Textos más populares esta semana de Roberto Arlt publicados por Edu Robsy | pág. 7

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autor: Roberto Arlt editor: Edu Robsy


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Ejercicio de Artillería

Roberto Arlt


Cuento


Esta historia debía llamarse no "Ejercicio de artillería", sino "Historia de Muza y los siete tenientes españoles", y yo, personalmente, la escuché en el mismo zoco de Larache, junto a la puerta de Ksaba, del lado donde terminan las encaladas arcadas qúe ocupan los mercaderes de Garb; y contaba esta historia un "zelje" que venía de Ouazan, mucho más abajo de Fez, donde ya pueden cazarse los corpulentos elefantes; y aunque, como digo, dicho "zelje" era de Ouazan, parecía muy interiorizado de los sucesos de Larache.

Este "zelje", es decir, este poeta ambulante, era un barbianazo manco, manco en hazañas de guerras, decía él; yo supongo que manco porque por ladrón le habrían cortado la mano en algún mercado. Se ataviaba con una chilaba gris, tan andrajosa, que hasta llegaba a inspirarles piedad a las miserables campesinas del aduar de Mhas Has. Le cubría la cabeza un rojo turbante (vaya a saber Alá dónde robado), y debía tener un hambre de siete mil diablos, porque cuando me vio aparecer con mis zapatos de suela de caucho y el aparato fotográfico colgando de la mano, me hizo una reverencia como jamás la habría recibido el Alto Comisionado de España en el protectorado; y en un español magníficamente estropeado, me propuso, en las barbas de todos aquellos truhanes que, sentados en cuclillas, le miraban hablar:

—Gran señor: ninguno de estos andrajosos merece escucharme. Dame una moneda de plata y te contaré una historia digna de tus educadas orejas, que no son estas orejas de asnos.


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7 págs. / 13 minutos / 71 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

«Ven, mi Ama Zobeida Quiere Hablarte»

Roberto Arlt


Cuento


—¿Te llevaré a visitar el palacio de El Menobi?

—No.

—¿Y el palacio de Hach Idris ben-Yelul?

—No.

—¿No deseas conocer una joven de ojos de luna y rostro de diamante?

—No.

—Por Alá —gimió el lameplatos—. ¿No quieres nada entonces?

Piter se irguió ligeramente ante el mármol de la mesa, miró indulgente al desarrapado belfudo que, con un fez ladeado sobre la rapada cabeza hacía un cuarto de hora que estaba allí importunándole, y le respondió:

—Sí, quiero que me dejes en paz.

El guía miró cavernosamente en rededor satisfecho de que en el Zoco Chico no se encontrara alguien que podía perjudicarle, y confió:

—Pues cuídate de ese hombrecillo que te acompañaba ayer. Le ha dicho a un mercader de mi amistad que has envenenado a tu mujer.

Piter miró cómo la magra silueta del guía se alejaba, perdiéndose tras los tumultos de bobalicones que se movían frente a la ochava del correo inglés.

¿De modo que la historia había corrido? Ahora se explicaba las significativas miradas de la criada del hotel, y la respetuosa aprensión del hotelero hacia sus maletas. No había sido suficiente abandonar El Havre. La absurda novela del envenenamiento de su mujer le había seguido hasta Tánger. Inútil que le absolvieran de la disparatada acusación. En la ciudad no creían en su inocencia. La muerte de su mujer volcó sobre su cabeza dificultades innumerables. Y lo más desdichado del caso es que él estaba seguro de que ella no había intentado suicidarse, sino componer una farsa dramática que se resolvió siniestramente por sí misma.


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5 págs. / 10 minutos / 69 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Rahutia la Bailarina

Roberto Arlt


Cuento


En el arrabal morisco de Tetuán, en la callejuela de Dar Vomba, precisamente junto a los arcos que la techan dándole la apariencia de un subterráneo azulado, vivía hasta hace pocos años Ibu Abucab, comerciante y fabricante de babuchas.

