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autor: Roberto Arlt etiqueta: Cuento


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El Cazador de Orquídeas

Roberto Arlt


Cuento


Djamil entró en mi camarote y me dijo: Señor, ya están apareciendo las primeras montañas.

Abandoné precipitadamente mi encierro y fui a apoyarme de codos en la borda. Las aguas estaban bravías y azules mientras que en el confín la línea de montañas de Madagascar parecía comunicarle al agua la frialdad de su sombra. Poco me imaginaba que dos días después me iba a encontrar en Tananarivo con mi primo Guillermo Emilio, y que desde ese encuentro me naciera la repugnancia que me estremece cada vez que oigo hablar de las orquídeas.

Efectivamente, dudo que en el reino vegetal exista un monstruo más hermoso y repelente que esta flor histérica, y tan caprichosa, que la veréis bajo la forma de un andrajo gris permanecer muerta durante meses y meses en el fondo de una caja, hasta que un día, bruscamente, se despierta, se despereza y comienza a reflorecer, coloreándose las tintas más vivas.

Yo ignoraba todas estas particularidades de la flor, hasta que tropecé con Guillermo Emilio, precisamente en Madagascar.

Creo haber dicho que Guillermo Emilio era cazador de orquídeas. Durante mucho tiempo se dedicó a esta cacería en el sur del Brasil; pero luego, habiendo la justicia pedido su extradición por no sé qué delito de estafa, de un gran salto compuesto de numerosos y misteriosos zigzags se trasladó a Colombia. En Colombia formó parte de una expedición inglesa que en el espacio de pocos meses cazó dos mil ejemplares de orquídeas en las boscosas montañas de Nueva Granada. La expedición estaba costosamente equipada, y cuando los ingleses llegaron a Bogotá, de los dos mil ejemplares les quedaban vivos únicamente dos. El resto, malignamente, se había marchitado, y el financiador de la empresa, un lustrabotas enriquecido, enloqueció de furor.


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9 págs. / 16 minutos / 126 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Enigma de las Tres Cartas

Roberto Arlt


Cuento


El señor Perolet volvió la cabeza. Justamente tras la columna que soportaba el arco de entrada a la calle del Pez y la Manzana acababa de descubrir la silueta de su perseguidor. El señor Perolet echó la mano al bolsillo de su gabán, se cercioró de que su revólver permanecía aún allí y, haciendo un esfuerzo, se dirigió hacia la columna de piedra.

Su perseguidor había desaparecido. En su lugar, al pie de la columna, un chiquillo que vendía sardinas le señaló una línea escrita con tiza. Nuestro hombre se acercó y pudo leer: “Cruel Perolet, mañana o pasado te mataré.”

El señor Perolet jamás se había sentido obligado a tener arranques de héroe. En consecuencia, al pensar que su obstinado enemigo podía ser un irresponsable, sus piernas temblaron, sintió que se le aflojaban los goznes de las rodillas, un sudor frío inundaba su frente. Maquinalmente, en su chaleco rebuscó una moneda de cobre, que le arrojó al niño de las sardinas, a quien vio borrosamente a través de una neblina, y echó a caminar sin mirar el sol, que lucía en las calles laterales.

El señor Perolet estaba aterrorizado porque no era cruel.

Si tuviéramos que definirlo, diríamos que era un hombre bondadoso y anodino. Suizo francés, comerciaba en bibelotes de madera, que es una de las industrias más extendidas en la patria de Guillermo Tell. Radicado en París, desde donde inundaba las capitales de provincia con monigotes de cedro que los turistas compraban creyendo que se llevaban un recuerdo regional. Y de pronto, siniestra, llegó a él la primera amenaza de su misterioso enemigo, bajo la forma de una carta incomprensible:


“Perolet: sabemos que te dedicas al espionaje. Márchate a tu país o te matamos.”


Perolet echó la carta al canasto sin darle importancia. Tres días después recibió otra misiva:


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6 págs. / 11 minutos / 18 visitas.

Publicado el 19 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

El Gato Cocido

Roberto Arlt


Cuento


Me acuerdo.

La vieja Pepa Mondelli vivía en el pueblo Las Perdices. Era tía de mis cuñados, los hijos de Alfonso Mondelli, el terrible don Alfonso, que azotaba a su mujer, María Palombi, en el salón de su negocio de ramos generales. Reventó, no puede decirse otra cosa, cierta noche, en un altillo del caserón atestado de mercaderías, mientras en Italia la Palombi gastaba entre los sacamuelas de Terra Bossa, el dinero que don Alfonso enviaba para costear los estudios de los hijos.

