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Traición

Robert E. Howard


Cuento


Ace Jessel, un gigante de ébano y campeón del mundo de los pesos pesados, sintió el deseo de volver a ver su villa natal tras años de ausencia, y su mánager, John Taverel, aunque con cierta aprensión, organizo algo así como una gira triunfal para su boxeador.

Así fue como Ace volvió a la pequeña ciudad de la costa, situada muy por debajo de la línea Mason-Dixie donde, en su juventud, trabajó en los campos de algodón y, más tarde, en los muelles antes de empezar a ascender por la escalera de la gloria. Los indolentes pantanos con sus frescas orillas cubiertas de vegetación y sombreadas por los árboles, las marismas oscuras y misteriosas, las vastas extensiones de arenales desolados, con la arena incrustada de sal... aquel paisaje cautivaba el alma primitiva de Ace Jessel y le acogieron como en otros tiempos, intactos pese al paso de los años. Pero la gente sí había cambiado.

Nadie es profeta en su tierra, dice el refrán. Los habitantes de la ciudad natal de Ace Jessel, a causa de su orgullo sureño, ardiente y feroz, y de su conciencia de clase, miraron a Ace como si fuera un recién llegado, un negro que no había sabido permanecer en su sitio. Se resentían por sus victorias sobre boxeadores de raza blanca y tenían la impresión de que aquel hecho repercutiría sobre ellos de alguna manera.

Aquello hirió a Ace, le hirió cruelmente. Encontrarse con una bienvenida reservada y fría, o incluso con franca hostilidad, cuando él esperaba manifestaciones de amistad y comprensión, le afectó y mucho más la actitud condescendiente y afectada que adoptaron los que más temían la opinión pública por mucho que ansiaran intimar con el boxeador más prestigioso del mundo entero. Y Ace descubrió que había perdido cualquier contacto con sus antiguos amigos negros.


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21 págs. / 37 minutos / 40 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Aparición Sobre el Cuadrilátero

Robert E. Howard


Cuento


Los lectores de esta revista se acordarán sin duda de Ace Jessel, el gran boxeador negro del que fui mánager hace algunos años. Era un gigante de ébano de un metro noventa y dos centímetros de altura y ciento quince kilos de peso. Se movía con la cómoda ligereza de un gigantesco leopardo y sus músculos de acero ondulaban bajo su brillante piel. Sorprendentemente rápido para un boxeador de su tamaño, tenía una pegada terrible y cada uno de sus enormes puños contenía la potencia de un martillo pilón.

En aquella época yo estaba convencido de que era tan bueno como cualquier otro hombre que pudiera subir a un cuadrilátero... salvo por un defecto capital. Carecía de instinto asesino. Tenía un enorme coraje, como demostró en numerosas ocasiones... pero se contentaba con boxear, las más de las veces, batiendo a sus enemigos por los puntos y lanzando los golpes exactos para no perder el combate.

De vez en cuando, los espectadores le insultaban, pero sus sarcasmos no hacían más que ampliar su jovial sonrisa. Sin embargo, sus combates seguían atrayendo a un público enorme porque, las raras veces que se encontraba en dificultades y se veía obligado a atacar, o cuando se enfrentaba a un peligroso adversario al que tenía forzosamente que dejar K. O. para conseguir la victoria, los espectadores asistían a un verdadero combate que les entusiasmaba de principio a fin. Incluso en aquellas ocasiones, su costumbre era apartarse de su adversario tambaleándose, dejando que el boxeador atontado por los golpes tuviera tiempo para recuperarse y volver al ataque... mientras la multitud aullaba enfurecida y yo me tiraba de los pelos.


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17 págs. / 29 minutos / 59 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Puños del Desierto

Robert E. Howard


Cuento


1. La Estación de Yucca

Una pequeña estación, con la pintura herrumbrosa y agrietada por el sol ardiente —al otro lado de la vía férrea, algunas cabañas de adobe y unas cuantas casas de madera—, así era la Estación de Yucca, expuesta al calor en medio del desierto que se extendía de un extremo al otro del horizonte.

Al Lyman recorría el apeadero a la sombra poco abundante y sofocante de la pequeña estación, con sus botas barnizadas crujiendo sobre la gravilla. El tal Lyman era un hombre bajo, de hombros estrechos y caídos; la vestimenta mugrienta, barata, el producto típico de los barrios bajos de una gran ciudad. La nariz ganchuda, como el pico de un depredador, con los ojos penetrantes, apestando a mercachifle a una legua de distancia.

