La Jugada
Roberto Arlt
Cuento
Emilio Kraisler falleció de un balazo que recibió en la cabeza, a causa de su excesivo amor a la ciencia de la psicología.
El crimen no sorprendió a ninguno de sus amigos. Kraisler, en vida, había anticipado siempre semejante final con estas palabras:
—Sí; alguien tendrá un día que matarme. ¡Y qué curioso! La muerte, que en otros tiempos me causaba tanto horror, ahora me deja indiferente.
De manera que su asesinato constituye, en cierto modo, una prueba a favor de los presentimientos y su confirmación.
A Kraisler parecía divertirle la perspectiva de semejante final. Incluso lo matizaba:
—Me gustaría que me matara Enriqueta. De pronto, aparecería ante mí envuelta en un tapado de pieles, abriría nerviosamente su cartera, yo me quedaría fumando tranquilamente. Posiblemente para escarnecerla le echara una bocanada de humo a la cara; ella, encogiendo el brazo, esgrimiría el revólver, y juro que no me movería una pulgada del sitio donde me encontrara.
A veces el tenor del diálogo sufría una ligera variante.
—Pudiera ser que en vez de Enriqueta fuese Ofelia la que me asesinara. En ese caso ella me tiraría por la espalda. Entra en su estilo y en su carácter. O si no, Julia. Pero Julia le tiene tanto horror a las armas de fuego que utilizaría cianuro. Es una devota de la bioquímica.
No se puede negar que Kraisler era un hombre razonable. Su único defecto consistía en estar enamorado alegremente de la psicología experimental.
Pero no era su único defecto. Su segundo defecto consistía en sonreír siempre. Una sonrisa dulce, infantil, con una chispa de malicia en el fondo de los ojos y cierta gula de faunito en las arrugas faciales que se le trazaba en torno a la boca.
Alguien dijo una vez que esa sonrisa suya, tan personal, era una defensa contra sus emociones rápidas, y Kraisler cortó secamente la conversación. Los psicólogos le resultaban odiosos.
Dominio público
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Publicado el 22 de diciembre de 2023 por Edu Robsy.