Textos más populares este mes de Robert E. Howard | pág. 9

Mostrando 81 a 90 de 114 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Robert E. Howard


7891011

La Raza Perdida

Robert E. Howard


Cuento


Cororuc examinó lo que le rodeaba y apresuró el paso. No era un cobarde, pero el lugar no le gustaba. Altos árboles se alzaban a su alrededor, sus ramas taciturnas bloqueando la luz del sol. El oscuro sendero entraba y salía entre ellos, a veces rodeando el borde de un precipicio, donde Cororuc podía contemplar las copas de los arboles más abajo. Ocasionalmente, a través de un claro en el bosque, podía ver a lo lejos las formidables montañas que dejaban presentir las cordilleras mucho más lejanas, al oeste, que constituían las montañas de Cornualles.

En esas montañas se suponía que acechaba el jefe de los bandidos, Buruc el Cruel, para caer sobre las víctimas que pudieran pasar por ese camino. Cororuc aferró su lanza y avivó la zancada. Su premura no se debía sólo a la amenaza de los forajidos, sino también al hecho de que deseaba hallarse de nuevo en su tierra nativa. Había estado en una misión secreta entre los salvajes tribeños de Cornish; y aunque había tenido cierto éxito, estaba impaciente por encontrarse fuera de su poco hospitalario país. Había sido un viaje largo y agotador, y aún tenía que atravesar toda Inglaterra. Lanzó una mirada de aversión a los alrededores. Sentía nostalgia de los agradables bosques a los que estaba acostumbrado, con sus ciervos huidizos y sus pájaros gorjeantes. Anhelaba el alto acantilado blanco, donde el mar azul chapaleaba animadamente. El bosque que estaba cruzando parecía deshabitado. No había pájaros ni animales; y tampoco había visto señal alguna de viviendas humanas.

Sus camaradas permanecían aún en la salvaje corte del rey de Cornish, disfrutando de su tosca hospitalidad, sin ninguna prisa por marcharse. Pero Cororuc no estaba contento. Por eso les había dejado seguir su capricho y se había marchado solo.


Información texto

Protegido por copyright
16 págs. / 29 minutos / 98 visitas.

Publicado el 16 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Rebelde

Robert E. Howard


Novela


I

Era incapaz de no interesarse de buena gana en el partido a pesar de su cínica actitud hacia todas las actividades del colegio. Se sentía incluso algo avergonzado de aquel incontrolable entusiasmo y la mayor parte del tiempo intentaba abstraerse en medio de aquella agitación y considerar tanto a jugadores como a espectadores con la mirada fría del observador indiferente. Pero se daba cuenta de que aquello era imposible, y hacía responsable de ello a su fogoso temperamento celta. En todo caso, fuera cual fuese la competición, no tardaba en tomar partido por uno de los bandos con una parcialidad reconocida, y por eso mismo aullaba como un indio en pie de guerra animando al equipo de Gower-Penn. No se trataba de una vaga y pueril expresión del «espíritu del colegio», se daba cuenta de ello de un modo confuso, y no era tampoco admiración por los jugadores de football, a quienes despreciaba mayoritariamente. Se trataba de la acción, del enfrentamiento, del combate... del choque de los átomos, de la antiquísima lucha por la vida que simbolizaba todos los eones pasados de luchas y guerras encarnizadas. Steve Costigan sentía todo aquello de manera instintiva mientras apretaba los puños y aullaba con todos los demás:

—¡Vamos, muchachos, adelante! —¡Atacad, atacad! Añadiendo su grito muy personal: —¡Sacadles las tripas! ¡Machacad a esos bastardos! ¡Que el resto de los hinchas reclamasen un touchdown no era más que su forma de pedir sangre! Steve Costigan había ocupado su plaza en la tribuna para ver a los hombres golpearse violentamente y sangrar, y lo reconocía con toda franqueza. Desde aquel punto de vista era conscientemente honesto, mientras que los espectadores, hombres


Información texto

Protegido por copyright
163 págs. / 4 horas, 46 minutos / 118 visitas.