Los siete Mondelli eran ahora oscuros, egoístas y enteles, a semejanza del muerto. Se contaba de este que una vez, frente a la estación del ferrocarril, con el mango del látigo le saltó, a golpes, los ojos a un caballo que no podía arrancar de los baches el carro demasiado cargado.

De María Palombi llevaban en la sangre su sensualidad precipitada, y en los nervios el repentino encogimiento, que hace más calculadora a la ferocidad en el momento del peligro. Lo demostraron más tarde.

Ya la María Palombi había hecho morir de miedo, y a fuerza de penurias, a su padre en un granero. Y los hijos de la tía Pepa fueron una noche al cementerio, violaron el rústico panteón, y le robaron al muerto su chaleco. En el chaleco había un reloj de oro.

Yo viví un tiempo entre esta gente. Todos sus gestos transparentaban brutalidad, a pesar de ser suaves. Jamás vi pupilas grises tan inmóviles y muertas. Tenían el labio inferior ligeramente colgante, y cuando sonreían, sus rostros adquirían una expresión de sufrimiento que se diría exasperada por cierta convulsión interior, circulaban como fantasmas entre ellos.

Me acuerdo.

Entonces yo había perdido mucho dinero.


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3 págs. / 6 minutos / 393 visitas.

Publicado el 18 de abril de 2020 por Edu Robsy.

El Gran Guillermito

Roberto Arlt


Cuento


A pesar de que el dueño de casa lo encañonaba con el revólver, Guillermito, el ladrón, observaba intrigado, sin saber por qué, a la muchacha que se inclinaba sobre el teléfono.

Ella iba a tomar el auricular para pedir le conectaran con la comisaría, y en el preciso instante en que iba a pronunciar el número, el recuerdo se concretó vertiginosamente en la mente del ladrón, y exclamó:

—No llame. Yo soy el que robó el motor eléctrico.

“Fue como si hubiera caído un rayo al pie de los dos”, comentaba más tarde Guillermito.

La jovencita, abandonando el auricular, quedó rígida junto al teléfono; el dueño de casa echó al bolsillo su revólver y balbuceó:

—¿Es posible que sea usted?

“Otro aprovecharía la oportunidad para escapar —decía luego en su propio elogio Guillermito— pero yo me crucé de brazos e insistí:

“—Sí, soy yo el que robó el motor eléctrico. Y ahora, si quieren, llamen a la policía.”

Y el dueño de casa no llamó a la policía, sino a su mujer, y a grandes gritos:

—Justa, Justa, vení a ver al hombre que robó el motor eléctrico. Estaba forzando el escritorio.

La jovencita terminó por reconocerlo. Dirigiéndose a él, lo tomó de los brazos, lo miró fijamente, y dijo:

—Sí..., ahora lo reconozco. Es usted. ¡Ah, mal hombre, dos veces mal hombre! ¡Cuánto nos ha hecho pensar usted!

—Yo me llamo Gustavo Horner —dijo el dueño de casa.

—A mí me llaman Guillermito el Ladrón...

Los dos hombres se examinaban con curiosidad creciente, pero la jovencita sonreía con tanta amabilidad, que Guillermito tampoco pudo contener una sonrisa cuando ella, después de medirlo de pies a cabeza, exclamó:

—Deberían llamarlo Guillermo el Ladronazo, no Guillermito.


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11 págs. / 20 minutos / 17 visitas.

Publicado el 22 de diciembre de 2023 por Edu Robsy.

El Jorobadito

Roberto Arlt


Cuento


Los diversos y exagerados rumores desparramados con motivo de la conducta que observé en compañía de Rigoletto, el jorobadito, en la casa de la señora X, apartaron en su tiempo a mucha gente de mi lado.

Sin embargo, mis singularidades no me acarrearon mayores desventuras, de no perfeccionarlas estrangulando a Rigoletto.

Retorcerle el pescuezo al jorobadito ha sido de mi parte un acto más ruinoso e imprudente para mis intereses, que atentar contra la existencia de un benefactor de la humanidad.

Se han echado sobre mí la policía, los jueces y los periódicos. Y ésta es la hora en que aún me pregunto (considerando los rigores de la justicia) si Rigoletto no estaba llamado a ser un capitán de hombres, un genio o un filántropo. De otra forma no se explican las crueldades de la ley para vengar los fueros de un insigne piojoso, al cual, para pagarle de su insolencia, resultaran insuficientes todos los puntapiés que pudieran suministrarle en el trasero una brigada de personas bien nacidas.

No se me oculta que sucesos peores ocurren sobre el planeta, pero ésta no es una razón para que yo deje de mirar con angustia las leprosas paredes del calabozo donde estoy alojado a espera de un destino peor.


