sus rebaños de corderos en las laderas del Hindukush. Había seguridad en su mirada tranquila, economía en sus movimientos, cosas que indicaban un cierto parentesco con aquellas desérticas extensiones.


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85 págs. / 2 horas, 30 minutos / 45 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

La Isla de la Condenación de los Piratas

Robert E. Howard


Cuento


El primer día

El navío largo y bajo que se acercaba hacia la costa tenía un aspecto siniestro. Manteniéndome cuidadosamente a cubierto, me alegró no haber llamado a aquellos hombres. La prudencia me había inducido a ocultarme y a observar a sus tripulantes antes de revelar mi presencia. Empecé a dar gracias a mi ángel de la guarda. Vivimos en tiempos inciertos y hay muchos navíos que acechan en el mar de los Caribes.

Sin embargo, la escena era tranquila y bastante agradable de contemplar. Yo estaba agazapado entre unos arbustos verdes y aromáticos, en la cresta de una duna que descendía suavemente hacia la inmensa playa. Grandes árboles se alzaban a mi alrededor; llegaban de una parte a otra del horizonte. Por debajo, en la orilla, olas verdes se estrellaban con delicadeza en la blanca arena. Por encima de mi cabeza el cielo era azul, tan tranquilo como un sueño. Pero, como una víbora que se desliza por un apacible jardín, estaba aquella nave negra y poco atractiva, anclada a corta distancia de la orilla.

El navío tenía un aspecto descuidado y sucio, y sus aparejos necesitaban atención; aquello no decía mucho en favor de una tripulación honesta o de un capitán atento y concienzudo. Rudas voces atravesaron la extensión de agua que separaba el navío de la playa. En un momento, vi a un gordo patán que se acercaba a la borda con paso torpe, llevándose algo a los labios y arrojándolo luego al mar.

Al mismo tiempo, los tripulantes estaban arriando una chalupa llena de hombres. Cuando empezaron a remar y a alejarse del navío sus gritos roncos y las respuestas de los que se habían quedado a bordo llegaron hasta mí, aunque las palabras sonaban vagas e incomprensibles.


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42 págs. / 1 hora, 14 minutos / 47 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Luna del Zambebwei

Robert E. Howard


Cuento


1. El horror entre los pinos

El silencio en los pinares se extendía como una capa de melancolía sobre el alma de Bristol McGrath. Las negras sombras parecían estáticas, inmóviles, como el peso de las supersticiones que flotaban en esta remota y despoblada zona rural. La mente de McGrath era un torbellino de vagos terrores ancestrales; había nacido en los pinares, y en dieciséis años vagando por el mundo no había logrado librarse de sus sombras. Los aterradores cuentos que le estremecían de niño volvían a susurrarle en la conciencia; cuentos de oscuras figuras que acechaban en los claros a medianoche…

McGrath maldijo estos recuerdos infantiles y aceleró el paso. El sendero en penumbra serpenteaba tortuosamente entre densas paredes de árboles gigantescos. No era de extrañar que no hubiera podido contratar ningún transporte en el lejano pueblo del río para que lo trajera a la hacienda de Ballville. La carretera era intransitable para cualquier vehículo, surcada por raíces y vegetación crecida. A unos metros delante de él se veía una curva pronunciada.

McGrath paró en seco, totalmente petrificado. El silencio finalmente se había roto, tan desgarradoramente que un gélido cosquilleo le recorrió el dorso de las manos. Y es que el sonido era el gemido inequívoco de un ser humano agonizando. Durante unos segundos McGrath permaneció quieto, y después se deslizó hasta el comienzo de la curva con el mismo paso sigiloso de una pantera al acecho.

Un revólver de cañón corto había aparecido como por arte de magia en su mano derecha. La izquierda se tensó involuntariamente en el bolsillo, arrugando el trozo de papel que sostenía, y que era el responsable de su presencia en aquel lúgubre bosque. Ese papel era una desesperada y misteriosa llamada de auxilio; estaba firmado por el peor enemigo de McGrath, y contenía el nombre de una mujer muerta hacía mucho tiempo.


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39 págs. / 1 hora, 9 minutos / 41 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Luna Negra

Robert E. Howard


Cuento


I

—Y tal es la leyenda del Espíritu del Zorro Blanco, mi honorable amigo —entonó el viejo Wang Yun mientras cruzaba sus esqueléticas manos bajo su túnica de seda bordada—, y así la contaban los Hijos de Han. Ahora, debo dar de comer a mi viejo compañero.

Steve Harrison, corpulento y sombrío, incongruente ante las porcelanas y la delicada fragilidad de los jades de oriente apilados en la pequeña tienda, apoyó la recia mandíbula en su puño, que asemejaba un martillo. Observó a su anfitrión con una fascinación personal, mientras que el viejo Chino se dirigía arrastrando los pies hacia una jaula de bambú. La embarrotada caja se encontraba sobre el seno de un enorme Buda verde, apoyado contra la pared, en medio de innumerables jarrones Ming y de alfombras del Turkestán oriental. Wang Yun entrecerró sus ojos rasgados y entonó un extraño canturreo, mientras sacaba una botella de leche y un pequeño platillo de jade de algún nicho indeterminado. Involuntariamente, Harrison se estremeció.

—He contemplado los animales de compañía más bizarros que uno pueda imaginar en algunos rincones de River Street —declaró el detective—. Chow-chows, gatos persas, gallos de pelea, pavos reales blancos y bebés cocodrilos… ¡pero que me cuelguen si alguna vez vi a un hombre cuya mascota fuera una cobra real!

—Pan Chau es muy viejo y muy sabio —sonrió Wang Yun—. Recibió el nombre de un gran guerrero que habría destruido el imperio romano, de haber llegado a vivir un año más. Hice que le extrajeran los colmillos a mi viejo amigo, para evitar que pueda hacerme daño alguno, dada su ceguera y su avanzada edad.

—Es usted un hombre muy extraño, Wang Yun —gruñó Harrison.


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17 págs. / 31 minutos / 62 visitas.

Publicado el 17 de julio de 2018 por Edu Robsy.

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