Publicado el 16 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Tacón de Plata

Robert E. Howard


Cuento


Capítulo 1

Steve Harrison enterró las manos en lo más profundo de los bolsillos de su abrigo, y maldijo la profesión que le obligaba a vagar por calles desiertas a aquellas horas intempestivas. Una tenue neblina se alzaba del río, el cual, desde aquel lugar, no resultaba visible. River Street parecía del todo desierta, con la excepción de la solitaria figura de un hombre que paseaba a media manzana por delante de él. Durante tres bloques, Harrison no había visto a ninguna otra persona, excepto a aquel paseante que caminaba delante, con el cuello del abrigo subido para protegerle de la intemperie, y las manos metidas en los bolsillos.

Harrison consultó su reloj bajo la luz que caía sobre su hombro, proyectada por una farola.

—Las doce en punto, casi al segundo —musitó para sí—. Si ese aviso era una treta…

—¡Socorro! ¡Socorro! Ahhh… —se trataba de un grito de terror y agonía que provenía de algún lugar de la calle, y que se interrumpió con un espantoso gorgoteo.

Antes de que el sonido se apagara, Harrison corrió calle arriba, moviéndose con una velocidad sorprendente para alguien de su tamaño. El hombre que había delante de él, en la acera, se había sobresaltado al escuchar el grito, y ahora, tras un instante de aparente indecisión, siguió al detective calle arriba.

El grito había venido de detrás de una alta valla de madera que, según sabía Harrison, cerraba la entrada de un largo callejón en desuso. Sin perder tiempo en escalar la valla, empleó su robusto hombro como si fuera un ariete contra las tablas podridas, que se rompieron por el impacto. Pasó a través de ellas, sin frenar casi su embestida animal.


Información texto

Protegido por copyright
51 págs. / 1 hora, 29 minutos / 27 visitas.

Publicado el 17 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Misterio del Caserón Tannernoe

Robert E. Howard


Cuento


I

Los problemas que nos turban en las horas de vigilia, en ocasiones se introducen en los sueños de los hombres. Justo antes de despertarse, los sueños de Steve Harrison concernían al misterioso diagrama que llevaba semanas estudiando… la imagen, la carta que la acompañaba, y las crípticas palabras en la parte inferior, garabateadas por la mano de un hombre muerto. En su sueño, una débil familiaridad comenzaba a hacerse evidente; parecía estar a punto de descubrir algún tipo de conexión, que susurraba a espaldas de su consciencia…

Entonces, el caos se sucedió, como el desplome de un castillo de naipes, y se despertó. Se sentó en el lecho, mirando a su alrededor, mientras sus entrenados instintos se ponían al instante a trabajar para decirle dónde se encontraba, y qué estaba haciendo allí. La luz de la luna penetraba por entre las ventanas embarrotadas, tiñendo de plata el suelo alfombrado, pero las esquinas estaban preñadas de sombras densas, a lo largo de las paredes de paneles de roble, con sus tapices de terciopelo negro, espaciados de forma regular. Y, en la esquina más oscura de la habitación, algo se movió.

—¿Quién está ahí? —preguntó Harrison con voz ronca.

No hubo respuesta alguna de la sombría figura que casi parecía mezclarse con la penumbra. Pero era tangible. El detective creyó vislumbrar un atisbo de un óvalo muy pálido que podría haber sido una cara.

Algo rayano al pánico hizo presa en él. Sacando su pistola del 45 de debajo de la almohada, apretó el gatillo, pero sólo logró que se escuchara un chasquido apagado.


Información texto

Protegido por copyright
35 págs. / 1 hora, 2 minutos / 35 visitas.