Algunos niños, de nueve y diez años, respectivamente, trabajaban para él. El babuchero era un hombre de baja estatura, morrudo, con ojos como manchados de leche y tupida barba sobre el pecho.

Ibu Abucab había repudiado a su esposa, Rahutia, cuando ésta cumplía dieciséis años. Sospechaba que ella, desde la terraza de su finca, le engañaba con su vecino Gannan, el platero.

Sin embargo, no había tenido oportunidad de olvidarla. Mientras los niños moros recortaban las sandalias, Ibu recordaba pensativamente el compacto cariño de Rahutia y sus caricias espesas. Ciertas imágenes le roían la conciencia como los agudos dientes de un ratón. Era aquélla una sensación de fuego y enloquecimiento que le cubría los ojos de blancas llamaradas de odio.

Rahutia, después de refugiarse en Fez, se dedicó a la danza. En pocos años se hizo famosa en todos los bebederos de té que se encuentran yendo de Uxda a Rabbat y de Tremecen hasta Taza, la vieja ciudadela de los bandidos.

Las danzas de esta mujer fea eran un temblor de rodillas y crótalos que exaltaban a los espectadores. Presagiaban la muerte y el zarpazo de la fiera.

Ibu Abucab odiaba a su mujer, pero la odiaba consultando sus intereses, y, precisamente, fueron sus intereses los que le impidieron cortarle la cabeza cuando sospechó de ella.

Ahora Ibu Abucab prosperaba. Dentro de algunos anos, con ayuda de Alá, se enriquecería, y podría, como otros vecinos, mantener un harén. También la humillaría a Rahutia.


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9 págs. / 17 minutos / 67 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Incendiario

Roberto Arlt


Cuento


El comerciante observaba al desconocido de anteojos negros que se paseaba por su escritorio con las manos tomadas atrás. El comerciante estaba ante un dilema, y su perplejidad se tradujo en estas palabras:

—Lo que yo no comprendo es cómo usted puede provocar un incendio sin utilizar aunque sea unos simples fósforos.

El desconocido, que se había detenido frente a un mapa de rutas marítimas, no se dignó volver la cabeza, pero respondió:

—Un fósforo sería suficiente para hacerlo encarcelar al autor del incendio. La policía o los químicos a su servicio encontrarían entre los escombros del siniestro las piezas del “mecanismo de tiempo” que se hubieran utilizado para cometer el atentado. Analizando las cenizas, descubrirían los líquidos inflamables que se habían empleado. Mi procedimiento es nuevo, enteramente nuevo, ¿comprende usted?

El comerciante insistió:

—Ésa es la razón que me tiene intrigado. ¿Cómo se las compone usted?

El desconocido replicó groseramente:

—Mi procedimiento me permite cobrar el 10 por ciento de la prima que los fabricantes defraudan a las compañías de seguros. ¿No pretenderá usted que le explique mi secreto?

El comerciante volvió a la carga.

—¿Usted puede provocar un incendio en el establecimiento de cualquier industria?

El incendiario arrancó una hoja del almanaque y la dobló en cuatro.

—No, en cualquier industria, no..., pero en ciertas fábricas, sí. Su fábrica está incluida entre las que yo puedo incendiar sin dejar rastros.

—¿Sin utilizar ningún mecanismo, ni cortocircuito, ni fósforos, ni cómplices?


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6 págs. / 11 minutos / 62 visitas.

Publicado el 28 de diciembre de 2023 por Edu Robsy.

La Venganza del Mono

Roberto Arlt


Cuento


António Fligtebaud, término medio asesinaba un hombre por año.

Su exterior era agradable, pues la naturaleza le había dotado de un físico simétrico. Su sonrisa bondadosa, sus maneras afables, no hacía suponer que fuera un correcto asesino.

Era paciente, astuto, cobarde y sobre todo, muy cortés. Jamás utilizó cómplices en la preparación de sus homicidios, lo que revela un carácter sumamente ejecutivo, que le concedía un extraordinario relieve a los dictados de su voluntad.

