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Halcones de Ultramar

Robert E. Howard


Cuentos


1. Vuelve un hombre


Blanco y quedo serpentea el camino,
marcado con huesos de hombres yacientes.
¡Tanta apostura y poder han caído
para enlosar la calzada hasta Oriente!
La gloria de un millar de guerras libradas,
Los corazones de un millón de amantes formaron,
El polvo de la ruta a tierras lejanas.

Vansittart
 

—¡Alto! —el barbado centinela balanceó su lanza, gruñendo como un mastín rabioso. Más le valla a uno ser prudente en la ruta que conduce a Antioquía. Las estrellas relucían rojas a través de la densa noche y su fulgor no era suficiente para que el guardia distinguiera con nitidez qué clase de hombre se erguía ante él con un porte tan gigantesco.

Un guantelete de hierro se cerró bruscamente sobre la cota de mallas del hombro del soldado, paralizando todo su brazo. Bajo aquel yelmo, el centinela vislumbró el destello de unos ojos azules y feroces que parecían arder incluso en la oscuridad.

—¡Que los santos nos asistan! —exclamó aterrado—. ¡Cormac FitzGeoffrey! ¡Atrás! ¡Vuelve al averno como un buen caballero! O te juro que…

—¡A mí no me jures! —gruñó el caballero—. ¿Qué es toda esa cháchara?

—¿No eres pues un espíritu incorpóreo? —boqueó el soldado—, ¿Acaso no te mataron los corsarios moros durante tu travesía de vuelta a casa?

—¡Por todos los dioses malditos! —gruñó FitzGeoffrey—. ¿Acaso esta mano te parece de humo? —y hundió sus dedos enguantados de hierro en el brazo del soldado, sonriendo como un lobo cuando este lanzo un quejido—, ¡Basta de estupideces! Dime quién hay en esa taberna.

—Tan solo mi señor, Sir Rupert de Vaile, señor de Rúen.

—Me vale —gruñó el otro—. Es uno de los pocos hombres que puedo contar entre mis amigos, ya sea en Oriente como en cualquier otro lugar.


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39 págs. / 1 hora, 8 minutos / 53 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Sangre de Belshazzar

Robert E. Howard


Cuento


Capítulo 1


Brilló sobre el gran pecho del rey persa,
Al propio Iskander, en su camino iluminó;
Relució donde las lanzas se alzaban, prestas,
Con un destello enloquecido, embrujador.
Y a lo largo de sangrientos años cambiantes,
Atrajo a los hombres, que en alma y mente,
Sus vidas, en lagrimas y sangre se ahogaron,
Quebrando sus corazones nuevamente.
Oh, arde con la sangre de corazones bravos,
Cuyos cuerpos son de nuevo solo barro.

La Canción de la Piedra Roja.
 

En otro tiempo se le llamaba Eski-Hissar, el Castillo Viejo, pues ya era antiguo incluso cuando los primeros selyúcidas surgieron por el horizonte oriental, y ni siquiera los árabes, que reconstruyeron sus desvencijadas ruinas en la época de Abu Bekr, sabía qué manos fueron las que erigieron esos bastiones descomunales en las sombrías colinas del Taurus. Ahora, dado que la antigua fortaleza se había convertido en un nido de bandidos, los hombres lo llamaban Bab-el-Shaitan, la Puerta del Diablo, y no sin un buen motivo.

Aquella noche tenía lugar un festín en el gran salón. Grandes mesas repletas de copas y jarras de vino, y enormes bandejas con viandas, se hallaban flanqueadas por una serie de catres que resultaban toscos para un banquete como aquel, mientras que, en el suelo, grandes cojines acomodaban las reclinantes formas de otros invitados.

Temblorosos esclavos se apresuraban en derredor, llenando los cálices con sus odres de vino y sirviendo grandes tajadas de carne asada y rebanadas de pan.


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40 págs. / 1 hora, 11 minutos / 41 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Princesa Esclava

Robert E. Howard


Cuento


Capítulo 1

En el exterior, el clamor resultaba ensordecedor. El clangor del acero contra el acero, mezclado con alaridos de sed de sangre y de triunfo salvaje. La joven esclava vaciló y examinó la cámara en que se encontraba. Su mirada mostraba una indefensa resignación. La ciudad había caído; los turcomanos, sedientos de sangre, cabalgaban por las calles, quemando, saqueando, masacrando. En cualquier momento, un grupo de victoriosos salvajes con las manos ensangrentadas, irrumpiría en la casa de su señor.

Un gordo mercader apareció corriendo, procedente de otra parte de la casa. Tenía los ojos dilatados por el terror, y respiraba entre jadeos. Llevaba las manos cargadas con gemas y cofrecillos engarzados… unas pertenencias que había elegido a ciegas, y al azar.