Publicado el 17 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Los Nombres del Libro Negro

Robert E. Howard


Cuento


I

—Tres asesinatos sin resolver no son algo tan inusual… tratándose de River Street —gruñó Steve Harrison, agitando incómodo en la silla su musculoso corpachón.

Su acompañante encendió un cigarrillo, y Harrison observó que la esbelta mano de la mujer no parecía demasiado firme. Era una mujer de belleza exótica, con una figura oscura y sutil, y los ricos colores de las noches púrpura de Oriente y de los amaneceres carmesí en su cabello negro azulado y sus labios rojos. Pero, en sus ojos oscuros, Harrison detectó la sombra del miedo. Tan sólo una vez, anteriormente, había observado miedo en aquellos ojos maravillosos, y el recordarlo le hizo sentir vagamente incómodo.

—Tu trabajo es resolver asesinatos —dijo ella.

—Dame un poco de tiempo. Cuando uno está tratando con la gente del barrio oriental, no se pueden forzar las cosas.

—Tienes menos tiempo del que tú crees —replicó ella de manera críptica—. Si no me escuchas, jamás resolverás estos asesinatos.

—Te estoy escuchando.

—Pero no vas a creerme. Dirás que estoy histérica… que veo fantasmas y que me asusto de las sombras.

—Escucha, Joan —exclamó él, impaciente—. Vamos al grano. Me has hecho venir a tu apartamento, y yo he acudido porque me has dicho que estabas en peligro de muerte. Pero ahora me cuentas acertijos acerca de tres hombres que fueron asesinados la semana pasada. Habla claro, ¿vale?

—¿Te acuerdas de Erlik Khan? —preguntó ella de forma abrupta.

—Dudo mucho que llegue a olvidarle alguna vez —repuso él—. Ese mongol que se hacía llamar el Señor de la Muerte. Su proyecto era combinar a todas las sociedades criminales orientales de América en una gran organización, que él mismo lideraría. Y podría haberlo logrado, si sus propios hombres no se hubieran vuelto contra él.

—Erlik Khan ha vuelto —dijo ella.


Información texto

Protegido por copyright
48 págs. / 1 hora, 24 minutos / 61 visitas.

Publicado el 17 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Luna Negra

Robert E. Howard


Cuento


I

—Y tal es la leyenda del Espíritu del Zorro Blanco, mi honorable amigo —entonó el viejo Wang Yun mientras cruzaba sus esqueléticas manos bajo su túnica de seda bordada—, y así la contaban los Hijos de Han. Ahora, debo dar de comer a mi viejo compañero.

Steve Harrison, corpulento y sombrío, incongruente ante las porcelanas y la delicada fragilidad de los jades de oriente apilados en la pequeña tienda, apoyó la recia mandíbula en su puño, que asemejaba un martillo. Observó a su anfitrión con una fascinación personal, mientras que el viejo Chino se dirigía arrastrando los pies hacia una jaula de bambú. La embarrotada caja se encontraba sobre el seno de un enorme Buda verde, apoyado contra la pared, en medio de innumerables jarrones Ming y de alfombras del Turkestán oriental. Wang Yun entrecerró sus ojos rasgados y entonó un extraño canturreo, mientras sacaba una botella de leche y un pequeño platillo de jade de algún nicho indeterminado. Involuntariamente, Harrison se estremeció.

—He contemplado los animales de compañía más bizarros que uno pueda imaginar en algunos rincones de River Street —declaró el detective—. Chow-chows, gatos persas, gallos de pelea, pavos reales blancos y bebés cocodrilos… ¡pero que me cuelguen si alguna vez vi a un hombre cuya mascota fuera una cobra real!

—Pan Chau es muy viejo y muy sabio —sonrió Wang Yun—. Recibió el nombre de un gran guerrero que habría destruido el imperio romano, de haber llegado a vivir un año más. Hice que le extrajeran los colmillos a mi viejo amigo, para evitar que pueda hacerme daño alguno, dada su ceguera y su avanzada edad.

