—Sí —dijo el anticuario—, nuestras buenas oportunidades son de varias
clases. Algunos clientes no saben lo que me traen, y en ese caso
percibo un dividendo en razón de mis mayores conocimientos. Otros no son
honrados —y aquí levantó la vela, de manera que su luz iluminó con más
fuerza las facciones del visitante—, y en ese caso —continuó— recojo el
beneficio debido a mi integridad.
Markheim acababa de entrar, procedente de las calles soleadas, y sus
ojos no se habían acostumbrado aún a la mezcla de brillos y oscuridades
del interior de la tienda. Aquellas palabras mordaces y la proximidad de
la llama le obligaron a cerrar los ojos y a torcer la cabeza.
El anticuario rió entre dientes.
—Viene usted a verme el día de Navidad —continuó—, cuando sabe que
estoy solo en mi casa, con los cierres echados y que tengo por norma no
hacer negocios en esas circunstancias. Tendrá usted que pagar por ello;
también tendría que pagar por el tiempo que pierda, puesto que yo
debería estar cuadrando mis libros; y tendrá que pagar, además, por la
extraña manera de comportarse que tiene usted hoy. Soy un modelo de
discreción y no hago preguntas embarazosas; pero cuando un cliente no es
capaz de mirarme a los ojos, tiene que pagar por ello.
El anticuario rió una vez más entre dientes; y luego, volviendo a su
voz habitual para tratar de negocios, pero todavía con entonación
irónica, continuó:
—¿Puede usted explicar, como de costumbre, de qué manera ha llegado a
su poder el objeto en cuestión? ¿Procede también del gabinete de su
tío? ¡Un coleccionista excepcional, desde luego!
Y el anticuario, un hombrecillo pequeño y de hombros caídos, se le
quedó mirando, casi de puntillas, por encima de sus lentes de montura
dorada, moviendo la cabeza con expresión de total incredulidad. Markheim
le devolvió la mirada con otra de infinita compasión en la que no
faltaba una sombra de horror.
Información texto 'Markheim'