—¡Zuleika! —su voz era como el chillido de una comadreja atrapada—. ¡Abre la puerta, deprisa! Y luego ciérrala desde dentro… escaparé por la parte de atrás. ¡Allah ill Allah! Esos malditos turcos están matando a todo el mundo en las calles… los sumideros están anegados de sangre…

—¿Qué me pasará a mí, amo? —preguntó la moza con voz triste.

—¿Qué te va a pasar, ramera? —gritó el hombre, golpeándola con fuerza—. Abre la puerta. Abre la puerta, te digo… ¡Aaahh!

Su voz se quebró como un vidrio hecho añicos. Por la puerta que daba al exterior, penetró una figura indómita y aterradora… un desmañado y greñudo turcomano cuyos ojos eran los de un perro rabioso. Zuleika, paralizada por el terror, contempló sus ojos vidriosos, su cabello ensangrentado y la corta lanza para cazar jabalíes que empuñaba con una mano que goteaba sangre carmesí.


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40 págs. / 1 hora, 10 minutos / 71 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Las Puertas del Imperio

Robert E. Howard


Cuento


I

El clangor de los amargados centinelas en las torretas, el irregular rugido de la brisa primaveral, no podían ser oídos por los ocupantes del sótano del castillo de Godofredo de Courtenay; y el ruido que hacían estas personas quedaba amortiguado por el espesor de los macizos muros.

Un fluctuante candil iluminaba las rugosas paredes, desnudas y poco acogedoras, flanqueadas con un entramado de toneles y barrilones sobre los que se extendía un velo de polvorientas telarañas. La parte superior de uno de los barriles había sido retirada, y unas manos, cada vez menos firmes, habían sumergido una y otra vez sus cazos de catar en el interior del espumoso líquido.

Agnes, una de las mozas del servicio, había robado del cinturón del mayordomo la descomunal llave de hierro que abría la puerta del sótano; y sintiéndose osados ante la ausencia de su señor, cierto grupo pequeño aunque no demasiado selecto estaba montando una buena juerga, sin pensar demasiado en lo que sucedería al día siguiente.

Agnes, sentada sobre las rodillas de Peter el paje, empleaba uno de los cazos para marcar el ritmo de una canción procaz que ambos balbuceaban en diferentes tonos y escalas. Caía cerveza por el borde del bamboleante cazo, así como por la barbilla de Peter, una circunstancia que estaba muy lejos de notar.

La otra moza, Marge la gorda, rodaba sobre su banco y se palmeaba los amplios muslos en rugiente apreciación por el relato picante que Giles Hobson acababa de contar. Este último individuo bien podría haber sido el señor del castillo, a juzgar por sus maneras, en lugar de un vagabundo pícaro empujado por los vientos de la adversidad. Con la espalda apoyada en un barril, y sus pies calzados con botas apoyados en otro, desató el cinturón que contenía su prominente barriga en el interior de su justillo de cuero, y volvió a sumergir el hocico en la espumeante cerveza.


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48 págs. / 1 hora, 25 minutos / 76 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Valle Perdido de Iskander

Robert E. Howard


Cuento


I. El valle perdido de Iskander

Fue el chasquido furtivo del acero al rozar una piedra lo que despertó a Gordon. Bajo la débil luz de las estrellas, una forma sombría se alzó por encima de él y algo brilló en su mano levantada. Gordon reaccionó en el acto, como un resorte de acero que se libera. Su mano izquierda se alzó y detuvo el puño que descendía —apretando un curvo machete— y, simultáneamente, se levantó y cerró salvajemente la mano derecha alrededor de un cuello velludo.

Un gorgoteo ronco se estranguló en aquella garganta. Gordon, resistiendo las terribles coces de su adversario, pasó una pierna alrededor de la rodilla de la su asaltante, la levantó y le derribó al suelo. No se produjo el menor ruido, salvo algunos carraspeos y los golpes sordos que provocaron los dos cuerpos al caer estrechamente soldados. Como siempre, Gordon luchaba ferozmente y en silencio. Ningún sonido salió de los labios crispados del hombre que tenía inmovilizado bajo su cuerpo. Su mano derecha era retorcida por la presa de Gordon y la izquierda tiraba en vano de la muñeca cuyos dedos de hierro se hundían cada vez más profundamente en la garganta que apretaban. Aquella muñeca parecía una grapa de hilos metálicos cuidadosamente trenzados para los dedos que se iban debilitando al tiempo que intentaban aflojar su presa. Gordon mantuvo su posición de un modo feroz, pasando toda la fuerza de sus poderosos hombros y brazos, cuyos músculos sobresalían como sogas, a los dedos que apretaban. Sabía que era su vida o la del hombre que se había deslizado hacia él en la oscuridad para apuñalarle. En aquella región inexplorada de las montañas afganas, todos los combates eran a muerte. Los dedos que le laceraban fueron cada vez más débiles. Un temblor convulso recorrió el cuerpo arqueado bajo el del americano. Luego, se aflojó del todo y permaneció inmóvil.