El estudio de un crimen, ya que no utilizaba cómplices (Fligtebaud era un hombre de rigurosísimos principios), lo sumergía en largos meses de labor, durante los cuales analizaba tan meticulosamente los detalles de su plan, que cuando se resolvía para la acción, podía afirmarse que la muerte ya estaba madura en el cuerpo de su próxima víctima.

El primer hombre que asesinó no fue uno, sino dos; resultó ser un joyero portorriqueño. El joyero, de natural desconfiado, vivía en el mismo local que ocupaba su establecimiento, en compañía de un joven de fornida apariencia. Fligtebaud esperó la oportunidad en que se desocupó un local junto a la joyería, perforó el muro una noche de tormenta y agredió al joyero a pistoletazos. El joyero falleció en su cama, el joven dependiente cayó junto a un muro. Fligtebaud desocupó la caja fuerte de todos los valores que contenía. Este doble asesinato le valió veinte mil pesos.

Al día siguiente se hospedó en un sanatorio, cuyos médicos se consideraron felices de tratarle una úlcera al estómago, que él no tenía pero que fingía padecer. Descansó de sus fatigas y quebrantos durante tres meses, y luego viajó, porque era aficionado al espectáculo del mundo y al trato con variada gente.


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9 págs. / 15 minutos / 58 visitas.

Publicado el 7 de septiembre de 2023 por Edu Robsy.

Los Bandidos de Uad-Djuari

Roberto Arlt


Cuento


Era siempre el mismo y no otro.

Cada vez que Arsenia y yo pasábamos por la plaza de Nejjarine, sentado bajo una linterna de bronce, calado al modo morisco que adorna a la fuentecilla del "fondak", veíamos a un niño musulmán de ocho o nueve años de edad, quien al divisarnos, se llevaba la mano al corazón y muy gentilísimamente nos saludaba:

—La paz.

Excuso decir que la plaza de Nejjarine no era tal plaza, sino un hediondísimo muladar, pavimentado con pavoroso canto rodado. En los corrales linderos trajinaban a todas horas campesinas de las cabilas lejanas, acomodando cargas de leña o de cereales en el lomo de sus burros prodigiosamente pequeños. Pero este rincón,a pesar de su extraordinaria suciedad, con su arco lobulado y un chorrito de agua escapando de la fuente bajo el farolón morisco, tenía tal fuerza poética, que muchas veces Arsenia y yo nos preguntábamos si al otro lado del groseramente tapiado arco no se encontraría el paraíso de Mahoma.

Y digo que teníamos tal impresión, porque Arsenia Spoil, estudiante de arquitectura, también estaba de acuerdo en que la belleza de aquel rincón estaba determinada por el farolón de bronce. Arsenia y yo nos habíamos conocido en el hotel Continental, donde nos alojábamos. Esta era la razón por la cual salíamos todas las tardes juntos. Sin embargo, muchos honorables devotos de Mahoma creían que éramos novios en viaje de bodas, y, naturalmente, sus ofertas iban siempre dirigidas a mí. Lo más notable del caso es que yo no estaba enamorado de Arsenia ni Arsenia pensaba en enredarse conmigo. Sin embargo, los que nos veían se decían:

—íQué felices parecen! íCuánto deben quererse!

No estábamos enamorados. Tampoco sospechábamos que podíamos estarlo algún día. Hablábamos con entusiasmo y grandes gestos porque Fez nos entusiasmaba, porque en cada callejuela de la milenaria ciudad africana encontrábamos ardientes motivos de ensueño.

—La paz…


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6 págs. / 11 minutos / 53 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Argentino Entre Gángsters

Roberto Arlt


Cuento


Tony Berman descargó la ceniza de su cigarro en el piso encerado, y prosiguió:

—Los ingenieros han inventado los fusiles ametralladoras, y eso está bien; porque sin ametralladoras resultaría dificultoso asaltar un banco. Los ingenieros han inventado las granadas de mano, y las granadas de mano son la gracia del Altísimo sobre los hombres de buena voluntad, porque sirven para aliviarles de más de un apuro. ¡Dios bendiga a los ingenieros!...