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19 págs. / 33 minutos / 429 visitas.

Publicado el 20 de junio de 2018 por Edu Robsy.

El Joven Bernier Esposo de una Negra

Roberto Arlt


Cuento


La puerta de la trastienda se abrió violentamente. La negra, esgrimiendo un puñal, avanzó hacia Eraño. Bernier, el marido de la negra, retrocedió aterrorizado hasta dar de espaldas con el muro, y Eraño comprendió que no debía esperar. Desenfundó su automática y saltando a un costado como si se tratara de esquivar la cornada de un toro, descargó los siete proyectiles de la pistola en el cuerpo de la africana. Aischa se desmoronó. Al caer, el puñal, que no se soltó de su mano, rayó el muro, clavándose en el suelo de tablas. Pero su mano crispada no soltó el arma. El piso comenzó a cubrirse de manchas rojas y Bernier, el joven esposo de la negra, refugiado en su rincón, comenzó a temblar como azogado.

Inútil intentar huir. Por las callejuelas que desembocaban en el zoco acudían multitudes de desocupados y traficantes. Sin embargo, Eraño tuvo suerte. En el zoco aquella tarde se encontraban varios soldados españoles y muchos gendarmes del califa. Éstos rodearon rápidamente la casa, y Eraño, sentándose en una silla, le dijo a Bernier:

—No tenga miedo. Espere sentado.

Bernier se sentó a la orilla de una silla, pero el temor era tan intenso en él, que los dientes le castañeteaban. Eraño, en cambio, dio en mirar con curiosidad a la negra. Cuando entraron los soldados a la tienda, Eraño se levantó, diciéndoles a los mocetones que lo encañonaban con sus revólveres.

—He matado a la negra en legítima defensa. Deseo ser llevado hasta el cadí o el comisario del protectorado. Allí, en el suelo, está mi pistola. Observen que la muerta aprieta aún el puñal entre sus dedos.


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6 págs. / 11 minutos / 12 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

Halid Majid el Achicharrado

Roberto Arlt


Cuento


Una misma historia puede comenzarse a narrar de diferentes modos y la historia de Enriqueta Dogson y de Dais el Bint Abdalla no cabe sino narrarse de éste:

Enriqueta Dogson era una chiflada.

A la semana de irse a vivir a Tánger se lanzó a la calle vestida de mora estilizada y decorativa. Es decir, calzando chinelas rojas, pantalones amarillos, una especie de abullonada falda-corsé de color verde y el renegrido cabello suelto sobre los hombros, como los de una mujer desesperada. Su salida fue un éxito. Los Perros le ladraban alarmados, y todos los granujillas de las fortificaciones del zoco la seguían en manifestación entusiasta. Los cordeleros, sastrecillos y tintoreros abandonaban estupefactos su trabajo para verla pasar.

El capitán Silver, que embadurnaba telas de un modo abominable, hizo un retrato de Enriqueta Dogson en esta facha, y para agravar su crimen, situó tras ella dos forajidos ventrudos, cara de luna de betún y labios como rajas de sandía. Semejantes sujetos, vestidos al modo bizantino, podían ser eunucos, verdugos, o sabe Alá qué. Imposible establecer quién era más loco, si el pintor Silver o la millonaria disfrazada.

Enriqueta Dogson envió el retrato al bufete de su padre, en Nueva York. El viejo Dogson, un hombre razonable, se echó a reír a carcajadas al descubrir a su hija empastelada al modo islámico, y dirigiéndose al doctor Fancy le dijo:

—¿De dónde habrá sacado semejante disfraz esta muchacha? Le juro, mi querido doctor, que ni registrando con una linterna todos los países musulmanes descubriremos una sola mujer que se eche a cuestas tal traje. Es absurdo.

Dicho esto, el viejo Dogson meneó la cabeza estupefacto, al tiempo que risueñamente se decía que el disfraz de su hija podía provocar un conflicto internacional. Luego se encogió de hombros. Los hijos servían quizás para eso. Para divertirle a uno con las burradas que perpetraban.


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9 págs. / 17 minutos / 70 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Historia de Nazra, Yamil y Farid

Roberto Arlt


Cuento


A media hora de Fez, en el paraje donde se bifurca hacia el sur el camino que conduce a Meknés y hacia el norte el que lleva a Tánger, se pronuncia la cuesta que los naturales llaman la Puerta del Djin. Cuando se llega a esta cima, en un barranco poblado de laureles se distinguen los restos de piedra de un antiguo castillo. Como por efectos de un milagro, sólo queda en pie la torre del homenaje. Allí funcionó durante años la fábrica conocida en la región con el nombre de perdigonera de Yamil.