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33 págs. / 57 minutos / 74 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

El Halcón de las Colinas

Robert E. Howard


Novela corta


I

Para alguien que se encontrara en lo más bajo de la garganta, el hombre agarrado al abrupto acantilado habría resultado invisible, disimulado por los salientes rocosos que formaban algo parecido a una serie de peldaños irregulares de piedra si se miraba desde lejos. Igualmente, vista desde lejos, la accidentada pared parecía fácil de trepar; pero entre cada saliente había huecos que producían vértigo… pérfidas extensiones de tierra arcillosa y pendientes abruptas donde los dedos que se aferraban a la rocosa pared y los dedos de los pies que buscaban a tientas dónde meterse, difícilmente encontraban una presa o un apoyo.

Un único paso en falso, un único asidero mal asegurado y el escalador caería hacia atrás para recorrer una caída vertiginosa que le aplastaría en el fondo rocoso del cañón, trescientos pies más abajo. Pero el hombre agarrado al acantilado era Francis Xavier Gordon y su destino no era caer y aplastarse en el fondo de un barranco del Himalaya.

Su ascensión estaba a punto de terminar. El borde del acantilado se encontraba solamente a pocos pies por encima de su cabeza, pero la superficie que le restaba por franquear era la más peligrosa de aquella insensata escalada. Hizo una pausa para limpiarse el sudor que le cegaba los ojos, inspiró profundamente por la nariz y, una vez más, opuso ojo y músculo a la brutal perfidia de la gigantesca barrera mineral. Apagados aullidos subieron desde el fondo de la garganta, vibrantes por el odio y expresando un deseo sanguinario. No miró hacia abajo. Su labio superior se encogió con un silencioso gruñido, como podría bufar una pantera al oír las voces de los cazadores. Eso fue todo.


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75 págs. / 2 horas, 11 minutos / 43 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

La Hija de Erlik Kahn

Robert E. Howard


Novela corta


I

El inglés alto, Pembroke, trazaba signos en el suelo con su cuchillo de caza mientras hablaba con una voz entrecortada que indicaba una contenida agitación:

—No hay ninguna duda, Ormond; ese pico al oeste es el que buscamos. Mira, he dibujado un mapa en el suelo. Esta cruz de aquí representa nuestro campamento, y esta otra el pico. Hemos avanzando lo suficiente hacia el norte. Aquí, debimos desviarnos hacia el oeste…

—¡Silencio! —murmuró Ormond—. Borra el mapa. Aquí está Gordon. Pembroke hizo desaparecer las líneas trazadas en la tierra con un rápido movimiento de la palma de su mano. Se incorporó y arrastró como sin darse cuenta el pie para borrar las últimas líneas que quedaban en el suelo. Él y Ormond reían e intercambiaban naderías cuando se les unió el tercer hombre de la expedición.

* * *

Gordon era más bajo que sus compañeros, pero su físico soportaba fácilmente la comparación con el del rechoncho y macizo Ormond, o el de Pembroke, más fino y estilizado. Era uno de esos raros individuos que son a la vez delgados y poderosos. Su fuerza no daba la impresión de estar retenida y constreñida por su cuerpo, como suele pasar con los hombres fuertes. Se desplazaba con una fácil ligereza que indicaba su fuerza de un modo más sútil que lo que conseguiría con un cuerpo macizo y musculoso.

Iba vestido prácticamente como los dos ingleses, a excepción de un tocado árabe; sin embargo, estaba en perfecta armonía con el decorado que le rodeada, lo que no era su caso. Era un americano, pero parecía formar parte de aquellos altiplanos de relieve accidentado donde los feroces nómadas hacen pastar a sus rebaños de corderos en las laderas del Hindukush. Había seguridad en su mirada tranquila, economía en sus movimientos, cosas que indicaban un cierto parentesco con aquellas desérticas extensiones.