Así habló Tony, el homicida de pie desnivelado. El achocolatado Eddie Rosenthal, hijo de un rabino excomulgado y de una negra, levantando la motuda cabeza que tenía inclinada sobre su camisa de seda verde, anotó:

—Pido un voto de aplauso para el ecuánime Tony.

Frank Lombardo, especialista en acciones violentísimas, asintió con un visaje de rojiza cara de perro bull—terrier. Tony, reconfortado por estas muestras de admiración, prosiguió:

—Pero lo que no han perfeccionado los ingenieros es la ruleta con trampa. Y eso está muy mal. La ruleta con trampa le permitiría al croupier dirigir la suerte según las conveniencias de la banca. ¡Y las conveniencias de la banca son sagradas!... Ahora bien, señor ingeniero: si ustedes han inventado los submarinos, las ametralladoras y los aeroplanos, ¿por qué no han de inventar la ruleta con trampa?...

El señor ingeniero, representado en la figura de Humberto Lacava, no pestañeó. Hacía tres horas que estos gentlemen de la automática le habían secuestrado, apoyándole el caño de una pistola en los riñones, y ningún hombre razonable se permite discutir este frío y redondo argumento.

El ecuánime Tony se restregó las manos y continuó:


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8 págs. / 14 minutos / 50 visitas.

Publicado el 25 de diciembre de 2023 por Edu Robsy.

La Hostilidad

Roberto Arlt


Cuento


Al tiempo que la muchacha le enreja la frente con los dedos, el hombre horizontal escucha estas palabras:

—Puede ser que algún día sea yo la más fuerte y entonces te arrepientas de todo lo que me hiciste sufrir...

Silvio no contesta. ¡Se encuentra tan bien así! Apoya los pies en un pasamanos. Al otro extremo del banco está sentada la jovencita, y él mantiene la cabeza en las rodillas de la muchacha que, entrelazando las manos sobre su mejilla, lo atrae con cierta severidad hacia su pecho, inclinando el rostro sobre él.

De su corazón se desprenden magnitudes de agradecimiento hacia la jovencita, que así, sencillamente, lo acoraza con su cuerpo y hace que se sienta achicado y profundamente mimoso. Sin embargo, paralelo a su amoroso rendimiento, un instinto le susurra despacio: “Ella tiene un secreto. Y ese secreto no te lo dirá nunca”.

Y durante una décima de segundo tiene el terrible deseo de gritarle:

—Vos sos una hipócrita enamorada. Mentís, mentís, siempre.

Retiene el deseo. ¿Qué le importa que sea una hipócrita y que mienta? ¿Acaso los hipócritas no pueden amar? Y ella lo quiere, él sabe que lo quiere. Esta convicción lo conmueve; en la garganta se le anudan las cuerdas vocales como para lanzar un grito maravilloso. Entreabre lentamente los párpados y distingue dos ojos enormes, un trozo de frente ligeramente amarillo, reticulado de infinitos poros, un mentón casi achatado. De aquel rostro se desprende una temperatura tan ardiente que el hombre levanta lentamente la mano y con la yema de los dedos acaricia la querida mejilla. Otra voz, subterránea, corre parejamente con su dulzura: “¿Y si no mintiera? ¿Y si no fuera una hipócrita?”

¿Y si no fuera una hipócrita?

Y exclama en voz alta:

—¡Mamita querida!...

La jovencita le revisa el alma con su grave mirada. Dice:

—¿Por qué no hablas? Vos tenés que hablar. ¿Por qué sos así?


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4 págs. / 8 minutos / 46 visitas.

Publicado el 20 de diciembre de 2023 por Edu Robsy.

El Octavo Viaje de Simbad el Marino

Roberto Arlt


Cuento


Estaba Simbad el Marino sentado a la cabecera de la mesa que, a muy poca altura del suelo, permitía a sus invitados comer sentados en cuclillas sobre las preciosas esteras que cubrían el mosaico. Venerable barba le bajaba hasta el ombligo y un turbante de razonable grandor rodeaba su cabeza. Daba testimonio de cuán grande señor era él y qué innumerables sus riquezas un diamante prendido en la seda sobre su misma frente.