Yamil era un árabe oriundo de Esmirna, sumamente devoto. Solo o acompañado, cumplía minuciosamente las cinco oraciones prescriptas al creyente.

Cuando llegó a Fez, tendría treinta y cinco años y una chilaba sumamente astrosa. Traía cartas para un faquir de la Mezquita de los Andaluces, con quien se entrevistó largamente. Luego Yamil, por consejo del faquir, se trasladó hasta la Puerta del Djin, estudió las ruinas, volvió a entrevistarse con su protector, y algunos meses después los campesinos que en los lomos de sus mujeres transportan la leña, la aceituna y el grano, supieron que en el castillo funcionaba una fábrica de perdigones.

En la altura de la torre, Yamil instaló el horno de fundir, y en el interior un pozo de agua. En este pozo Yamil recogía la lluvia de plomo candente convertida en millares de bolitas.


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5 págs. / 9 minutos / 8 visitas.

Publicado el 24 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

Historia del Señor Jefries y Nassin el Egipcio

Roberto Arlt


Cuento


No exagero si afirmo que voy a narrar una de las aventuras más extraordinarias que pueden haberle acontecido a un ser humano, y ese ser humano soy yo, Juan Jefries. Y también voy a contar por qué motivo desenterré un cadáver del cementerio de Tánger y por qué maté a Nassin el Egipcio, conocido de mucha gente por sus aficiones a la magia.

Historia ésta que ya había olvidado si no reactivara su recuerdo una película de Boris Karloff, titulada "La momia", que una noche vimos y comentamos con varios amigos.

Se entabló una discusión en torno de Boris Karloff y de la inverosimilitud del asunto del film, y a ese propósito yo recordé una terrible historia que me enganchó en Tánger a un drama oscuro y les sostuve a mis amigos que el argumento de "La momia" podía ser posible, y sin más, achacándosela a otro, les conté mi aventura, porque yo no podía, personalmente, enorgullecerme de haber asesinado a tiros a Nassin el Mago.

Todo aquello ocurrió a los pocos meses de haberme hecho cargo del consulado de Tánger.

Era, para entonces, un joven atolondrado, que ocultaba su atolondramiento bajo una capa de gravedad sumamente endeble.

La primera persona que se dio cuenta de ello fue Nassin el Egipcio.

Nassin el Mago vivía en la calle de los Ni-Ziaguin, y mercaba yerbas medicinales y tabaco. Es decir, el puesto de tabaco estaba al costado de la tienda, pero le pertenecía, así como el comercio de yerbas medicinales atendido por un negro gigantesco, cuya estatura inquietante disimulaba en el fondo oscuro del antro una transparente cortinilla de gasa roja.


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Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Juicio del Cadí Prudente

Roberto Arlt


Cuento


Aún dos años después de la sublevación del emir Habibullah Ghazi habitaba en la ciudad de Kabul, frente a la muralla que balaustra la curva del río, un mercader de sedas y tapices llamado Maruf.

Cuando Maruf volvía la cabeza hacia el norte, distinguía las tres torres doradas de la fortaleza de Bala-Hizar. Cuando Maruf volvía la cabeza a su frente, veía la llanura extendida al pie de los montes y detenida por la cordillera de Kux, levantada en el fondo del horizonte como una alta muralla de nubes, pero Maruf gustaba mirar hacia el sur, en dirección a la calle que sirve de entrada al Charsun, donde el especiero Beder prosperaba con su comercio. Atendía la tienda un jovencito llamado Faisal, de notoria inteligencia y extraordinaria belleza.

El niño, sensible a la admiración y a los regalos que le ofrecía Maruf, deseoso de tenerlo por dependiente, terminó por quejarse a sus padres de la dureza con que le trataba Beder el especiero.

Cuánto más preferiría servirlo al sedero, cuya tienda visitaban extranjeros distinguidos, y no el almacén del barbudo Beder, cuyo patio era el parador de caravaneros chinos. Éstos, con grandes sombreros peludos y piernas envueltas en pieles de carnero, se detenían allí acompañados de pequeños asnos, sin que él recibiera ningún beneficio de tal promiscuidad.

Para el sedero Maruf fue un hermoso día aquel en que pudo mostrar a sus amistades al jovencito Faisal, adornado de una floreada casaca azul y de un turbante indostano cuyos flecos amarillos le caían sobre los hombros. Corría diligente, mostrando chinelas doradas debajo de los bombachos celestes, y ofrecía cortésmente té a las visitas.


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7 págs. / 12 minutos / 6 visitas.

Publicado el 24 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

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