—Es usted un hombre muy extraño, Wang Yun —gruñó Harrison.


Información texto

Protegido por copyright
17 págs. / 31 minutos / 62 visitas.

Publicado el 17 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Siempre Vuelven

Robert E. Howard


Cuento


Hace tres años eras el mejor de tu categoría y podías aspirar al título... ¡Ahora eres un vagabundo lleno de whisky tumbado en un bar mexicano!

La voz era dura y ronca, llena de amargo desprecio, tan cortante como un cuchillo. El hombre a quien se le dirigían tales palabras se estremeció y parpadeó unos ojos enrojecidos por el alcohol.

—¿Y a ti qué te importa? —preguntó groseramente.

—Sólo porque me repugna ver cómo se echa a perder un hombre... ¡sólo porque me da asco ver cómo un hombre que lo tiene todo para ser un campeón se pudre en un pueblo de mala muerte de la frontera!

Aquellos dos hombres y los clientes, americanos y mexicanos desde el otro lado del saloon los observaban con curiosidad, eran todo un contraste. El hombre medio recostado en la mesa manchada de cerveza era joven y, pese a sus ropas hechas jirones, su atlética apariencia resultaba evidente. Su rostro no era antipático, aunque llevase las marcas de una vida disoluta. Sus facciones eran muy finas, nariz regular de delicado caballete, lo que indicaba lo bueno de su cuna. A primera vista, su boca parecía traicionar una cierta debilidad. Pero un examen más detenido revelaba que la boca era la de un hombre dotado de sensibilidad y con un carácter inestable y caprichoso... un defecto que no le convertía en un haragán.

El hombre que le había dirigido la palabra tenía el cuerpo esbelto, seco y nervudo, de mediana edad, con labios delgados, nariz encorvada y ojos de mirada autoritaria. Su ropa era cara pero sin ser rebuscada, y su presencia parecía fuera de lugar en aquel sórdido antro.


Información texto

Protegido por copyright
30 págs. / 54 minutos / 33 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Sauce Llorón

Robert E. Howard


Cuento


—Quítate esos guantes para niñas y ponte los de siete onzas —le ordené—. ¡Soy el famoso Mono Costigan, mánager siete no campeones! Quiero ver lo que tienes en las tripas... si es que tienes algo.

Se sacó sus guantes ligeros —guantes para pegarle a un punching-ball— y se puso los reglamentarios de boxeo, mostrando en la tarea muy poco entusiasmo. Sin embargo, tuve la impresión de ver un destello de interés en sus ojos tristes.

Avanzamos uno hacia el otro y adoptó una posición que ya estaba pasada de moda cuando John L. Sullivan lloriqueaba en la cuna. Le hice una finta al cuerpo y me irritó largándome un torpe zurdazo que me rebotó en el mentón. Le lancé un golpe corto a la nariz y una expresión lúgubre apareció en su rostro y le empezaron a correr las lágrimas por las mejillas.

¡Aquello me pilló completamente desprevenido! Bajé los puños y...

—Tendría que haberte avisado —me dijo Joe Harper, masajeándome la nuca—. ¡Ese merluzo es una verdadera fuente! En cuanto cruza los guantes, se pone a llorar.

—Bueno, de acuerdo —dije aturdido—. ¿Y qué fue aquel temblor de tierra?

—Bajaste la guardia cuando empezó a llorar —me explicó Joe pacientemente— y te pegó con un directo en el mentón y otros dos del mismo calibre mientras caías.

Me levanté algo envarado y contemplé al «llorón», cuyo aspecto era más melancólico que nunca.

—Es más fuerte que yo —declaró—. Siempre lloro cuando boxeo, particularmente si alguien me pega en la nariz. El hecho mismo de golpear a uno de mis semejantes —y todavía más si el golpeado soy yo— me pone triste y melancólico.