A un costado de él, honestamente vestido desde que el dueño de casa le había agasajado con una bolsa de cien cequíes, comía el mozo de cordel, llamado Hidbad, aquél que por haberse quejado un día bajo la ventana del palacio de Simbad fue invitado por éste a participar de su mesa y a escuchar la historia de sus riquezas y viajes. El mozo de cordel, modestamente sentado en cuclillas, seguía admirado el revoloteo de algunos pájaros maravillosos, prisioneros en una jaula de oro, mientras que los comensales, mirando el devastado rostro de Simbad, aguardaban a que el marino diera comienzo a otro de sus relatos, pues a ninguno consolaba que sus aventuras terminaran en aquel séptimo y famosísimo viaje, en el cual Simbad se dedicó a la caza de elefantes después que le hicieron esclavo.

Comprendiéndolo así, el marino, después de recibir de un mancebillo que estaba de pie a sus espaldas un frasco de agua de rosas y de salpicarse con ella la barba y también la barba de sus invitados, comenzó el relato de su octavo viaje, que no sé por qué razones ninguno de sus cronologistas ha insertado en Las mil y una noches. Y lo hizo con estas mismas palabras:

—Después de mis desdichadas aventuras en el País de los Elefantes, pensé que nunca más volvería a la mar. Mis huesos estaban fatigados, y yo hacía cerca de un año que en mi casa de Bagdad disfrutaba de mis riquezas, cuando una noche nuestro señor, el califa Abdala Harum Al Raschid, me hizo el alto honor de llamarme a su palacio.


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9 págs. / 16 minutos / 37 visitas.

Publicado el 10 de enero de 2024 por Edu Robsy.

El Experimento del Doctor Gene

Roberto Arlt


Cuento


La noticia del primer acontecimiento de aquel día memorable entró calmosamente en el casino, embaulada en la corpulenta figura de Wein el Tranquilo. Deteniéndose frente a la mesa donde el Secretario del Ayuntamiento secreteaba con el veterinario sobre las próximas elecciones comunales, dijo cachazudamente:

—Acaban de encontrarlo ahorcado al doctor Gene. Ahorcado y bien abiertos sus ojos verdes.

Dijo esto de un tirón, en la sala alfombrada de aserrín, y hasta el perro, que dormitaba con el hocico apoyado en las patas delanteras, se desperezó y encapotilló las orejas, mientras que el cónclave de cuatro ciudadanos, cinco para ser exactos, dejando de husmear en los periódicos miraron con pausado interés a Wein el Tranquilo. Éste insistió:

—Está bien ahorcado. No se puede pedir nada mejor. Colgado de una flamante soga de tercio de pulgada.

Así era Wein el Tranquilo. Meticuloso. Su padre también había sido llamado Wein el Tranquilo, y la más profunda de sus virtudes consistía en cierta sesuda escrupulosidad.

—¿Lo has visto con tus propios ojos? —insistió el veterinario.

—Con los mismos. Ni mejor ni peor colgado que una trenza de cebollas en la verdulería.

Las bocas entreabiertas de los cinco hombres dejaban ver dientes de plata o de oro. Guillermo el Rentista, levantando los tres escalones de su papada de encima del nudo de la corbata, articuló fatigosamente:

—Se estaba enriqueciendo con la chifladura de nuestras mujeres.

Cipriano el Dentista rezongó:

—El capricho de mi mujer en hacerse teñir los ojos de verde me ha costado el importe de tres dentaduras decentes.

Octavio el Comisionista se arrimó despacio a la ventana. El sol le bañaba de pies a cabeza, y los hombres, con las manos cogidas por los dedos sobre las abotonaduras de los chalecos, cavilaban silenciosamente sobre el final del doctor Gene.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 34 visitas.

Publicado el 13 de enero de 2024 por Edu Robsy.

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