Su sustento andaba a su lado... Spike Sullivan, conocido por los habituales de la Sala Atlética de la calle Barbary. Gigantesco, con los hombros como los de un buey, manos gruesas y caídas a lo largo del cuerpo, medio abiertas, como las de un simio, cubiertas de pelos hirsutos y negros. Un rostro ceñudo, mandíbula prominente, ojos negros y de mirada estúpida. Al igual que Lyman, desentonaba en aquel decorado, y su verdadero nombre no sonaba muy parecido a Sullivan.

Miraba a su alrededor mientras seguía lentamente a Lyman... los dos hombres se movían porque, en aquel horno, era más soportable hacerlo que permanecer inmóviles. Sullivan frunció el ceño hacia la minúscula ciudad que se extendía al otro lado de las vías férreas, hacia el hombre apenas visible que estaba en la sala de espera, hacia el chucho tumbado debajo de un banco junto al muro de la estación.

El perro despreció la mirada del hombre. Se estiró y salió de debajo del banco, agitando la cola. Sullivan le apartó con un irritado juramento. Su gruñido rabioso retumbó en el silencio; el hombre de la sala de espera se acercó a la puerta y miró con frialdad a los extranjeros.


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35 págs. / 1 hora, 1 minuto / 31 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Miedo a la Multitud

Robert E. Howard


Cuento


Hablé por primera vez con Slade Costigan en el vestuario, a donde yo había ido tras su victoria por K. O. sobre Batallador Monaghan en el segundo asalto. Aquel muchacho era una muestra de humanidad bastante impresionante, de más de un metro ochenta de altura, cintura delgada, piernas largas y nerviosas, hombros especialmente anchos y unos brazos robustos. La piel bronceada, ojos estrechos de un color gris frío, y una espesa melena de cabellos negros que le caían sobre una frente ancha, le hacían tener el rostro de un combatiente —ancho en los pómulos, con los labios delgados y una mandíbula sólida. Por el momento, aquel rostro se encontraba en un lamentable estado, con un ojo medio cerrado, los labios destrozados y las mejillas marcadas por numerosas rasguñaduras, el resultado de los últimos y desesperados esfuerzos de Batallador Monaghan.

Tomé asiento y le miré fijamente.

—Me llamo Steve Palmer; sin duda, habrás oído hablar de mí. Vayamos al grano. Pareces inteligente.

Pareció ligeramente sorprendido, pero sonrió.


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22 págs. / 39 minutos / 32 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Marino Boxeador

Robert E. Howard


Cuento


Bien, mientras el árbitro nos daba las recomendaciones para el combate —y como de costumbre nadie le escuchaba—, examiné a mi adversario. Era un poco más bajo que yo y unos cinco kilos más ligero, pero con un animal como él aquello no significaba gran cosa. Era un tipo duro de pelar como había visto pocos... uno de esos rubios de pelambrera espesa y muy mal aspecto. Por regla general, son los boxeadores de pelo negro, como yo, los más reconocidos por su robustez, pero cuando uno se encuentra con un rubio que sabe encajar todos los golpes, es un adversario temible. Otra cosa: algunos tipos saben golpear pero no saben boxear; otros saben boxear, pero no saben golpear. Kid Allison tenía un famoso juego de piernas y una pegada homicida. ¡Sostengo que es escandaloso que haya boxeadores así!

Me dedicó una malsana sonrisa cuando nos vimos las caras. Mientras el árbitro nos soltaba el rollo, observé que Allison estiraba las corvas y levantaba los puños, pero no le presté mayor atención... ¿quién iba a hacerlo? Luego, ¡bam!, sin la menor advertencia aquella inmunda rata de cloaca me lanzó un directo al plexo solar. Maldita sea, ¿se dan cuenta? Yo estaba allí sin esperarlo, con los puños bajos y los músculos del vientre relajados. Mil tormentas, caí a la lona como si me hubieran golpeado con un martillo de forja, me retorcí y me contorsioné como una serpiente aplastada.

La tripulación del Sea Girl lanzó sanguinarios aullidos y la multitud empezó a gritar con estupor, pero Kid Allison le preguntó al árbitro con imperturbable sangre fría:

—Un golpe al cuerpo como ése no es irregular, ¿verdad?

El árbitro murmuró algo, bastante desconcertado, incluso confundido. En aquel momento Bill O'Brien recuperó el entendimiento y bramó:

—¡Golpe bajo! ¡Golpe bajo! ¡Es trampa!