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85 págs. / 2 horas, 30 minutos / 45 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

La Dentellada del Oso Negro

Robert E. Howard


Cuento


La noche caía sobre el río como una sombría amenaza, preñada de condenación. Me agazapé tras los arbustos y me estremecí en silencio. En algún lugar, en el interior de la gran casa oscura que había frente a mí, un gong sonó débilmente… una vez. Aquel gong había sonado hasta ocho veces desde me ocultara allí, al caer la noche. Había ido contando las notas, de un modo mecánico. Observé sombrío la gran masa oscura de la mansión. Se trataba de la Casa del misterio… la morada del misterioso Yotai Yun, el príncipe mercader chino… y qué siniestros negocios se cocían entre aquellos muros, era algo que ningún hombre blanco sabía. Bill Lannon se lo había preguntado —antaño había pertenecido al Servicio Secreto Británico, y, al resultarle fácil volver a sus antiguos hábitos, había realizado investigaciones por su cuenta—. Me había hablado vagamente acerca de los turbios sucesos que tenían lugar tras las paredes de la casa de Yotai Yun… nos había confiado sus descubrimientos a Eric Brand y a mí, hablándonos de misteriosos movimientos, planes insidiosos, y de un terrible Monje Encapuchado perteneciente a algún oscuro culto, que prometía un imperio amarillo…

Eric Brand, un aventurero delgado y de ojos vivarachos, se había reído de Lannon, pero yo no. Sabía que mi amigo era como un sabueso que se hallara tras la pista de algo siniestro y misterioso. Una noche, mientras los tres nos sentábamos en el salón del European Club, trasegando unos whiskys con soda, nos anunció que pretendía deslizarse, esa misma noche, en el interior de la casa de Yotai Yun, para descubrir de una vez por todas qué se cocía allí dentro. Encontraron su cadáver a la mañana siguiente, flotando en las aguas sucias y amarillentas del río Yangtze… con una daga delgada clavada hasta el fondo entre sus omóplatos.


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18 págs. / 32 minutos / 50 visitas.

Publicado el 4 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

No Me Des Sepultura

Robert E. Howard


Cuento


El estruendo de la anticuada aldaba reverberó de forma sobrenatural por la casa, despertándome de un sueño intranquilo y poblado de pesadillas. Miré por la ventana. A la postrera luz de la brillante luna, el blanco rostro de mi amigo John Conrad me observaba.

—¿Puedo entrar, Kirowan? —su voz era vacilante y forzada.

—¡Desde luego! —me levanté de la cama y me puse una bata cuando le vi entrar por la puerta principal y subir las escaleras.

Un momento después estaba ante mí, y a la luz que yo había encendido le vi la mano temblando, percibiendo una antinatural palidez en el rostro.

—El viejo John Grimlan ha muerto hace una hora —dijo abruptamente.

—¿De veras? No sabía que estuviera enfermo.

—Fue un súbito y virulento ataque de peculiar naturaleza, un ataque de alguna clase de epilepsia. Era propenso a tales males, ya sabes.

Asentí. Sabía algo acerca del viejo, una especie de ermitaño que había vivido en su oscuro caserón de la colina; en realidad, una vez fui testigo de uno de sus extraños ataques, y quedé aterrado por los espasmos, aullidos y gemidos del desdichado, que se arrastraba por la tierra como una serpiente herida, que farfullaba terribles maldiciones y negras blasfemias, hasta que su voz rota en un griterío sin palabras salpicó sus labios de espuma. Viendo esto, entendí por qué la gente en los tiempos antiguos veía a tales víctimas como hombres poseídos por demonios.


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16 págs. / 28 minutos / 36 visitas.

Publicado el 4 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

La Abadía

Robert E. Howard


Cuento


El sol se ponía entre los árboles cuando llegué a la abadía… un edificio chato, de tres plantas, de arquitectura claramente sajona. Me detuve asombrado. Había contemplado antes numerosas ruinas de abadías y capillas, pero esta se hallaba en un notable estado de conservación. No parecía rodeada de ninguna clase de claustro o pared perimetral, y los altos robles arrojaban sombras druídicas sobre su plementería. A poca distancia de ella había un estanque redondo, rodeado de piedras resbaladizas y cubiertas de musgo… evidentemente, había sido construido por el hombre. Pensé que resultaba muy probable que el edificio continuara en uso hoy en día. Pero el silencio reinaba por doquier y no acerté a ver a nadie.

Entré. Era como si todos sus ocupantes acabaran de ser evacuados, dejando el tosco mobiliario en el mismo lugar en el que lo habían empleado. Me fijé en un anticuado escritorio, como el que solían emplear aquellos monjes que iluminaban los manuscritos, y escribían sobre rollos de pergamino. Me fijé también en un pedazo de papel, que aparecía dejado allí por descuido, como si su propietario lo hubiera olvidado. Lo recogí, esperando de un modo infantil que se encontrara plagado de símbolos arcaicos. Pero estaba escrito en inglés, y con una letra innegablemente femenina. Comenzaba abruptamente.


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13 págs. / 22 minutos / 50 visitas.

Publicado el 4 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

89101112