—Entonces, ¿por qué boxeas? —quise saber, atónito.

—Me gusta —replicó sin más.


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 12 minutos / 59 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Traición

Robert E. Howard


Cuento


Ace Jessel, un gigante de ébano y campeón del mundo de los pesos pesados, sintió el deseo de volver a ver su villa natal tras años de ausencia, y su mánager, John Taverel, aunque con cierta aprensión, organizo algo así como una gira triunfal para su boxeador.

Así fue como Ace volvió a la pequeña ciudad de la costa, situada muy por debajo de la línea Mason-Dixie donde, en su juventud, trabajó en los campos de algodón y, más tarde, en los muelles antes de empezar a ascender por la escalera de la gloria. Los indolentes pantanos con sus frescas orillas cubiertas de vegetación y sombreadas por los árboles, las marismas oscuras y misteriosas, las vastas extensiones de arenales desolados, con la arena incrustada de sal... aquel paisaje cautivaba el alma primitiva de Ace Jessel y le acogieron como en otros tiempos, intactos pese al paso de los años. Pero la gente sí había cambiado.

Nadie es profeta en su tierra, dice el refrán. Los habitantes de la ciudad natal de Ace Jessel, a causa de su orgullo sureño, ardiente y feroz, y de su conciencia de clase, miraron a Ace como si fuera un recién llegado, un negro que no había sabido permanecer en su sitio. Se resentían por sus victorias sobre boxeadores de raza blanca y tenían la impresión de que aquel hecho repercutiría sobre ellos de alguna manera.

Aquello hirió a Ace, le hirió cruelmente. Encontrarse con una bienvenida reservada y fría, o incluso con franca hostilidad, cuando él esperaba manifestaciones de amistad y comprensión, le afectó y mucho más la actitud condescendiente y afectada que adoptaron los que más temían la opinión pública por mucho que ansiaran intimar con el boxeador más prestigioso del mundo entero. Y Ace descubrió que había perdido cualquier contacto con sus antiguos amigos negros.


Información texto

Protegido por copyright
21 págs. / 37 minutos / 40 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Aparición Sobre el Cuadrilátero

Robert E. Howard


Cuento


Los lectores de esta revista se acordarán sin duda de Ace Jessel, el gran boxeador negro del que fui mánager hace algunos años. Era un gigante de ébano de un metro noventa y dos centímetros de altura y ciento quince kilos de peso. Se movía con la cómoda ligereza de un gigantesco leopardo y sus músculos de acero ondulaban bajo su brillante piel. Sorprendentemente rápido para un boxeador de su tamaño, tenía una pegada terrible y cada uno de sus enormes puños contenía la potencia de un martillo pilón.

En aquella época yo estaba convencido de que era tan bueno como cualquier otro hombre que pudiera subir a un cuadrilátero... salvo por un defecto capital. Carecía de instinto asesino. Tenía un enorme coraje, como demostró en numerosas ocasiones... pero se contentaba con boxear, las más de las veces, batiendo a sus enemigos por los puntos y lanzando los golpes exactos para no perder el combate.

De vez en cuando, los espectadores le insultaban, pero sus sarcasmos no hacían más que ampliar su jovial sonrisa. Sin embargo, sus combates seguían atrayendo a un público enorme porque, las raras veces que se encontraba en dificultades y se veía obligado a atacar, o cuando se enfrentaba a un peligroso adversario al que tenía forzosamente que dejar K. O. para conseguir la victoria, los espectadores asistían a un verdadero combate que les entusiasmaba de principio a fin. Incluso en aquellas ocasiones, su costumbre era apartarse de su adversario tambaleándose, dejando que el boxeador atontado por los golpes tuviera tiempo para recuperarse y volver al ataque... mientras la multitud aullaba enfurecida y yo me tiraba de los pelos.


Información texto

Protegido por copyright
17 págs. / 29 minutos / 58 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

7891011