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8 págs. / 14 minutos / 32 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Blue River Blues

Robert E. Howard


Cuento


Debería haber sabido que todo lo relacionado con Joey Garfinkle, más conocido por el apodo de La Rata Almizclera de Schenectedy, quería decir problemas en letras mayúsculas. Vi por primera vez a semejante energúmeno la noche que peleé con «Un Asalto» O'Rourke en Los Angeles. El tipo que debía arbitrar el combate no acudió y —como era una sala de boxeo bastante cutre, para qué vamos a engañarnos—, el propietario subió al cuadrilátero y anunció que el señor Joey Garfinkle, el conocido organizador de encuentros de boxeo, ocuparía su puesto. Lo hizo, con lo que me privó de una victoria legítima. El combate estaba previsto a diez asaltos y, hasta el momento decisivo, Joey no tuvo la menor ocasión de demostrar si conocía su oficio o no, por la única razón de que un árbitro es necesario sobre un ring cuando hay que contar y no fue hasta el último minuto cuando se produjo el primer derribo. O'Rourke vencía a los puntos y quedaban tan sólo catorce segundos exactos antes de acabar el décimo y último asalto cuando le acaricié primero con un zurdazo y luego con un derechazo en el rostro que acabaron con el desafortunado O'Rourke tumbado en la lona.


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20 págs. / 35 minutos / 56 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Gancho de Derecha

Robert E. Howard


Cuento


Había una nota de deseo sanguinario en los aullidos de la multitud. La jauría exigía muerte.

Dos hombres se enfrentaban sobre el cuadrilátero manchado de sangre. Uno, el más alto, se tambaleaba, agitando locamente los brazos para protegerse. El otro, un combatiente más bajo y rechoncho, hostigaba a su adversario y mantenía la presión, boxeando prudentemente. Su izquierda volaba una y otra vez y alcanzaba el rostro del hombre del mayor tamaño. El hombre dominado lanzó un golpe corto que se perdió. El otro esquivó y de nuevo le largo un izquierdazo. El hombre más alto bajó la guardia de manera instintiva; en el mismo momento, el más pequeño le aplastó un derechazo en la cara con una fuerza aterradora. El hombre más alto se fue a la lona.

Todos los espectadores se levantaron como un solo hombre lanzando aclamaciones; el golpe había sido muy alto, pero con una potencia increíble, como todo el mundo se percató.

—¡Harmer! ¡Harmer!

Los aullidos ascendían hacia las brillantes luces del ring.

Sin embargo, el hombre de la lona se levantaba lentamente, con una mesura en los movimientos que traicionaba un cerebro abotargado. Estuvo en pie en el mismo momento en que el árbitro abría la boca para decir:

—¡Nueve!

Harmer llegó impetuosamente dispuesto a rematar la faena. Le hizo una finta a su adversario con un buen corto de izquierda y soltó la derecha... en el mismo instante, su dañado y tambaleante adversario lanzó la izquierda salvajemente y más o menos al azar. No había ninguna precisión en aquel golpe —no era más que un gesto fútil—, pero no obstante aterrizó de lleno en la mandíbula de Harmer, y el hombre rechoncho cayó como si le hubieran golpeado con un martillo de fragua.


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17 págs. / 31 minutos / 39 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Hombre de Hierro

Robert E. Howard


Cuento


1. El hombre de hierro

«¡Una izquierda como un cañonazo y una derecha fulgurante! ¡Una mandíbula de granito y un cuerpo de acero templado! ¡La ferocidad de un tigre y el corazón de combatiente más grande que haya latido en un pecho con las costillas de hierro! Así era Mike Brennon, aspirante al título de la categoría de los pesos pesados».

Mucho antes de que los periodistas deportivos descubrieran la existencia de Brennon, yo me encontraba en la «tienda de atletismo» de un circo que alzó sus carpas a las afueras de una pequeña ciudad de Nevada, sonriendo y admirando las bufonadas del presentador, que ofrecía con toda facilidad cincuenta dólares a cualquier hombre que resistiera cuatro asaltos frente a Young Firpo, el Asesino de California, ¡campeón de California y de Insulindia! Young Firpo, un muchacho recio y peludo, con los músculos sobresalientes de un levantador de pesas y cuyo verdadero nombre sería algo así como Leary, estaba a su lado, con una expresión aburrida y despectiva dibujada en sus gruesas facciones. Todo aquello era rutina para él.

