Keola, que estaba casado con Lehua, hija de Kalamake, vivía con su
suegro, el hombre sabio de Molokai. No había nadie en la isla más astuto
que aquel profeta; leía los astros y adivinaba las cosas futuras
mediante los cadáveres y las criaturas malignas: iba solo a las partes
más altas de la montaña, a la región de los duendes, y allí preparaba
trampas para capturar a los espíritus de los antiguos.
Todo esto hacía que no hubiera nadie más consultado en todo el
reino de Hawaii. Las personas sensatas compraban, vendían, contraían
matrimonio y organizaban su vida de acuerdo con sus consejos; y el rey
le llamó dos veces a Kona para buscar los tesoros de Kamehameha. Tampoco
había otro hombre más temido: entre sus enemigos, unos se habían
consumido en la enfermedad por el poder de sus encantamientos, y otros
se habían esfumado en cuerpo y alma, hasta el punto de que la gente
buscaba en vano el más mínimo resto suyo. Se rumoreaba que poseía el
arte y el don de los antiguos héroes. Se le había visto de noche en las
montañas, caminando sobre los riscos; se le había visto atravesar los
bosques donde crecían los árboles más altos, y su cabeza y sus hombros
sobresalían por encima de sus copas.
Este Kalamake era un hombre de extraña apariencia. Procedía de las
mejores estirpes de Molokai y Maui, sin mezcla de ninguna clase, y sin
embargo tenía la piel más blanca que ningún extranjero; su cabello era
del color de la hierba seca, y sus ojos, enrojecidos, estaban casi
ciegos, de manera que “ciego como Kalamake, que ve más allá del mañana”,
era una de las expresiones favoritas de las islas.
Información texto 'La Isla de las Voces'