—Vamos, amigos —gritaba el presentador—, ¿no hay ningún joven entre los presentes capaz de arriesgar su vida en el cuadrilátero? ¡Naturalmente, la dirección declina toda responsabilidad si tan valiente joven se deja matar o desgraciar! Pero si alguien de los presentes se arriesga a correr semejantes peligros...

Vi a un individuo de rostro patibulario levantarse de su asiento —uno de los habituales «comparsas» en connivencia con los feriantes, claro—, pero en aquel momento la multitud empezó a bramar:

—¡Brennon! ¡Brennon! ¡Vamos, Mike!


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46 págs. / 1 hora, 21 minutos / 61 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Espadas Rojas de la Negra Cathay

Robert E. Howard


Cuento


Capítulo 1


Las trompetas se apagan en el paso estruendoso,
Y las lanzas se perlan de niebla gris;
Tras brillar se extinguen estandartes gloriosos
En el polvo de los años y su devenir.
Son heraldos de un orgullo que el silencio acalla
Y el espectro de un Imperio que murió
Mas un canto aún persiste en las antiguas montañas
Como el aroma de una marchita flor.
¡Cabalga pues con nosotros, por caminos sin hollar
Hasta el alba de unos días que ya no hay,
En que blandimos nuestro acero por un pendón singular…!

Por la Flor de la Negra Cathay
 

La canción de las espadas era un clamor sepulcral en la cabeza de Godric de Villehard. Sangre y sudor velaban sus ojos y en un instante de ceguera sintió una afilada punta penetrar entre una juntura de su cota y aguijonear profundamente entre sus costillas. Golpeando a ciegas, sintió el áspero impacto que significaba que su espada había hecho blanco y le concedía un instante de gracia, se echó hacia atrás el visor y se secó la rojez de sus ojos. Solo pudo echar un simple vistazo: en esa mirada tuvo una fugaz vislumbre de las enormes y oscuras montañas salvajes; de un grupo de guerreros protegidos con cotas de mallas, rodeados por una aullante horda de lobos humanos; y en el centro de ese grupo, una delgada forma vestida de seda, permaneciendo en pie entre un caballo caído y su derribado jinete. Entonces las lobunas figuras surgieron por todas partes, arrasando como enloquecidos.

—¡Por Cristo y la Cruz!


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Publicado el 26 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El León de Tiberias

Robert E. Howard


Cuento


I

La batalla en los prados del Éufrates había terminado, pero no la carnicería. Tanto en ese campo sangriento, donde el Califa de Bagdad y sus aliados turcos habían roto la poderosa avalancha de Doubeys ibn Sadaka de Hilla, como en el desierto circundante, los cuerpos forrados de acero yacían como si una tormenta les hubiese arrastrado y amontonado. El gran canal, al que llamaban Nilo, que conectaba el Éufrates con el distante Tigris, se encontraba bloqueado por los cuerpos de los hombres de las diversas tribus, y los supervivientes jadeaban en su huida hacia los blancos muros de Hilla que brillaban en la distancia, más allá de las plácidas aguas del cercano río. Tras ellos, halcones acorazados, los selyúcidas, rajaban a los fugitivos desde sus sillas de montar. El resplandeciente sueño del emir árabe había acabado en una tormenta de sangre y acero, y sus espuelas salpicaban sangre mientras cabalgaba hacia el distante rio.

Aún en ese momento, en un punto del sucio campo, la lucha se recrudecía y se arremolinaba donde el hijo favorito del emir, Achmet, un esbelto muchacho de diecisiete o dieciocho años, permanecía en pie junto a un aliado. Los jinetes cubiertos de cotas de malla se acercaban, golpeaban y retrocedían, rugiendo en su desconcertada furia ante el azote de la gran espada en las manos de ese hombre. La suya era una figura extraña e incongruente: su roja melena contrastaba con los negros mechones de cuantos le rodeaban, no menos de lo que su polvorienta cota lo hacia con los emplumados tocados y las plateadas corazas de los atacantes. Era alto y poderoso, con una dureza lobuna en sus miembros y figura que su malla no podía ocultar. Su oscuro semblante repleto de cicatrices era sombrío, sus ojos azules, fríos y duros como el azul acero forjado por los gnomos de las Rhinelanu para los héroes de los bosques del norte.


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37 págs. / 1 hora, 5 minutos / 41 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2018 por Edu Robsy.

89101112